No todos los países dependen igual de Rusia

Europa arde por todos los costados este verano, pero Bruselas solo tiene ojos para el invierno. La UE, que depende del gas para mantener a flote una industria que sufre y para calentar hogares e infraestructuras básicas, teme al frío. Los números son los que son: En 2021 Europa consumió 604 millardos de metros cúbicos (bcm) de gas (un 15% del consumo mundial) y produjo 223 bcm (un 5%). La dependencia es descomunal.

Aunque hay muchos pequeños productores, solo hay dos países con capacidad de equilibrar o desequilibrar balanzas negativas como la europea. EEUU, que produce el 23% del gas global, y Rusia, que produce el 18% –el siguiente, Irán, se queda en el 6%–. El suministro estadounidense, sin embargo, tiene dos problemas.

Primero: debe transportarse en estado licuado por barco, lo cual es más costoso y limitado, porque la flota de buques metaneros y las infraestructuras de regasificación son limitadas.

Segundo: la demanda propia de los EEUU es también muy alta, por lo que los excedentes son muy limitados. De hecho, aunque EEUU produce más que Rusia, Moscú exporta mucho más: en 2020 fue el principal exportador de gas, con 230 bcm, muy por delante del segundo, Qatar (127 bcm) y triplicando las ventas de EEUU (77 bcm). Todas las cifras que se han dado hasta ahora son de la Agencia Internacional de la Energía.

Con estos números, es evidentemente cierto que Rusia tiene literalmente agarrada por el forro del invierno a Europa. Bruselas lo sabe y teme que Moscú, que sabe jugar bien su baza, corte el suministro cuando el frío aceche y la necesidad apriete. Los meteorólogos van a estar muy solicitados este invierno. Un par de olas de frío equivalentes a las que hemos tenido con el calor en el último mes serán capaces de dar al traste con cualquier previsión, incluida la formulada esta semana por la Comisión Europea, que ha pedido a los estados miembro que reduzcan un 15% el consumo de gas para hacer frente al hipotético corte ruso.

La cifra coincide con la ofrecida a principios de mes por el think tank Bruegel, con buena entrada en los despachos de Bruselas. En un informe sobre el escenario del fin del gas ruso, Ben McWilliams y Georg Zachman explican que el descenso de las importaciones de gas ruso ha podido ser compensado hasta ahora con nuevas importaciones de Gas Natural Licuado (GNL), pero que esta sustitución «ha llegado en gran medida a su límite». «Menores importaciones desde Rusia solo pueden afrontarse reduciendo la demanda de gas de la UE», añaden, cifrando en esa cifra fetiche del 15% la reducción que Europa debería realizar para hacer frente a un corte total.

El informe de Bruegel, sin embargo, añade dos elementos que el miércoles la Comisión Europea apenas mencionó. El primero es la fragilidad de la previsión: se ha realizado sobre la demanda media de los años 2019-2021. Es decir, es una orientación; un invierno más frío obligaría a recortar en mayor medida la demanda. El segundo es que ese 15% es la media resultante de las reducciones –muy dispares– que debería afrontar cada país.

Porque no todos los países dependen del gas ruso en la misma medida. El gráfico que acompaña este texto, elaborado a partir del informe de Bruegel, agrupa a los estados europeos según sus interconexiones –cuestión clave para la península Ibérica, como veremos– y su dependencia de Rusia, y muestra en qué porcentaje deberían reducir el consumo de gas para hacer frente a un corte total del suministro por parte de Moscú. Se comenta solo: hay un mundo del 54% de reducción al que se verían abocados los países bálticos y Finlandia, y del 49% de Bulgaria, Grecia, Hungría y Croacia, al 0% de Portugal y los Estados francés y español. Conviene no perder de vista el 29% alemán.

«Nos ayudaremos los unos a los otros con los suministros de gas», dijo a principios de semana el ministro alemán de Economía, Robert Habeck. Una promesa bastante provechosa para Berlín, en este caso. El país germano, mano de hierro durante la crisis de deuda que siguió al derrumbe de 2008, artífice de la austeridad que llevó a Grecia al abismo y a Italia a una solución tecnocrática que ahora amenaza con dar paso a la extrema derecha, va a pedir solidaridad a sus socios europeos. Berlín, que prohibió la exportación de mascarillas a sus vecinos en los primeros compases de la pandemia, va a apelar al espíritu comunitario.

