La geopolítica de Israel: historia, conflictos y recursos
Casi ochenta años después de su fundación, Israel se ha consolidado como una potencia regional. Con el apoyo de Estados Unidos, una economía dinámica, tecnología puntera y el acercamiento a los países árabes, ningún país de la región, ni siquiera Irán, tiene medios o incentivos para amenazarla.
“Soy sionista. Si no existiera Israel, no habría ningún judío a salvo en el mundo”. Son las sorprendentes palabras de Joe Biden en una entrevista el pasado febrero. El presidente estadounidense parece haber olvidado que cerca de ocho millones de judíos viven en paz y prosperidad en Estados Unidos. El sionismo nació a finales del siglo XIX, cuando Europa estaba marcada por los horrores del antisemitismo, pero más de cien años después persiste la idea de que los hebreos son un colectivo amenazado y que sólo la existencia del Estado de Israel puede garantizar su supervivencia, aunque sea a costa de los palestinos y trastocar la geopolítica regional.
Sin embargo, la situación de Israel ha dado un giro absoluto desde la fundación de las primeras colonias judías en Palestina a principios del siglo XX. Gracias al apoyo de Estados Unidos, Israel se ha consolidado como una potencia económica, tecnológica y militar. Con el segundo PIB más alto de Oriente Próximo, sólo superado por Arabia Saudí, Israel controla todas las fronteras de la Palestina histórica —colindando con Líbano, Siria, Jordania y Egipto—, así como sus recursos. Los Gobiernos árabes han aceptado la existencia de Israel. También lo han hecho los propios palestinos, incluido Hamás.
El ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023 pretendía interrumpir esta normalización de relaciones entre Israel y el mundo árabe. Pero también era una provocación para que la élite política israelí revelara sus verdaderas intenciones para Palestina, y han picado el anzuelo: varios ministros piden abiertamente la limpieza étnica de los palestinos e Israel se enfrenta a acusaciones formales de genocidio y crímenes de guerra. De hecho, el atentado del día 7 fue una anomalía en un conflicto en el que mueren muchos más palestinos que israelíes. Año tras año aumentan las colonias judías en Cisjordania, en un claro desafío a la legalidad internacional. Y, a pesar de todo, la consolidación diplomática de Israel sigue avanzando, y ningún líder estadounidense o de ninguna otra potencia va a desafíar por ahora esa tendencia.
Un satélite occidental en una región estratégica
Desde su fundación, Israel ha funcionado como un satélite de Occidente en Oriente Próximo, aunque esa no es la única razón de su creación. La idea de fundar un Estado judío ganó peso entre las élites europeas durante la Primera Guerra Mundial. En un contexto de necesidad económica, el Imperio británico buscó el apoyo de instituciones como la banca judía Rothschild, cuya financiación era clave para los intereses de la Corona en el extranjero y que también era una de las mayores promotoras del proyecto sionista. Otra razón para querer la salida de los judíos británicos de las islas era su cercanía con el movimiento obrero. Esto provocó la conocida Declaración Balfour, una carta pública escrita por el entonces ministro de Exteriores británico dirigida a Lord Rothschild en la que se prometía la creación de un “hogar judío” en Palestina.
Hasta entonces, se habían barajado varios lugares para este etno-Estado en África y América, pero Reino Unido acabó decidiéndose por la Palestina histórica por motivos geoestratégicos. Europa buscaba formas de dominar Oriente Próximo tras la desintegración del Imperio otomano en un contexto en el que el modelo colonial directo empezaba a estar cuestionado. Aunque los británicos ya habían prometido a los árabes hachemitas darles el poder en la región, querían asegurarse otras vías de control. Francia hizo lo propio impulsando la creación del Líbano como un enclave cristiano en una región musulmana. Además, para Londres era crucial controlar el Sinaí para proteger el canal de Suez y el tráfico marítimo del Imperio. Por si fuera poco, el descubrimiento de petróleo aumentó el interés europeo en la región.
