Los “sonsos vivos”, personajes recordados y queridos en Tarija
Tarija siempre ha tenido personajes que de alguna manera se han convertido en parte de su misma ciudad y gente querida. Antiguamente y con cariño se los llamaba “Sonsos vivos”. Así entre ellos estaban la Mananina, el Atatau muelas, el Gringo Frazada, entre otros. Muchos son los escritores...



Tarija siempre ha tenido personajes que de alguna manera se han convertido en parte de su misma ciudad y gente querida. Antiguamente y con cariño se los llamaba “Sonsos vivos”. Así entre ellos estaban la Mananina, el Atatau muelas, el Gringo Frazada, entre otros.
Muchos son los escritores que han recogido la semblanza de estos personajes. Entre los consultados por El País está el libro Tradición oral de Ángel Zeballos Batallanos y el artículo publicado en Cántaro de Omar J. Garay Casal.
Estos textos relatan que el Atatau Muelas era un personaje ya de edad, con retardo mental, de ocupación “changueador” (cargador) y como tal merodeaba permanentemente por el mercado central, edificación conocida también como “La Recova”.
Tenía la estatura baja, la piel curtida por el sol, era delgado, llevaba una boina negra aunque descolorida por el tiempo, al estilo vasco. Siempre vestía un saco viejo y desaliñado y cruzando todo el tórax, asomaba un grueso y fuerte lazo de cuero trenzado, similar al que se usan en las haciendas ganaderas del Chaco.
Su característica principal era una constante y visible hinchazón en su quijada, que ocultaba y sujetaba permanentemente con un pedazo de tela amarrada por encima de su cabeza, como signo del “mal de muelas” que le aquejaba y; una lengua bola que asomaba continuamente por entre sus escasos y gastados dientes.
Como la mayoría de los trabajadores en estos lugares de mercadeo de productos, masticaba diariamente coca y libaba alcohol barato y de alto contenido etílico (alcohol de quemar), que por aquellas épocas se expendía en latas que eran fabricadas por la industria azucarera local.
Así permanecía ebrio casi todo el tiempo, lo que le otorgaba una fuerza sobre humana para soportar todo tipo de carga sobre su cansada y estropeada espalda y un coraje a toda prueba para enfrentar a los que lo martirizaban.
Margarita Reyes relata que su abuelo le contaba que este hombre soportaba sobre sus espaldas canastas de pan de todo tamaño y peso, enormes cajas de madera que contenían infinidad de frutas, hortalizas, verduras y todo aquello que comercian las vendedoras de abarrotes en los mercados.
“Bolsas de todo tamaño y peso de artículos que los vecinos adquirían en la Recova y debían transportar hasta sus casas; así como enormes piezas o trozos de carne vacuna o de cerdo, cuando no se trataba de un animal entero, que se faenaban en el matadero municipal y algunos otros clandestinos y posteriormente transportados al mercado central, único por entonces en toda la ciudad”, detalla.
De acuerdo a Omar Garay tal sería el dolor que llevaba a cuestas, que la repetición del sobrenombre con el que lo rebautizaron los niños y jóvenes, importaba un verdadero calvario y suplicio que lo impulsaban a reaccionar violentamente, lanzando al provocador, piedras o cualquier objeto que tenía a mano o encontraba, aunque usualmente utilizaba una honda de tata o lanzadera de piedras, con la que se defendía de los insultos o agravios recibidos.
Era común encontrarlo rondando por cualquiera de las otras las calles de la ciudad, en actitud de apronte y de persecución a los muchachos que se animaban a insultarlo. Cuentan una vez que en inmediaciones de la avenida Víctor Paz Estensoro y en proximidades del Puente San Martín llegó a atrapar a un muchacho que instantes antes lo había insultado, lo amarró a un frondoso árbol y comenzó a flagelarlo a latigazos, ocasionando que intervengan algunos vecinos para salvarlo.
Otro personaje muy recordado en nuestra tierra es La Mananina. Su nombre de nacimiento era Marcelina pero ella lo pronunciaba como “Mananina” debido a problemas que tenía al hablar.
Vestía pollera, sombrero de chapaca y nunca le faltó un mandil de vendedora de mercado de color blanco, el que tenía un bolsillo grande en la parte delantera que le servía para portar sus pertenencias e inclusive una que otra piedra que utilizaba para lanzar a quienes le hacían burla.
Cargaba sobre sus espaldas un kepe o bulto donde guardaba todo objeto que le regalaban y, portaba siempre entre sus manos, una escoba con la que realizaba tareas de limpieza en las calles y que ocasionalmente usaba como arma para defenderse o atacar cuando se sentía insultada o humillada.
En otra faceta de su vida se refería a las personas masculinas como “mi novio” a las que perseguía, coqueteaba e incluso intentaba besarlas, luego de lo cual lanzaba una sonora risotada. Acto seguido estiraba sus manos, esperando que los interpelados le dejaran algún dinero.
