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Vamos con las autonomías

Pero no es para abordarlo como un juego de niños, pues su complejidad afecta la esencia misma del nuevo modelo de Estado, Plurinacional y Autonómico, que está formalmente constituido. Tres son los componentes que van generar más controversia, y hasta posiciones que ojalá no se vuelvan...

Pero no es para abordarlo como un juego de niños, pues su complejidad afecta la esencia misma del nuevo modelo de Estado, Plurinacional y Autonómico, que está formalmente constituido.

Tres son los componentes que van generar más controversia, y hasta posiciones que ojalá no se vuelvan irreconciliables, entre los que deben convertir el debate conceptual en instrumento legal aplicable a la realidad boliviana: El pacto fiscal entre niveles  de gobierno, la distribución de competencias de  gestión entre tales niveles y, quizás lo más difícil, armonizar las discrepantes visiones socio-culturales sobre tierra y  territorio.

En el primero de esos aspectos, el Pacto Fiscal, es cada vez más protuberante que se debía haber avanzado en dilucidarlo “antes” de establecer constitucionalmente las competencias.

Las competencias nacionales, departamentales,  municipales, regionales e indígena-originarias-campesinas deberían ser el resultado de un pacto fiscal y no a la inversa. Ya algunas voces, todavía aisladas, han  comenzado a hablar inclusive de reforma constitucional, pero para muchos ese “remedio” podría ser peor que la “enfermedad”.

Y llegamos al tercer componente neurálgico de la Ley de Descentralización y Autonomías: la tierra y el territorio.

No se trata de algo mecánico como la simple  redistribución de  áreas del territorio nacional, incluyendo esta vez a comunidades y a pueblos indígenas, que de hecho ya están incluidos en las normas vigentes, entre ellas las que desde el 2005 replantearon objetivos y funciones del Instituto Nacional de Reforma agraria.

El nudo gordiano está en el concepto de “territorio”, que rebasa los márgenes meramente economicistas con los que aún se maneja el concepto “tierra”.

Existen dos visiones culturales de muy difícil conciliación. El de la tierra como instrumento para producción y reproducción de capital que, es, con variables, la que se suele llamar visión “occidental”. La otra visión entiende tierra y territorio con connotaciones místicas, es decir, designa un tipo de experiencia muy difícil de alcanzar, en que se llega al grado máximo de unión del alma humana a lo sagrado durante la existencia terrenal.

Conciliar, entonces, el extractivismo “capitalista” (en cualquier variable teórica) con esa visión persistente en los actores indígenas y comunitarios, será durísimo desafío.

Se podría argumentar – por ejemplo- que cierto nivel de extractivismo es un mal necesario para amasar los excedentes que permitan dar un salto industrialista.

Se podría plantear, también,  que esos emprendimientos aseguran ingresos importantes a las finanzas estatales (en todos sus niveles) para poder cumplir sus obligaciones, entre las que destacan el pago mensual de salarios y beneficios sociales para los más pobres. Así, como máximo, se lograría  una temporal “emulsión” entre posturas que se excluyen recíprocamente.

No es lo óptimo, pero habrá que apuntarle por ahora a lo deseable-posible, para no estancarnos en la constitución del nuevo modelo de Estado. Porque esto último sería peor.


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