El fin de la Segunda Guerra Mundial fue un momento clave para el sionismo. El antisemitismo, un problema centenario en Europa, alcanzó su máxima expresión con los horrores de la Alemania nazi. Sin embargo, en vez de garantizar la integración de los judíos en Europa, incluida la restitución de sus inmuebles y posesiones saqueados, los Gobiernos europeos optaron por externalizar el problema al mundo árabe, donde hasta entonces judíos y musulmanes habían convivido con relativa normalidad. Por otro lado, la guerra consolidó a Estados Unidos como la nueva superpotencia mundial, en detrimento de Francia y Reino Unido. Washington, que en un primer momento había mirado con cierto recelo el proyecto sionista, convirtió a Israel en su principal satélite en la región junto con el Irán del sah. La Guerra Fría acababa de empezar y también la URSS expandía su influencia a países como el Egipto de Náser o la República Democrática Popular de Yemen.
Los lazos entre Estados Unidos e Israel se consolidaron aún más tras la Revolución Islámica en Irán en 1979, con la que Teherán dejó de ser un aliado estadounidense y convirtió a Israel en su mayor enemigo regional. Cinco años más tarde, el entonces senador Joe Biden declaraba en el Congreso: “[Israel] es la mejor inversión que hemos hecho. Si no existiera, Estados Unidos tendría que inventar uno para proteger sus intereses en la región”. La subida de los precios del petróleo de 1979, unida a la crisis de los rehenes estadounidenses en Irán, fue una de las principales razones de la derrota electoral de Jimmy Carter en 1980, lo que demostró ya entonces el enorme impacto que tenía la geopolítica de Oriente Próximo en la política de Estados Unidos.
La relación entre Israel y Estados Unidos se ha matizado en las últimas décadas. Hoy, Israel es una potencia media con una agenda exterior diversificada: por ejemplo, tiene lazos estrechos con la Rusia de Putin, así como con India, Hungría, Marruecos o Centroamérica. Por otro lado, Estados Unidos ha matizado sus apoyos a Israel: durante su presidencia, Obama hizo las primeras críticas públicas al extremismo de Netanyahu y trató de mejorar la relación con Irán a través de un acuerdo nuclear al que se oponía frontalmente el primer ministro hebreo. Con todo, el cordón umbilical que une a Israel con Estados Unidos sigue intacto: el país importa el 70% de sus armas del gigante estadounidense, a lo que se unen miles de millones de dólares en asistencia económica directa, cobertura diplomática y conexiones culturales y empresariales. A pesar de las críticas de Biden a las masacres israelíes de la guerra de Gaza, el Gobierno estadounidense ha seguido vendiendo armas a Israel.
Por el camino, Israel se ha presentado a sí misma como el baluarte de Occidente en Oriente Próximo y “la única democracia” de la región, un país civilizado en un entorno salvaje. Los rankings internacionales de democracia avalan esta afirmación, pero estos índices no tienen en cuenta que el Gobierno israelí somete a Palestina a un apartheid. Además la tendencia autoritaria en Israel ha empeorado en los últimos años, entre otras, por la reforma del poder judicial por parte de Netanyahu. Otras veces, los supuestos avances sociales tienen un valor cosmético, como es el caso del conocido pinkwashing: Israel instrumentaliza al colectivo LGTBIQ+ para mejorar su imagen internacional, pero el matrimonio entre personas del mismo sexo sigue siendo ilegal y el ambiente de tolerancia se limita a Tel Aviv.
Controlar territorio y recursos en el corazón del Mediterráneo
La versión del sionismo que controla hoy la política israelí no se conforma con las fronteras reconocidas de Israel: pretende expandir el Estado judío a territorios palestinos como Cisjordania o Jerusalén Este o, en su versión más extrema, incluso a buena parte de Jordania, Líbano y Arabia Saudí. Ese proyecto no es sólo cuestionable desde el punto de vista ideológico sino también del histórico: la Franja de Gaza, por ejemplo, nunca fue parte de la Monarquía Unida de Israel (1047-930 a. C.), el reino de David y Salomón en el que los sionistas trazan el origen de su Estado.
