El día en que llegó el diluvio universal
Los habitantes de esta tribu tenían fantásticas recetas, ya que sabían utilizar muy bien el fuego. Mantenían hogueras encendidas constantemente y a menudo quedaban pequeños trozos de carbón o brasas encendidas.
Pero un día, sin previo aviso, el cielo se nubló y comenzó a llover, a llover y a llover sin tregua ninguna. Los ríos se desbordaron y todo comenzó a inundarse. Las personas murieron, y los animales. Todos, menos un niño, una niña y un pequeño sapo.
Dejó de llover y salió el sol. Los niños sabían pescar, y como había tanta agua, podían pescar muchos peces. Sin embargo, no tenían fuego para cocinarlos, y no querían comerlos crudos.
– ¡No sé qué podemos hacer sin fuego! - se lamentaba la pequeña.
– A mí tampoco se me ocurre nada- añadió el niño-. No podemos hacer fuego de ninguna forma, porque todas las hogueras se apagaron…
Pero de pronto, un pequeño sapo salió de detrás de unas piedras. Había escuchado a los niños y sintió por ellos mucha pena.
– Perdonad, pero os he estado escuchando y me gustaría entregaros algo.
– Uy- se sorprendió la niña- ¿Y cómo has conseguido tú sobrevivir al diluvio?
– Me escondí en el agujero de unas rocas. Y pensé que también podía hacer lo mismo con estos pequeños trozos de carbón- dijo a los niños enseñándoles dos trocitos de brasa encendidas.
– ¡Son brasas! ¡Podemos hacer fuego! – exclamó entusiasmado el niño-. Pero… ¿cómo has conseguido mantenerlas encendidas?
– Todos los días las metía en mi boca… ¡y no me quemaba! Luego las soplaba de vez en cuando para que no se apagaran. Sabía que estas pequeñas brasas eran muy importantes para vosotros los humanos.
– Oh, no sé cómo agradecértelo, querido sapo- dijo la niña.
– No tienes que agradecerme nada. Hice lo que debía.
El sapo les entregó a los niños los trozos de brasa. Ellos consiguieron hacer fuego de nuevo. El sapo se quedó a vivir con los niños y creció muy feliz junto a ellos, que por supuesto, lograron formar una enorme familia y recuperar con ella poco a poco la tribu chiriguana.