La invasión de Ucrania como batalla geocultural
La invasión rusa de Ucrania, iniciada en febrero de 2022, ha producido una serie de efectos materiales sobre el territorio ucraniano. Sin embargo, la guerra generó también otras consecuencias menos tangibles –pero no por ello menos significativas– vinculadas a los «efectos geoculturales»
Ya han transcurrido más de dos años desde que, en febrero de 2022, el Ejército ruso inició la invasión del territorio ucraniano. Sin embargo, el conflicto bélico –que es el de mayor envergadura que se ha desplegado en el mapa europeo desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial– no parece vislumbrar un final en el corto y el mediano plazo. Por el contrario, todos los días se publican noticias de nuevos bombardeos y enfrentamientos, e incluso se desarrollan acciones que hasta hace poco tiempo eran impensadas –como la incursión del Ejército ucraniano sobre el territorio ruso de Kursk realizada a principios de agosto de 2024– y cuyas consecuencias aún son difíciles de dimensionar. A pesar de que en las esferas oficiales rusas –y en los medios de comunicación propagandistas– se sigue hablando de una «operación militar especial», en la práctica se trata lisa y llanamente de una guerra iniciada por Rusia sobre el territorio y la población de Ucrania.
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Se han discutido en diversos lugares y de variadas maneras las causas de la invasión, pero hoy estamos lejos de llegar a un consenso sobre esa cuestión, ya que las respuestas varían notablemente de acuerdo con los posicionamientos geopolíticos e ideológicos de los enunciantes. Dentro de este periodo también se ha podido realizar un balance provisorio respecto de las consecuencias más inmediatas de la guerra, sobre todo en el territorio ucraniano, que incluye ciudades ocupadas, infraestructura urbana destruida, miles de personas muertas –dentro de las cuales debemos incluir a los más de 10.000 civiles asesinados por el Ejército ruso–, una cantidad mayor de heridos, desplazamientos demográficos y una importante crisis de refugiados, entre muchos otros efectos materiales de los cuales Ucrania tardará varios años en recuperarse.
Sin embargo, no quisiera ocuparme aquí de los móviles de la guerra ni de sus impactos materiales, sino de otros efectos generados durante estos dos años, no tan tangibles como los enumerados anteriormente pero no por ello menos significativos. En ese sentido, propondré una mirada de la invasión a Ucrania a través del abordaje de lo que podríamos llamar sus «efectos geoculturales» para, por un lado, intentar complejizar nuestro entendimiento sobre el conflicto y, por el otro, colaborar en una comprensión del comportamiento ruso dentro de una perspectiva de más largo plazo y cuyos alcances exceden su propio espacio específico.
Imperialismo y descolonización cultural
Uno de los efectos más notables de la invasión fue revigorizar el debate sobre el imperialismo ruso, cuestión que en ciertos ámbitos intelectuales –sobre todo vinculados a la izquierda– estaba relativamente ausente o no se abordaba con tanto ahínco como otros imperialismos. La invasión de Ucrania iniciada en febrero de 2022 –acción que es inseparable de la anexión de Crimea realizada por el Kremlin en 2014– abrió un espacio para la discusión respecto de los componentes imperialistas revitalizados por Vladímir Putin y de su conexión histórica con las herencias del Imperio ruso y la experiencia soviética. Los debates giraron alrededor de diversos tópicos, entre los que se destacan la impugnación del trato preferencial con que suelen contar algunos imperialismos al momento de ser analizados críticamente –como el estadounidense o el inglés– y el lugar que ha ocupado la ideología imperial del zarismo en el desarrollo de la identidad nacional en la Rusia actual1.
Un elemento menos convocante –pero no por ello menos significativo– fue el que involucró en las discusiones al imperialismo cultural ruso y su proyección sobre el espacio ucraniano. La consecuencia inmediata de estos debates se encarnó en el cuestionamiento y la impugnación de cualquier artefacto cultural ruso que estuviera presente en el espacio ucraniano. Si bien el proceso puede remontarse a 2015 –aunque en ese momento las discusiones solo estaban orientadas hacia la «descomunización»–, el inicio de la guerra habilitó con fuerza una suerte de «descolonización cultural» que supuso que las producciones artísticas rusas del pasado y del presente, y no ya solo las comunistas, pasaran a ser cuestionadas, cuando no directamente canceladas.