Con todo, las fronteras oficiales de Israel ya son mucho mayores de las primeras que diseñó la ONU en 1947. Según el plan de partición, el Estado judío sería considerablemente más pequeño y quedaría dividido en tres zonas. Los palestinos se quedarían con Gaza, Cisjordania y una tercera zona en torno a Acre, fronteriza con Líbano, además de Yafa, la actual Tel Aviv. Sin embargo, ni los palestinos ni sus vecinos árabes aceptaron esta propuesta, que beneficiaba a los judíos dándoles más de la mitad del territorio pese a ser la población minoritaria.
Este desacuerdo desembocó en la primera guerra árabo-israelí (1948), pero los desplazamientos forzosos de miles de palestinos por parte de los israelíes habían empezado antes. Suele pensarse que la Nakba, la expulsión de 750.000 palestinos entre 1947 y 1949 es consecuencia de ese conflicto, pero en realidad es a la inversa: los judíos tenían un plan deliberado de limpieza étnica que empezaron a implementar ya en diciembre de 1947. Actualmente, hay millones de palestinos refugiados en los países vecinos, más incluso que los que viven en Gaza, Cisjordania o Israel. Para ocuparse de ellos fue necesario crear la UNRWA, la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos.
Desde entonces, Israel ha seguido extendiendo su control territorial a costa de Palestina y los países vecinos. Esta expansión responde entre otras razones a una cuestión material, empezando por el factor demográfico: en Israel más de nueve millones de personas conviven en un territorio de solo 22.000 kilómetros cuadrados, con una densidad de 423 personas por km². Por comparación, la densidad media de población europea es de 109 personas por km², y la de Estados Unidos, de 37. La población palestina en Gaza y Cisjordania todavía está más saturada, y a pesar de ello crece a mayor ritmo. Como contrapeso, los Gobiernos israelíes han empleado ayudas económicas para aumentar la población. Los judíos ultraortodoxos contribuyen a mantener intencionalmente alta la tasa de natalidad en Israel, lo que les lleva a necesitar todavía más suelo para sus asentamientos en Cisjordania.
Aunque los asentamientos son ilegales según el derecho internacional, Israel lleva décadas impulsándolos. En el último medio siglo, se han construido más de cien colonias en Cisjordania, con una clara tendencia a la alza. Unido a la construcción de un muro de más de setecientos kilómetros, el resultado es que el territorio palestino está dividido en núcleos inconexos que dificultan su habitabilidad y desarrollo económico. La última anexión de suelo cisjordano, de doce kilómetros cuadrados, se ha producido este mismo julio de 2024. Israel también ocupa cada vez más espacio en Jerusalén Este, además de los Altos del Golán sirios y las Granjas de Sheeba libanesas. Los israelíes también ocuparon la península del Sinaí egipcia entre 1956 y 1957 y entre 1967 y 1982, y una ancha franja del sur del Líbano entre 1978 y el 2000.
La búsqueda de recursos juega un rol esencial en el expansionismo israelí, empezando por el agua dulce. Israel obtiene el 33% de sus reservas de agua de los Altos de Golán, que nutren al mar de Galilea y al río Jordán. Cerca del 80% de las reservas de agua de Cisjordania están en manos israelíes, que además ha destruido los pozos palestinos. Israel también arrasa cultivos palestinos como los olivos o deniega permisos para acceder a los campos, mientras que el sector agrícola hebreo crece a pesar de que la mitad sur del país, el Néguev, es un desierto.
Israel exporta productos agrícolas de lujo que se producen en los asentamientos coloniales de Cisjordania, lo que ha llevado al movimiento BDS (Boycott, Divestment, Sanctions, ‘boicot, desinversión y sanciones’), un movimiento de apoyo a Palestina, a pedir el boicot internacional de alimentos como los dátiles. Israel también usa el control de las fronteras para hundir el sector agrícola palestino. En 2016, por ejemplo, una startup palestina desafió el monopolio israelí en la producción de champiñones, pero a los pocos meses los retrasos deliberados en la exportación la condenaron al fracaso. Además, Israel firma acuerdos con terceros países para producir en su territorio, como es el caso de Marruecos, donde el cultivo israelí de aguacates está agravando la crisis hídrica.