Era petisa, lloraba y se quejaba de los insultos que le hacían los niños o jóvenes con la muletilla: “Mananina patas de gallina” con lo que lograban sacarla de quicio, luego de lo cual los corría hasta el cansancio hasta que llegaba la policía para denunciar a quienes la insultaban, sin obtener resultado alguno. Se solía verla parcialmente vendada en las manos y los pies, como cubriendo heridas en aquellas partes de su cuerpo.
Como casi todas las personas que cargaban con defectos físicos o limitaciones mentales, la Mananina vivía al desamparo del Estado, no tenía un sueldo o salario fijo, asistencia médica o social y sobrevivía únicamente de las limosnas y de algún dinerillo que se ganaba barriendo calles o negocios particulares. Como todos los desamparados, dedicaba la mayor parte de su tiempo a consumir bebidas alcohólicas, tabaco y a masticar hojas de coca.
“Dormía casi siempre en las puertas del Cine Gran Rex y sus días finales transcurrieron en el Manicomio Pacheco de la ciudad de Sucre, donde fue llevada por gestiones de un grupo de damas voluntarias y por pedido de vecinos y autoridades. En realidad la verdadera herida que laceraba su existencia, tiene que haberla cargado en el alma, ante tanto sufrimiento y desconsideración con la que la vida la trataba”, cuenta Garay.
La sociedad de antaño según agustín morales
Clase alta
Según Agustín Morales en su libro Estampas de Tarija, la gente llamada de la alta “sociedad” no era orgullosa ni poseedora de títulos, rancia nobleza o privilegios, simplemente se destacaba por los apellidos conocidos de claro origen español, posiblemente descendientes de los colonizadores. Se trataba de gente sencilla en su mayoría, y si es que alguna diferencia la distinguía, era que poseían una buena casa.
Clase media
El escritor Agustín Morales explica que después de esa “sociedad” existía una clase intermedia que estaba constituida por la gente de menos recursos; que si bien tenían sus casas más modestas, chicas o pequeñas propiedades, no gozaban de rentas como para poder vivir de ellas sin mayores preocupaciones. Esta “clase media” estaba constituida por empleados públicos y particulares, pequeños negociantes y artesanos destacados.
El pueblo
Y por último, se encontraba aquella capa social más extensa, aquella que era constituida por vendedores, artesanos y trabajadores modestos que formaban el “grueso” del pueblo y habitaban en los barrios de San Roque, parte del Molino, “Las Panozas”, “La Pampa” y los “extramuros” de la ciudad. En este grupo social las mujeres se caracterizaban por vestir de polleras y los hombres llevaban el traje más sencillo.
[gallery size="full" type="slideshow" ids="42234,42227,42228,42229,42239"]
*Basado en un artículo del suplemento Cántaro y el libro Tradición oral de Ángel Zeballos Batallanos*
Muchos son los escritores que han recogido la semblanza de estos personajes. Entre los consultados por El País está el libro Tradición oral de Ángel Zeballos Batallanos y el artículo publicado en Cántaro de Omar J. Garay Casal.
Estos textos relatan que el Atatau Muelas era un personaje ya de edad, con retardo mental, de ocupación “changueador” (cargador) y como tal merodeaba permanentemente por el mercado central, edificación conocida también como “La Recova”.
Tenía la estatura baja, la piel curtida por el sol, era delgado, llevaba una boina negra aunque descolorida por el tiempo, al estilo vasco. Siempre vestía un saco viejo y desaliñado y cruzando todo el tórax, asomaba un grueso y fuerte lazo de cuero trenzado, similar al que se usan en las haciendas ganaderas del Chaco.
Su característica principal era una constante y visible hinchazón en su quijada, que ocultaba y sujetaba permanentemente con un pedazo de tela amarrada por encima de su cabeza, como signo del “mal de muelas” que le aquejaba y; una lengua bola que asomaba continuamente por entre sus escasos y gastados dientes.
Como la mayoría de los trabajadores en estos lugares de mercadeo de productos, masticaba diariamente coca y libaba alcohol barato y de alto contenido etílico (alcohol de quemar), que por aquellas épocas se expendía en latas que eran fabricadas por la industria azucarera local.
Así permanecía ebrio casi todo el tiempo, lo que le otorgaba una fuerza sobre humana para soportar todo tipo de carga sobre su cansada y estropeada espalda y un coraje a toda prueba para enfrentar a los que lo martirizaban.
Margarita Reyes relata que su abuelo le contaba que este hombre soportaba sobre sus espaldas canastas de pan de todo tamaño y peso, enormes cajas de madera que contenían infinidad de frutas, hortalizas, verduras y todo aquello que comercian las vendedoras de abarrotes en los mercados.
“Bolsas de todo tamaño y peso de artículos que los vecinos adquirían en la Recova y debían transportar hasta sus casas; así como enormes piezas o trozos de carne vacuna o de cerdo, cuando no se trataba de un animal entero, que se faenaban en el matadero municipal y algunos otros clandestinos y posteriormente transportados al mercado central, único por entonces en toda la ciudad”, detalla.