Esto alcanzó un punto álgido en noviembre de 2023, cuando la Rada –el Parlamento ucraniano– aprobó una ley que autorizaba el desmantelamiento de estatuas y monumentos de figuras rusas y soviéticas erigidos en todo el país. Caratulada en su canal de Telegram por el ministro de Cultura de Ucrania Oleksandr Tkachenko como «Ley Anti-Pushkin» –por el poeta decimonónico al que se considera el padre de las letras rusas–, la legislación apuntaba a limpiar el espacio público de artefactos asociados al imperialismo cultural, ya fuera zarista o comunista, para removerlos también de la herencia cultural ucraniana. En efecto, una de las primeras obras caídas en desgracia fue la estatua de Aleksandr Pushkin erigida en una de las avenidas principales de Kiev, que ya en octubre de ese año había sido blanco de activistas que la habían cubierto con una red roja para «desenmascarar la presencia de símbolos del imperialismo ruso y recordar a la sociedad que el proceso de desrusificación debe ser más activo», acción que acompañaron con un grafiti en la base de la estatua que decía «No se puede detener la descolonización»2. La acción no quedó reducida a la capital, ya que también hubo desmantelamiento de estatuas del poeta en las ciudades de Ternópil y Mukáchevo, entre otras. Detrás de estas acciones está el argumento de que la literatura rusa fue uno de los vehículos privilegiados para diseminar la ideología imperial y llevar adelante una colonización cultural del país3. Así, el combate contra los rusos no solo se daría a través de las armas sino también de la destrucción de símbolos y de cancelación de producciones artísticas.
La legislación aprobada en noviembre se suma a otra ley que el presidente ucraniano Volodímir Zelensky había firmado en abril de 2023 y cuyo objetivo era promover una «descolonización de la toponimia», ya que prohibía la inclusión de nombres de figuras rusas o de acontecimientos asociados a la experiencia comunista para designar cualquier espacio público ucraniano. Un caso bastante significativo al respecto fue el reemplazo –en agosto de ese año– del martillo y la hoz en el espectacular monumento a la Madre Patria –erigido en Kiev en 1981 como recordatorio de la Segunda Guerra Mundial– por el escudo de armas ucraniano y su renombramiento como monumento a la «Madre Ucrania», ya que se involucraba con un tema delicado dentro de la identidad nacional rusa como es el rol desempeñado por Rusia en el triunfo contra el nazismo4.
Para el Kremlin, estas acciones son interpretadas como la constatación de una supuesta rusofobia imperante en el mundo en general y en Ucrania en particular, y refuerzan su decisión de continuar y ampliar la diseminación global de su acervo cultural, cuya agenda se reconfigura de acuerdo con nuevos aliados internacionales. Un ejemplo de ello es el amplio programa de actividades culturales planificadas para conmemorar el 75o aniversario de las relaciones diplomáticas con China, que se cumple en 2024. Estas acciones suponen la organización en ese país del «Año de la Cultura Rusa» en 2025, proyecto que incluye el despliegue de una serie de exposiciones, conciertos y otras actividades culturales dentro del territorio chino. Como reconoció abiertamente Yevgueni Primakov –jefe de la Agencia Federal para los Asuntos de Colaboración con la Comunidad de Estados Independientes, Compatriotas en el Extranjero y Cooperación Humanitaria Internacional (Rossotrudnichetsvo, por su acrónimo en ruso)–, «el soft power sigue desempeñando un papel importante en las estrategias de política exterior y en las grandes decisiones de la política mundial. Reforzar la llamada diplomacia de segunda vía –que hace hincapié en los intercambios culturales y entre personas y en los contactos no oficiales– ayuda a promover una comunicación más eficaz y a establecer nuevos lazos comerciales»5.