Por otro lado, Israel ha sometido a Gaza a un bloqueo militar desde 2007, lo que le ha permitido sabotear el sector pesquero gazatí y la economía de la Franja en general. Se estima que hay millones de metros cúbicos de gas en la costa de Gaza, por un valor que podría alcanzar los 453.000 millones de dólares, que Israel quiere explotar. En octubre de 2023, coincidiendo con el inicio de la guerra en Gaza, el Gobierno israelí concedió las primeras licencias de exploración a compañías europeas, incluidas la italiana Eni y la británica BP. Israel posee grandes yacimientos de gas propios, pero todavía depende de Azerbaiyán y Kazajistán para obtener petróleo. Buena parte de este crudo llega a Israel a través de Turquía, pero el Gobierno turco siempre ha sido reacio a utilizar este recurso como herramienta de presión.
El gas no es el único valor económico que Israel ve en Gaza: la reconstrucción de la Franja tras la guerra será un negocio provechoso. Una empresa israelí, de hecho, ya imagina las primeras villas de lujo sobre las ruinas palestinas, y figuras como el yerno de Donald Trump reconocen abiertamente que la costa gazatí tiene un gran potencial inmobiliario. El Gobierno israelí publicó en mayo de 2024 el documento Gaza 2035, que imagina la Franja como una zona de libre comercio bajo el control de Israel, gestionada por una Autoridad de Rehabilitación de Gaza —sin condición de estatalidad— y en el que se exploten las reservas energéticas gazatíes. Mientras, miembros del Gobierno afirman en público que su propuesta es que la población de Gaza sea expulsada a países vecinos.
El plan Gaza 2035 plantea convertir la Franja en un hub tecnológico para empresas israelíes y propone construir varias líneas ferroviarias que la conecten con Egipto y Arabia Saudí a través de Jordania, buscando así el apoyo de los países árabes. Antes de esto, Israel ya llevaba años ofreciendo convertirse en un punto de acceso al Mediterráneo para los países del Golfo a cambio de la normalización de las relaciones. Ese era el empeño detrás del India-Middle East Corridor (IMEC), la iniciativa diseñada por Estados Unidos para conectar a India, el mundo árabe e Israel para competir con la Nueva Ruta de la Seda China.
Y es que las empresas juegan un papel clave en la expansión territorial israelí y algunas se benefician directamente del conflicto con los palestinos. Israel es uno de los países que más gasta en defensa, alrededor del 5% del PIB, y sus empresas militares, como IAI, Elbit o Rafael, tienen clientes en todo el mundo. La industria militar israelí ha desarrollado armas como el sistema antimisiles Cúpula de Hierro, los drones de combate Hermes o el software de espionaje Pegasus, que estas compañías prueban en escenarios de combate real y control de poblaciones en Palestina o Líbano antes de venderlos en el extranjero. De hecho, la tecnología es una de las grandes bazas comerciales de Israel: los sectores informático y financiero representan el 65% del PIB israelí y tanto las principales exportaciones como las importaciones del país tienen que ver con electrónica y circuitos.
Israel, una potencia geopolítica
Además de asegurarse el control de los recursos, las guerras de Israel en el último medio siglo han tenido otros objetivos de seguridad: garantizar su primacía en la región y aumentar su control territorial. Israel ha protagonizado varios conflictos por el control de lugares estratégicos, empezando por la guerra del Sinaí en 1956, en la que los israelíes, con el apoyo de Francia y Reino Unido, intentaron hacerse con el control del canal de Suez tras su nacionalización por parte de Egipto. Aunque la victoria fue para la coalición, la comunidad internacional no aceptó esta conquista, ni siquiera Estados Unidos, que buscaba reducir la influencia de Londres en la región.
