Aceptémoslo: Trump es más coherente con el mundo actual
La política exterior de Donald Trump encaja y ha impulsado los tiempos que corren: es pragmática, proteccionista y aislacionista. Su nacionalismo y su tendencia autoritaria también lo han convertido en un ejemplo. Pero eso no lo hace un líder deseable, sobre todo en un mundo más inseguro
“Es el derecho de cualquier nación priorizar sus intereses”. Esta frase pertenece al discurso de toma de posesión de Donald Trump tras ganar las elecciones de 2016 en Estados Unidos. Casi ocho años después, el republicano volverá a la Casa Blanca y su visión de la política exterior sigue siendo la misma. No sólo eso: el mundo parece haber seguido esa premisa a rajatabla. Conflictos como la invasión rusa de Ucrania, la limpieza étnica de Azerbaiyán en el Alto Karabaj o la masacre de Israel en la Franja de Gaza prueban que el mundo cada vez se rige menos por el respeto a unas normas comunes y más por el egoísmo de los Estados. Incluso cuando eso implica el uso indiscriminado de la fuerza.
Trump se mueve como pez en el agua en ese mundo conflictivo. Es el prototipo de hombre fuerte: pragmático, nacionalista y de tendencia autoritaria. No tiene escrúpulos a la hora de negociar, reunirse y alabar a dictadores como Kim Jong-un o Vladímir Putin. Desdeña el multilateralismo y las soluciones globales, y no le cuesta anunciar medidas conflictivas e incómodas. En el contexto actual, su política exterior es mucho más coherente que la de Joe Biden, lo que la hace atractiva no ya sólo para sus votantes y herederos políticos, sino también entre sus contrincantes y otros líderes internacionales. Sin embargo, la coherencia no es sinónimo de buen hacer. La solución a mundos inciertos no es mayor pragmatismo, sino diálogo y multilateralismo, aunque eso signifique enfrentarse a contradicciones.
Trump no es hipócrita
Las tendencias autoritarias de Donald Trump encajan en un mundo donde el sistema de normas y la democracia están en decadencia. El Gobierno de Biden ya había evidenciado esto último. Una de sus primeras medidas en política exterior fue impulsar el Foro por la Democracia para fortalecer y priorizar los lazos entre los regímenes democráticos del mundo. Fue un fracaso: invitó a países como Irak, con un dudoso perfil en libertades políticas, y Estados Unidos siguió negociando, trazando alianzas y auspiciando a Estados poco democráticos. Esa contradicción, inevitable en muchos casos, se convirtió en una hipocresía evidente con el estallido de la guerra en Gaza en octubre de 2023. Mientras Biden defendía la protección del derecho internacional frente a regímenes autoritarios como Rusia o China, hacía la vista gorda con aliados de récord condenable como el Israel de Benjamín Netanyahu.
Trump no entra en contradicciones porque no critica el autoritarismo. Ha alabado el perfil de dictadores como Kim Jong-un y sus conexiones con el Kremlin sobrevuelan su figura desde que llegó a la Casa Blanca en 2016. Durante su primer mandato apoyó a Israel yendo más lejos que sus predecesores. Propuso un plan para el conflicto palestino-israelí que beneficiaba a los sionistas, reconoció a Jerusalén como capital del Estado hebreo y auspició los Acuerdos de Abraham, por los que varios países árabes normalizaron relaciones con Israel. Si los demócratas ya favorecían con la boca pequeña que Israel se convirtiese en el policía de Oriente Próximo mientras intentaban mantener el discurso del respeto a los derechos humanos, Trump no tendrá problema en abrazar abiertamente lo primero y desdeñar lo segundo.
Aunque ha sido elegido en las urnas, Trump encarna el auge del autoritarismo en el mundo. Prueba de ello son sus intentos por revertir el resultado de las elecciones que perdió en 2020 o el asalto al Capitolio de 2021. Una tendencia que se replica en otras democracias, con perfiles como Netanyahu, el indio Narendra Modi, el argentino Javier Milei, el salvadoreño Nayib Bukele o el húngaro Viktor Orbán. Trump es un modelo a seguir ya que legitima una forma de hacer las cosas desde el país más poderoso del mundo. El rechazo a la inmigración, el populismo, la conexión con la ultraderecha y con líderes tecnológicos como Elon Musk, su uso de las redes sociales y la simpleza de su mensaje unido a medidas unilaterales le han convertido en ejemplo para otros como él. Su influencia política trasciende fronteras y define la forma de hacer política en estos tiempos.