En un plano más general, la guerra reforzó el trabajo que ya se venía realizando desde 2007 a través de la Fundación Russky Mir, un organismo estatal creado por Putin en 2007 con el objetivo de «promover la lengua rusa, como patrimonio nacional de Rusia y aspecto significativo de la cultura rusa y mundial, y apoyar programas de enseñanza de ruso en el extranjero»6. Esta institución está a tono con la ideología del russky mir («mundo ruso», donde el adjetivo se expresa en su acepción étnica y no política), que supone la existencia de una civilización rusa –dada a través de su lengua, su cultura y religión– que se encontraría amenazada por fuerzas extranjeras y cuya supuesta unidad se habría perdido luego de la disolución de la Unión Soviética en 1991. En ese argumento puede encontrarse uno de los móviles de la invasión de Ucrania, pero también los fundamentos para los esfuerzos desplegados por las diferentes Casas de Rusia abiertas en más de una decena de países, como Argentina, Brasil y Estados africanos como Burkina Faso. Estos «centros culturales» financiados por el Estado ruso organizan actividades como la enseñanza del idioma, programas educativos, concursos culturales, conferencias, conciertos y viajes de promoción al país, entre muchas otras, en su búsqueda por implantar –muchas veces a través de intentos exagerados y forzados– la importancia cultural de Rusia en el mundo. Como sintetizan Nadiia Koval y Denys Tereschenko, «tanto en la teoría como en la práctica, desde el típico punto de vista ruso, la diplomacia cultural es solo una manifestación de una política más amplia de operaciones de influencia dirigidas al mundo exterior»7.
El éxito de una política como la que propone el Estado ucraniano para estas cuestiones no está garantizado, y es cuestionable incluso que pueda ser efectivo ya que, como vimos, puede ayudar a alimentar el resentimiento victimizado del Kremlin. Por el contrario, un ejemplo como el del famoso periodista polaco Adam Muchnik podría ayudar a pensar en otras alternativas. El líder del movimiento Solidaridad –que había surgido hacia la década de 1980 precisamente para oponerse al dominio soviético– se puso a estudiar ruso en la cárcel para poder leer en su lengua original a Fiódor Dostoievsky y León Tolstói y describió esa experiencia «como una de las mejores de su vida»8.
Reconfiguración del orden geocultural
Otros de los efectos generados por el conflicto fue clarificar los objetivos de más largo plazo del Kremlin vinculados al lugar que ocuparía el país dentro de una eventual reconfiguración del orden geocultural. Apuntalada por una cruzada tradicionalista y conservadora que el putinismo viene ensayando desde al menos 2012, la estrategia se potenció notablemente con la guerra en Ucrania. De hecho, como sostiene el historiador Claudio Ingerflom, los móviles de la invasión no deben buscarse tanto en una defensa ante un eventual ataque occidental como en un intento ruso de conducir el reordenamiento de la hegemonía global a partir de nuevos valores y principios que se hallarían lejos del «Occidente decadente» y que, por el contrario, encontrarían salvaguarda en la tradición rusa: «no se trata de la resurrección del Imperio ruso ni de la urss, sino de algo mucho más amplio: reordenar el mundo sobre la base de nuevos valores. A nuevo orden, nuevos valores»9. Como expresó Serguéi Karagánov, uno de los consejeros más cercanos a Putin: «¿Qué hacemos con los últimos valores que han surgido, que rechazan la historia, la patria, el género y las creencias, con los movimientos agresivos lgbt y ultrafeministas? (…) Deberíamos combatirlos activamente, liderando a la mayoría de la humanidad a que adhiera a los llamados valores ‘conservadores’ o, para decirlo simplemente, a los valores humanos normales»10.
Hacia esa dirección apuntaron, por ejemplo, las diferentes leyes aprobadas en los últimos años que, entre otras cosas, prohibieron la propaganda de las «relaciones sexuales no tradicionales» (el eufemismo elegido para hacer referencia a la homosexualidad) y el cambio de género. Incluso hoy se analizan nuevos proyectos de ley en esa dirección, entre los que se destacan la prohibición de la adopción y la tutela de niños rusos por ciudadanos de países extranjeros donde se permite el cambio de sexo.
La lucha por un nuevo orden geocultural forma parte del debate público ruso y de las diatribas que constantemente se lanzan contra un Occidente «degenerado». Por citar un caso reciente, luego de que en julio de 2024 se presentara la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París –que incluyó escenas de lesbianismo y una particular escenificación de lo que se interpretó como la última cena de Cristo y sus discípulos–, algunas figuras destacadas de la política rusa aprovecharon para denunciar que Occidente no es más que una civilización en decadencia, en contraposición a la salvaguarda de los valores tradicionales que representaría Rusia. El presidente de la Duma Estatal Viacheslav Volodin, por ejemplo, expresó en su canal de Telegram que «las imágenes que se han hecho virales en la red muestran la degradación absoluta de la sociedad europea. Abusaron de la Biblia y ofendieron nuestros sentimientos, los sentimientos de los cristianos de todo el mundo». Volodin destacó además el hecho de que Rusia tomara «la decisión correcta de no televisar este oscurantismo» ya que «nuestros puntos de vista sobre la cultura, la educación y los valores espirituales difieren de los que imponen los políticos de los países europeos»11.
