La ciudad del espectáculo

Confieso que tengo una marcada debilidad por las investigaciones antropológicas, hoy por hoy injustamente desacreditadas como saberes colonizadores. La antropología, creo, contribuye mejor que cualquier otra disciplina al conocimiento de local, su arte es el detalle y la descripción minuciosa...

Confieso que tengo una marcada debilidad por las investigaciones antropológicas, hoy por hoy injustamente desacreditadas como saberes colonizadores. La antropología, creo, contribuye mejor que cualquier otra disciplina al conocimiento de local, su arte es el detalle y la descripción minuciosa pero su verdadero secreto es la mirada distante de hechos que nosotros, los nativos, no siempre percibimos porque están demasiado cerca.

El momento más intenso del libro, el único que puedo comentar en un espacio tan pequeño, es la comparación entre la fiesta y el linchamiento. Ambos acontecimientos son estudiados con el mismo marco conceptual, lo que permite extraer analogías sorprendentes. En la mirada de Goldstein, la fiesta de San Miguel celebrada en Villa Sebastián Pagador es una compleja y espectacular performance a través de la cual actores y espectadores construyen la identidad colectiva de la comunidad. La fiesta es color, risa, llanto, movimiento, música y ruido. Es un espectáculo inolvidable. Y aquí radica justamente su dimensión pedagógica: la experiencia de la fiesta no debe ser olvidada, es un teatro de la memoria que facilita la trasmisión cultural entre generaciones. Aun más: la fiesta es sobre todo un ritual político que permite representar el poder y la identidad de un grupo social.

El linchamiento es otro teatro de la memoria. Para sostener esta idea el autor describe incidentes de un linchamiento producido en 1995 y coteja las dispares interpretaciones de vecinos y forasteros. El libro adquiere mucha fuerza cuando al estudio de caso se sobreponen algunos de los celebres párrafos escritos por Michael Foucault en las primeras páginas de Vigilar y Castigar. Según Foucault, las ejecuciones y torturas practicadas en Francia en los siglos XVII y XVIII eran rituales políticos cuyo sentido no era simplemente el castigo del (presunto) criminal, sino la restitución de la soberanía del monarca, afectada por el crimen, en el cuerpo del condenado. El espectáculo debía ser inolvidable. Pero en el linchamiento no castiga el soberano sino el “pueblo”, actor y espectador, cuya acción es interpretada ambiguamente como una crítica a los poderes (inoperancia y corrupción en la administración de justicia) y como afirmación de su propio poder. Y concluyo con una cita de la Kristeva: “No podemos salir del espectáculo”.


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