Dejar huella

Antes vivía con la oculta e imperiosa necesidad de que mi vida dejara huella, sobre todo en aquellas personas con las que había compartido proyectos en común, no lo hacía por un exceso de narcisismo, sino porque eso le daba sentido a mi vida, alimentar el amor al prójimo que en mi interior albergaba.

Era inconsciente de ello, simplemente actuaba aportando lo mejor de mí, con el compromiso adquirido libremente y cuando de una manera u otra no me sentía valorado empezaban las desavenencias, la falta de acuerdos y entendimientos, los conflictos del respeto a uno mismo, al amor propio.

Observé que había una proyección previa de cómo debía de ser mi vida y también la vida, había un pensamiento anticipado, adelantado, que definía lo que debía de ser una vida con sentido. ¿Cómo comprender esto sin haberlo vívido?, ¿cómo adivinarlo, vaticinarlo?

Podía predecir que algo había en mí, que me hacía presentir que mi vida tenía sentido por vivir, pero tenía que experimentarlo y meterme de lleno en ser importante, para dejar esa huella mientras compartía con los demás actores de la obra, que me permitían vivirlo y destacar con mis talentos, o sobresalir, o despuntar, en esta educación competitiva.

Dejar huella predominaba y se distinguía como el gran sentido de la vida, y la verdad es que fue y en ocasiones sigue siendo la cárcel de barrotes blindados, la orgullosa e incluso tiránica ansiedad del reconocimiento que anhelamos de los demás.

Quizás fue y es ése nuestro "error", si no somos conscientes, porque la huella la dejamos a cada pasito, a cada gotita de agua.

Dejemos la huella, pero no por ser indispensables e imprescindibles, sino por no necesitar dejar huella, porque nuestra huella somos nosotros mismos, por ser tal y como somos, seres irremplazables.

Nada teníamos que ser, porque simplemente ya somos.


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