La guerra reforzó –o en todo caso fue la resultante– de una concepción del mundo compartida por Putin, sus consejeros y miembros de la elite –entre otros–, en la que el planeta es concebido como una amalgama de diferentes civilizaciones susceptibles de ser delimitadas en función de rasgos políticos, culturales y religiosos. En ese sentido, como sostiene el historiador Ilya Budraitskis, Putin vive en el mundo que imaginó Samuel Huntington en su libro El choque de civilizaciones12, donde el politólogo estadounidense dividió el planeta en ocho civilizaciones caracterizadas por su cultura política y por normas ético-religiosas que, en función de diferencias irreconciliables, estarían condenadas a enfrentarse más tarde o más temprano.
Para los ideólogos rusos, Rusia puede ser caracterizada como una civilización específica cuya existencia estaría garantizada por la continuidad milenaria del Estado, retomando no solo las afirmaciones de Huntington sino también a otros teóricos que en la Rusia decimonónica ya habían reflexionado en esa dirección, como Nikolái Danilevsky. En su libro Rusia y Europa (1869), el pensador conservador ruso explicaba que el mundo se dividía en diferentes civilizaciones y que la rusa se definía por la portación de una serie de rasgos vinculados al orden y la disciplina, entre otros. En ese sentido, el enfrentamiento con la civilización occidental era inevitable, ya que esta era la encarnación de una idea disolvente como la libertad. En línea con esos argumentos y más allá del conflicto puntual con Ucrania, lo que hoy estaría en juego para el presidente ruso es la necesidad vital de liderar una reconfiguración geocultural e imponer una nueva concepción del mundo donde la civilización rusa –y los valores que ella encarnaría– tengan un lugar destacado.
El presidente ruso sabe que cuenta con el apoyo de la Iglesia ortodoxa, lo que no es menor, ya que se propone no solo como el andamiaje espiritual del proyecto putinista sino también como su soporte ideológico. En el Segundo Foro Panruso del Concilio Mundial del Pueblo Ruso celebrado en Sebastopol en julio de 2024, por ejemplo, se solicitó al Parlamento que reconociera legalmente a los pueblos ruso, bielorruso y ucraniano como parte de un mismo pueblo indivisible y se reclamó una serie de reformas en el Código Penal de la Federación Rusa para sancionar a todos aquellos que desafiaran esa creencia13. Todas las fuerzas estarían así comprometidas en la cruzada de la reconfiguración geocultural. La invasión a Ucrania sería el primer paso –pequeño, pero determinante– dentro de una estrategia de más largo plazo y de mayor alcance territorial.
Contracultura y fisuras en el régimen autoritario
Finalmente, la guerra reforzó el costado autoritario del régimen de Putin, el cual se convirtió, luego de 2022, en una dictadura abierta que está dispuesta a sostener la guerra a toda costa. Esta condición se puso de manifiesto en la aplicación de la censura en el debate público y en la andanada de persecuciones y detenciones de cualquier persona que exprese el mínimo grado de oposición al gobierno, entre otras medidas represivas. Por otra parte, el reciente intercambio de prisioneros realizado con algunos países occidentales –en el que 16 presos políticos de Rusia fueron liberados a cambio de que regresaran al país espías rusos apresados, entre ellos el temible sicario Vadim Krasikov– no respondió tanto al humanitarismo de Putin como a su compromiso con el aparato de inteligencia que funciona más allá de las fronteras, y a la necesidad de enviar un mensaje interno de confianza que podría interpretarse como que el presidente nunca abandona a los suyos. A su vez, la designación en mayo pasado de Andréi Beloúsov como ministro de Defensa en reemplazo del histórico Serguéi Shoigú confirmaría los planes de Putin de continuar con la guerra el tiempo que sea necesario. La designación de Beloúsov, formado como economista y con pocos antecedentes en el área de defensa, está más vinculada a la necesidad de adecuar el presupuesto estatal para sostener el esfuerzo bélico que a una estrategia militar que por estos días se decide en otros lugares.
