Tarija: Cuando la lluvia desnuda la vulnerabilidad
Tarija, valle enclavado entre cerros suaves y paisajes de clima benigno, enfrenta una paradoja climática: aunque las lluvias torrenciales no son habituales, cuando irrumpen, desatan caos. La ciudad, acostumbrada a la calma de su geografía, colapsa ante la fuerza del agua que busca salida. La zona de La Víbora Negra, ubicada cerca del centro, es un ejemplo. Allí, un sistema de drenaje obsoleto y posiblemente taponado por sedimentos o basura no logró contener el caudal de la última tormenta. El agua rompió límites, inundó viviendas, vehículos y dejó daños materiales que hablan de una infraestructura incapaz de lidiar con lo imprevisible. Algo similar ocurrió cerca del Puente San Martín: el agua, al no encontrar desagües eficientes, se acumuló hasta rebasar calles y socavar estructuras. Pero el problema no es exclusivo de la zona urbana. En áreas rurales, puentes que cruzan ríos cercanos a la ciudad cuya capacidad hidráulica nunca fue calculada para eventos extremos quedaron al borde del colapso, mostrando grietas que advierten sobre un riesgo latente.
¿Por qué una lluvia intensa, aunque esporádica, logra paralizar a Tarija? La respuesta está en décadas de crecimiento urbano sin diálogo con la naturaleza. La Víbora Negra, por ejemplo, es un barrio antiguo donde un canal de drenaje atraviesa su corazón. Este, diseñado para otra época y otro ritmo de urbanización, hoy está asfixiado por sedimentos, basura o simplemente por el volumen de agua que ya no puede contener. A esto se suma que muchas quebradas, antiguos cauces naturales que actuaban como vías de escape para las tormentas, fueron rellenadas para construir calles o viviendas. El agua, al no encontrar su camino original, se redirige hacia donde puede: hogares, avenidas y puentes. Incluso en zonas rurales, la falta de mantenimiento en la infraestructura fluvial como limpieza de lechos o reforzamiento de bases convierte cada crecida en una amenaza.
La clave para romper este ciclo no está en ampliar las respuestas de emergencia, sino en prevenir. Esto implica, primero, repensar cómo y dónde se construye. En barrios consolidados como La Villa Abaroa, es urgente modernizar los sistemas de drenaje, pero también regular estrictamente nuevas edificaciones. ¿Tiene sentido permitir que se selle el suelo con cemento en zonas donde el agua históricamente ha buscado fluir? Ciudades como Rotterdam, en Países Bajos, han adoptado un enfoque de "adaptación al agua": plazas que se convierten en estanques temporales durante lluvias o parques diseñados para absorber excedentes. En Tarija, medidas similares podrían aplicarse: recuperar espacios que actúen como amortiguadores naturales y priorizar materiales permeables en obras públicas.
Pero la prevención también es educación. En las unidades educativas, la gestión de riesgos debe ir más allá de un tema en el currículo. ¿Cómo convertir a los estudiantes en agentes de cambio? Proyectos prácticos (como mapear zonas de inundación en su barrio o analizar cómo los residuos tapan alcantarillas) generarían conciencia desde la experiencia. A esto se sumaría la necesidad de campañas masivas para que la población entienda que un envase tirado a la calle no es "solo basura": es un posible tapón que desviará el agua hacia su propia casa durante la próxima lluvia. La ciudad brasileña de Curitiba demostró que involucrar a la comunidad en la separación de residuos y el mantenimiento de cauces reduce inundaciones de manera drástica.
Sin embargo, ninguna medida técnica o educativa funcionará sin un compromiso colectivo. Las autoridades deben responder con inversiones inteligentes -como sistemas de alerta temprana o estudios hidrológicos actualizados-, pero la sociedad también debe autorregularse. ¿Por qué seguimos construyendo muros que desvían el agua hacia el terreno del vecino? ¿O por qué, sabiendo que las quebradas no son basureros, las usamos como tal? La ética ciudadana es la primera barrera contra el desastre.
Tarija tiene ante sí una oportunidad: dejar de ver las lluvias como un enemigo ocasional y empezar a entenderlas como un recordatorio de que la urbanización debe coexistir con el territorio. No se trata de domar la naturaleza, sino de respetar sus reglas. La próxima tormenta no tiene por qué repetir la historia de inundaciones y puentes rotos. Podría ser, en cambio, el momento en que la ciudad demuestre que aprendió a fluir con el agua, no contra ella.