Pragmatismo, proteccionismo y seguridad
America first es una frase que Donald Trump repite tanto que casi parece haber perdido su significado. Sin embargo, es el lema perfecto para el imperio del egoísmo en las actuales relaciones internacionales. Las potencias cada vez miran más por sí mismas y por sus intereses estratégicos, sin importar cómo afecten al resto del planeta. Ocurre con la carrera por obtener recursos energéticos o esenciales en tiempos de crisis, pero también en la indiferencia hacia los conflictos o las violaciones de derechos humanos. Si bien las potencias europeas y Estados Unidos han ayudado a Ucrania a expensas de la crisis energética derivada de cortar lazos con Rusia, no han condenado los crímenes de Azerbaiyán en el Alto Karabaj o de Israel en Gaza. Mientras los demócratas encabezados por Biden hacían equilibrios entre el proteccionismo y los asuntos globales, Trump lo tiene claro: primero va su país; mucho después, todo lo demás.
Esta visión del mundo se traduce, por un lado, en un proteccionismo exacerbado. America first supone proteger los trabajos, industrias y capacidades de Estados Unidos a expensas del resto del mundo. Trump ya lo demostró en su primer mandato, con la imposición de aranceles a productos europeos y el inicio de una guerra comercial con China. Es una tendencia que continuó Biden, ampliando la competición con China a base de bloqueos tecnológicos o la implementación del Inflation Reduction Act, el plan de incentivos multimillonarios para favorecer la transición energética y reindustrialización en el país. Sin embargo, Biden se mostró abierto a dialogar con la Unión Europea, algo que Trump es poco probable que haga. Con todo, las similitudes económicas de las dos Administraciones demuestran que Trump fue quien marcó el camino a seguir con unas Maganomics que ahora promete potenciar con aranceles más altos.
America first también implica un predominio de la seguridad en las relaciones internacionales. Ante un mundo inseguro y conflictivo, los países priorizan protegerse por encima de construir un bienestar común. El mejor ejemplo es la OTAN. Trump ya criticó en su primer mandato a los miembros de la Alianza por no aumentar su gasto en defensa, pero este último año ha ido más allá. Aunque a raíz de la guerra en Ucrania muchos países europeos aumentaron sus presupuestos defensivos, el expresidente amenazó con no protegerlos de un ataque ruso si llegaba a la Casa Blanca y no aumentaban ese gasto. Aunque no cumpla esa amenaza, ya lanza un mensaje claro: la solidaridad estadounidense no está garantizada y los europeos tienen que poder defenderse por sí mismos. La doctrina de Trump es la “paz a través de la fuerza”, una paz impuesta por la superioridad militar, pero que también depende del egoísmo y la impredecibilidad. Así, el republicano se presenta como el líder en un mundo de países cada vez más solos ante el peligro.
Trump es coherente, pero no mejor
Donald Trump es el símbolo de lo oscuros que pueden ser los tiempos que corren. En 2016 ya supo ver que su defensa del proteccionismo y del aislacionismo encajaba con las tendencias globales. Tanto que su figura ha retroalimentado la deriva autoritaria y pragmática que propició su auge. Esa coherencia y anticipación le puede hacer parecer un mejor líder a ojos del mundo, un visionario. Alguien que se adapta a las necesidades globales y que sabe responder a ellas, colocando a su país a la cabeza de la construcción de un nuevo sistema global: uno más conflictivo e inestable. Los líderes autoritarios e impredecibles brillan en tiempos inciertos. Tras cuatro años de gobierno demócrata, Trump puede hacerlo de nuevo.
Sin embargo, esto no implica que Trump sea un líder deseable. La política exterior de Biden era hipócrita y contradictoria porque intentaba equilibrar dos realidades imposibles: el pragmatismo estratégico y las alianzas interesadas con la defensa del multilateralismo y las soluciones globales. Es un problema que enfrentarán todos los países: conjugar el interés nacional con el bien común. Y es irremediable fallar. Pero en ese fallo, en esa hipocresía, hay más voluntad de defender un mundo mejor que en el abrazo del pragmatismo y egoísmo que realizan líderes como Trump y los que aspiran a sucederlos. El futuro vicepresidente J. D. Vance ya apunta maneras al haber afirmado que Estados Unidos debe abandonar la política exterior “moralizante” por una práctica como la china: “La que construye carreteras y puentes y da de comer a los pobres”.
El mundo requiere más que nunca de diálogo y multilateralismo para afrontar los enormes retos que se le plantean. Es un camino inevitable, especialmente en un contexto de crisis climática. Tarde o temprano, los líderes globales tendrán que sentarse a negociar, tomar medidas que favorezcan aquello que rechazan: desde la inmigración hasta la descarbonización, pasando por el combate a amenazas compartidas. En ese momento, esos líderes como Donald Trump o sus sucesores tendrán que volver a ser tan hipócritas como aquellos a quienes vencieron. El problema está en qué estado dejarán el mundo en el proceso.