De acuerdo a Omar Garay tal sería el dolor que llevaba a cuestas, que la repetición del sobrenombre con el que lo rebautizaron los niños y jóvenes, importaba un verdadero calvario y suplicio que lo impulsaban a reaccionar violentamente, lanzando al provocador, piedras o cualquier objeto que tenía a mano o encontraba, aunque usualmente utilizaba una honda de tata o lanzadera de piedras, con la que se defendía de los insultos o agravios recibidos.
Era común encontrarlo rondando por cualquiera de las otras las calles de la ciudad, en actitud de apronte y de persecución a los muchachos que se animaban a insultarlo. Cuentan una vez que en inmediaciones de la avenida Víctor Paz Estensoro y en proximidades del Puente San Martín llegó a atrapar a un muchacho que instantes antes lo había insultado, lo amarró a un frondoso árbol y comenzó a flagelarlo a latigazos, ocasionando que intervengan algunos vecinos para salvarlo.
Otro personaje muy recordado en nuestra tierra es La Mananina. Su nombre de nacimiento era Marcelina pero ella lo pronunciaba como “Mananina” debido a problemas que tenía al hablar.
Vestía pollera, sombrero de chapaca y nunca le faltó un mandil de vendedora de mercado de color blanco, el que tenía un bolsillo grande en la parte delantera que le servía para portar sus pertenencias e inclusive una que otra piedra que utilizaba para lanzar a quienes le hacían burla.
Cargaba sobre sus espaldas un kepe o bulto donde guardaba todo objeto que le regalaban y, portaba siempre entre sus manos, una escoba con la que realizaba tareas de limpieza en las calles y que ocasionalmente usaba como arma para defenderse o atacar cuando se sentía insultada o humillada.
En otra faceta de su vida se refería a las personas masculinas como “mi novio” a las que perseguía, coqueteaba e incluso intentaba besarlas, luego de lo cual lanzaba una sonora risotada. Acto seguido estiraba sus manos, esperando que los interpelados le dejaran algún dinero.
Era petisa, lloraba y se quejaba de los insultos que le hacían los niños o jóvenes con la muletilla: “Mananina patas de gallina” con lo que lograban sacarla de quicio, luego de lo cual los corría hasta el cansancio hasta que llegaba la policía para denunciar a quienes la insultaban, sin obtener resultado alguno. Se solía verla parcialmente vendada en las manos y los pies, como cubriendo heridas en aquellas partes de su cuerpo.
Como casi todas las personas que cargaban con defectos físicos o limitaciones mentales, la Mananina vivía al desamparo del Estado, no tenía un sueldo o salario fijo, asistencia médica o social y sobrevivía únicamente de las limosnas y de algún dinerillo que se ganaba barriendo calles o negocios particulares. Como todos los desamparados, dedicaba la mayor parte de su tiempo a consumir bebidas alcohólicas, tabaco y a masticar hojas de coca.
“Dormía casi siempre en las puertas del Cine Gran Rex y sus días finales transcurrieron en el Manicomio Pacheco de la ciudad de Sucre, donde fue llevada por gestiones de un grupo de damas voluntarias y por pedido de vecinos y autoridades. En realidad la verdadera herida que laceraba su existencia, tiene que haberla cargado en el alma, ante tanto sufrimiento y desconsideración con la que la vida la trataba”, cuenta Garay.
La sociedad de antaño según agustín morales
Clase alta
Según Agustín Morales en su libro Estampas de Tarija, la gente llamada de la alta “sociedad” no era orgullosa ni poseedora de títulos, rancia nobleza o privilegios, simplemente se destacaba por los apellidos conocidos de claro origen español, posiblemente descendientes de los colonizadores. Se trataba de gente sencilla en su mayoría, y si es que alguna diferencia la distinguía, era que poseían una buena casa.
Clase media
El escritor Agustín Morales explica que después de esa “sociedad” existía una clase intermedia que estaba constituida por la gente de menos recursos; que si bien tenían sus casas más modestas, chicas o pequeñas propiedades, no gozaban de rentas como para poder vivir de ellas sin mayores preocupaciones. Esta “clase media” estaba constituida por empleados públicos y particulares, pequeños negociantes y artesanos destacados.
El pueblo
Y por último, se encontraba aquella capa social más extensa, aquella que era constituida por vendedores, artesanos y trabajadores modestos que formaban el “grueso” del pueblo y habitaban en los barrios de San Roque, parte del Molino, “Las Panozas”, “La Pampa” y los “extramuros” de la ciudad. En este grupo social las mujeres se caracterizaban por vestir de polleras y los hombres llevaban el traje más sencillo.
[gallery size="full" type="slideshow" ids="42234,42227,42228,42229,42239"]
*Basado en un artículo del suplemento Cántaro y el libro Tradición oral de Ángel Zeballos Batallanos*