Sin embargo, el conflicto con Ucrania permitió ver que incluso en los regímenes más autoritarios hay también fisuras y tensiones internas. La rebelión encabezada por Yevgueni Prigozhin –líder del grupo paramilitar Wagner– en junio de 2023 no solo mostró las conexiones establecidas entre el Kremlin y un ejército militar privado –cuestión legalmente prohibida en Rusia–, sino que además puso al descubierto el descontento que había en una fracción de los combatientes respecto de la conducción ensayada por el Ministerio de Defensa, que en principio adquirió la forma de una insurrección que tomó la ciudad de Rostov y que portaba la amenaza de avanzar sobre Moscú. La rápida intervención del presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, y la sospechosa muerte de Prigozhin meses después de la asonada ayudaron a controlar los daños, pero la fisura ya se había producido. Aquí también pueden incluirse el atentado llevado a cabo en el Teatro Crocus de Moscú en marzo de 2024 –que dejó más de 140 muertos– y la reciente invasión del territorio ruso de Kursk por parte del Ejército ucraniano, dos sucesos que dejaron al descubierto ante la opinión pública el escaso margen de maniobra de la inteligencia rusa para prevenir daños sobre la población de su país.
Un caso significativo es el Put Domoy (Camino a casa), una agrupación conformada por las esposas de los reservistas enviados al frente surgida a través de las redes sociales. Si bien no es un grupo homogéneo en cuanto a la caracterización de la invasión, sus integrantes están de acuerdo en la necesidad de hacer retornar a los soldados movilizados luego del reclutamiento masivo lanzado en septiembre de 2022 y en el reclamo de que se respeten los derechos humanos de los soldados, como la atención de su salud psicológica. Además de contar con un canal de Telegram en el que publicita sus puntos de vista, el grupo también organizó algunas actividades públicas, como colocar flores en la Tumba del Soldado Desconocido o manifestarse durante las últimas celebraciones del Día de la Victoria, acciones temerarias en la nueva Rusia de Putin. Al principio el gobierno no quiso entrometerse, por el significado que suponía reprimir a mujeres que tenían a sus esposos combatiendo. Pero luego llegaron los previsibles ataques oficiales diciendo que el grupo es parte del plan desestabilizador promovido por Occidente. Finalmente, en junio de 2024, Put Domoy fue etiquetado como «agente extranjero», lo cual limitó enormemente su margen de maniobra. A pesar de ello, su canal de Telegram sigue activo, como así también las iniciativas de sus integrantes, lo que genera un eventual foco de presión molesto para el presidente.
También el activismo cultural y el arte se manifestaron en contra de la guerra. Respecto del primer caso, una constante guerrilla visual se viene llevando a cabo tanto en medios digitales como en intervenciones públicas pacíficas, a pesar del riesgo que ello conlleva. Todavía se pueden ver en las calles de las principales ciudades rusas –como Moscú, San Petersburgo y Ekaterimburgo– carteles, notas improvisadas, calcomanías y otras formas de intervención con inscripciones que dicen «No a la guerra», «Putin no es un zar», «No necesitamos la guerra», «Paz» y otras similares14. Las integrantes de la Resistencia Feminista Antimilitarista, por ejemplo, compusieron diversos «símbolos visuales surgidos espontáneamente, como cintas verdes esparcidas por las ciudades (en árboles y bancos, aunque nunca en mochilas, prendas de vestir o autos), grafitis, esténciles o pequeñas figuras de Lego que portan carteles minúsculos contra la guerra»15. Respecto del segundo caso, artistas como Victoria Lomasko y Timofey Radia produjeron diversas obras de arte en las que buscaron, simultáneamente, atacar el ideal belicista del putinismo y colocar un velo de oscuridad sobre el futuro de Rusia. Los artistas recuperaban así el viejo ideal del arte ruso como espacio de debate y de lucha, como un elemento más que busca fisurar el sistema dictatorial del putinismo.
La invasión a Ucrania iniciada hace ya más de dos años dejó en evidencia que el putinismo es un régimen que no solo se sostiene mediante la represión y la violencia, sino que también lo hace a través de la influencia cultural. La guerra, sin embargo, mostró asimismo que esta última dimensión es un espacio de disputa cuyos resultados no están dados de antemano, tanto dentro de Rusia como fuera de ella. Más allá del resultado final, y de las innumerables consecuencias materiales, los variados efectos geoculturales de la contienda pueden ser el punto de partida para una reconfiguración del lugar de Rusia dentro del orden global, así como para una reconsideración del futuro de Putin y su régimen.