La tentación de pagar con la misma moneda no será pequeña en algunas capitales, aunque conviene no perder de vista que si sufre la locomotora, en este tren sufrimos todos. Las dos principales fábricas de Euskal Herria son alemanas. El test de estrés a la cohesión europea, ya maltrecha por mucho que Ucrania lo haya maquillado, puede ser fenomenal a partir de otoño. Y lo que ocurra en Italia lo puede complicar todo todavía mucho más.

De momento, el Estado español dice que no va a reducir su consumo. No solo es que Madrid, París y Lisboa no dependan de Rusia, es que además apenas están conectadas gasísticamente con el resto de Europa. La propuesta de la Comisión Europea incluye una cláusula para estos países en situación de excepción, a los que podría pedir que, en vez de 15%, reduzcan un 10% siempre que demuestren que ya están ayudando todo lo que pueden al resto de socios.

Cabe preguntarse por qué se insiste en que países que no pueden ayudar reduzcan igualmente su consumo. La respuesta puede ser simple –aunque no siempre funcione así, lo que deja de consumir un país lo podrá comprar en el mercado otro–, pero apunta al meollo de la crisis energética actual, que va más allá de Ucrania y las tensiones con Rusia. Como toda materia prima de origen fósil, el gas natural es finito; y sin Moscú, esa finitud aflora. La cantidad de hidrocarburos que se pueden extraer del planeta es limitada y, a su vez, impone límites a lo que se ha mal llamado crecimiento económico, que no es sino crecimiento del PIB, un indicador que haríamos bien en guardar en el armario.

Depender como depende Europa de materias primas fósiles que, además de causar la emergencia climática, hundirán la economía el día en que falten, era muy poco inteligente ya antes de que Putin decidiera invadir Ucrania.

Las tensiones con Rusia han puesto a Europa frente a esta realidad de forma brusca, pero hace años que se sabe que la producción de gas y de petróleo –a menudo ligadas– van a ir declinando, obligando a unos cambios que van más allá del desarrollo de energías renovables. Porque la simple sustitución de combustibles fósiles por energías limpias es una quimera. No sirve de consuelo, pero las viejas consignas a favor del decrecimiento cuentan desde ahora con la razón histórica: el plan presentado por la Comisión para reducir el consumo del gas es, en gran medida, una propuesta decrecentista. Nunca lo admitirán, pero ahí estamos.

Aunque no solo. Antes de sucumbir a la evidencia y reducir el consumo energético, Europa aboga por quemar hasta los muebles. La propuesta presentada por la Comisión dice muy claramente que cualquier fuente de energía, incluido el carbón, será bienvenida si sirve para reducir la dependencia hacia Rusia. Las renovables son una recomendación: entre petróleo y renovables, elijan renovables; entre petróleo y nada, petróleo.

El primer problema de este planteamiento lo asume la propia Comisión, al admitir que no es suficiente e insistir en que, pese a quemar los muebles, será necesario consumir menos energía –de ahí las recomendaciones de ahorro–. La segunda resulta evidente: si en vez de gas, se quema petróleo o carbón, las emisiones de CO2 aumentan. La asociación Climate Action Tracker advirtió en junio que la búsqueda de alternativas al gas ruso en los países occidentales estaba poniendo en riesgo unos objetivos climáticos ya de por sí maltratados.

Las tensiones con Rusia obligan a hacer con prisas un trabajo que debería estar haciéndose desde hace años. La transición se podía haber dado de manera democrática, pausada y con la voluntad de poner freno a la crisis climática, pero si una movilización general hoy lejana no lo impide, todo indica –y el precedente que marca el conflicto con Rusia así lo subraya– que será por las bravas, a destiempo, sin demasiados miramientos democráticos y sin la menor preocupación por la habitabilidad futura del planeta.


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