#JeSuisCharlie
“Por favor disfruta de forma responsable de esta caricatura cultural, étnica, religiosa y políticamente correcta”, es la frase que encabeza un cuadro en blanco, publicado por el caricaturista Robert Mankoff en la revista New Yorker en 2012.



Esta imagen, junto a muchas otras, ha circulado en las redes sociales, en repudio al atentado del pasado 7 de enero contra el semanario Charlie Hebdo, en París, Francia, que dejó un saldo de 12 muertos, entre ellos el jefe de redacción y tres importantes caricaturistas.El medio francés había recibido críticas, amenazas e incluso fue víctima de un ataque anterior. ¿El motivo? La publicación de una amplia serie de gráficas, que satirizaban a las religiones, entre ellas a la musulmana. De hecho, se sospecha que los responsables del atentado del miércoles forman parte de un grupo islámico extremista. Este fatal suceso ha generado una movilización masiva encabezada con la frase “Je Suis Charlie” (Yo soy Charlie, aludiendo al nombre del semanario). En Twitter se registraron más de 500 mil tuits con este hashtag y cientos de miles han portado una pancarta con las mismas palabras, dentro y fuera de Francia. A partir de ello, y más allá del instinto básico que defiende a la libertad de expresión, quisiera analizar ¿por qué es necesario defender a la caricatura? En abril de 2014 participé de un conversatorio en defensa de Alejandro Salazar. El caricaturista había recibido una serie de denuncias y amenazas, luego de publicar una sátira gráfica sobre el Carnaval de Oruro y la fatal caída de una pasarela. Hoy, considero importante retomar algunos de los argumentos planteados en ese entonces para responder a la interrogante presentada.Históricamente, la caricatura ha sido utilizada para generar conciencia social y política en contextos complejos y difíciles de modificar. Por ejemplo, durante la Reforma Protestante, en el siglo XVI, liderada por Martin Lutero. Desde entonces, se la reconoce como un instrumento de expresión ideológica, política, religiosa y social con dos importantes ventajas: al ser su contenido casi exclusivamente gráfico podía ser entendido por una cantidad mayor de personas (el alfabetismo era muy exclusivo); además, el uso de la sátira permitía generar cuestionamientos de manera “inteligente” (como explica Felipe González Alcázar, 2008, este tipo de humor ha sido reconocido como una “pretensión intelectual de primer orden desde la fundación de la poética”). Por lo mismo, la caricatura fue intensamente utilizada en otro importante proceso de cambio social, la Revolución Francesa. No por nada, hay registro de 1.500 grabados sátiros, entre 1789 y 1792, en publicaciones como Les Révolutions de France et de Brabant -de Camille Desmoulins- o les Révolutions de Paris -del editor Prudhomme-. La analista Annie Duprat (2002) afirma que en este periodo la caricatura se convirtió en un lenguaje político, caracterizado por la denuncia. En ejemplos posteriores, como la revolución rusa o las dos guerras mundiales, ese sentido se fue replicando. A partir de ello, se podría reconocer a la caricatura como protagonista de importantes transformaciones sociales. Incluso, desde la propuesta de Jurgen Habermass (1962) se podría constituir en una vía para generar la “esfera pública” ideal, al ampliar la participación de los actores sociales y profundizar la reflexión crítica sobre la realidad. Finalmente, los trabajos de Charb, Cabu, Wolinski, Tignous (dibujantes fallecidos en el atentado contra Charlie Hebdo) o los de Al-Azar han generado aquello, algo sublime y siempre desafiante: hacernos pensar. Sus inteligentes trazos han contribuido a cuestionar al poder, denunciar la injusticia, visibilizar lo inadvertido y expresar lo callado para promover un debate público amplio. Quizás por todo ello se han convertido en una amenaza para algunos. Y precisamente por lo mismo, considero necesario defender (una vez más) a la caricatura y firmar #JeSuisCharlie.