7 de noviembre de 1912

La noche en que estaba tendida —hoy hace diez meses— era la noche

última que iba a pasar en su casa, bajo nuestro techo acogedor.

¡En su casa, donde siempre había sido el alma, y la luz, y

todo! ¡En su casa, donde la adorábamos con la más

vieja, noble y merecida ternura; donde cuanto la rodeaba era suyo,

afectuosamente suyo!

 

¡Y habría que echarla fuera al día siguiente!

Fuera, como a una intrusa... Fuera el pleno invierno, entre el

trágico sollozar de los cierzos. Y habría que alejarla de

nosotros como a una cosa impura, nefanda; ¡que esconderla en un

cajón enlutado y hermético!, y llevarla lejos, por el

campo llovido, por los barrizales infectos, para meterla en un agujero

sucio y glacial. ¡A ella, que había disfrutado por

más de diez años la blancura tibia de la mitad de mi

lecho! ¡A ella, que había tenido mi hombro viril y seguro

como almohada de su cabecita luminosa! ¡A ella, que vio mi

solicitud tutelar encendida siempre como una lámpara sobre su

existencia!

 

¡Oh, Dios , dime si sabes de una más despiadada angustia,

y si no merezco ya que brille para mí tu misericordia!...


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