Los otros dos grandes conflictos árabe-israelíes, en 1967 y 1973, también tuvieron que ver con reclamaciones territoriales. En el primero, la guerra de los Seis Días, Israel arrebató a Egipto la península del Sinaí por segunda vez y a Siria, los Altos del Golán, además de hacerse con Cisjordania, la Franja de Gaza y Jerusalén Este, que hasta entonces no controlaba. El Ejército israelí lanzó una polémica ofensiva preventiva ante el riesgo de un supuesto ataque árabe inminente, pero se cuestiona hasta qué punto esto fue solo un pretexto para declarar la guerra. Unos años más tarde, Egipto y Siria intentarían recuperar su territorio en la guerra del Yom Kippur (1973) pero acabaron siendo vencidos por Israel.
Pese a su victoria, Israel se vio forzado a negociar por el bloqueo árabe al petróleo y usó los territorios conquistados como moneda de cambio, poniendo como condición para su devolución la normalización de las relaciones. En 1978, en los Acuerdos de Camp David, el presidente egipcio Anwar el Sadat firmó la paz con los hebreos a cambio de recuperar el Sinaí. Siria, por el contrario, no accedió a estas presiones y desde entonces Israel ocupa los Altos del Golán de forma ilegal. También allí empiezan a llegar cada vez más colonos israelíes, que ya superan a la población de origen sirio. Siria, antaño un enemigo destacado de Israel, ya no representa ninguna amenaza desde la devastadora guerra civil que ha sufrido el país. De hecho, el Ejército hebreo se permite bombardear Damasco con frecuencia, incluso para atacar el consulado de Irán, como hizo en abril de 2024.
El otro vecino con el que Israel ha normalizado relaciones es Jordania, donde la influencia israelí es más discreta. La monarquía hachemita jordana depende de Israel para obtener agua y energía. Además, como también Egipto, Jordania importa una gran cantidad de material bélico de Estados Unidos, por lo que se ve obligada a plegarse a la agenda exterior de estadounidense de apoyo a Israel si quiere que el flujo de armas se mantenga. La debilidad de los regímenes árabes frente a Israel ha provocado intensas manifestaciones de apoyo a los palestinos a lo largo de los años, evidenciando la desconexión entre la ciudadanía árabe y sus élites políticas.
Después de Egipto, Jordania fue el segundo país árabe que reconoció a Israel, en 1994. Desde entonces, lo han hecho otros cuatro: Baréin, Emiratos Árabes Unidos y Marruecos (2020), y Sudán (2021), instigados por el entonces presidente Trump. Aunque lenta, la normalización de relaciones con el mundo árabe se está generalizando, y antes del ataque de Hamás parecía que el siguiente sería Arabia Saudí. El reconocimiento de Israel por parte de la monarquía saudí sería un punto de inflexión: sus reservas de petróleo y su condición de custodios de La Meca y Medina ha dado a Arabia Saudí una influencia especial en el mundo árabe-musulmán.
Por tanto, una nueva guerra entre los países árabes e Israel parece hoy impensable. En todo caso, los hebreos cuentan con una importante superioridad geoestratégica. Gracias a las conquistas territoriales de las últimas décadas, Israel controla el espacio aéreo y las aguas territoriales de Palestina, incluido el río Jordán, las fronteras con Jordania y Egipto, y los Altos del Golán sirios, un punto elevado desde desde donde pueden vigilar toda la llanura siria hasta Damasco. Además, su superioridad militar permite a Israel violar el espacio aéreo libanés o sirio casi a su antojo.
Los enemigos de Israel: Irán, Hezbolá, ¿Israel?
De la misma manera que los países árabes se han acabado plegando a las exigencias de Israel, lo mismo puede decirse en menor medida de las organizaciones palestinas. Los Acuerdos de Oslo de 1993, firmados por el primer ministro israelí Isaac Rabin y el líder palestino Yaser Arafat, crearon la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y sentaron las bases para la coexistencia pacífica y la devolución paulatina de Cisjordania y Gaza a los palestinos. Sin embargo, el pacto nunca llegó a aplicarse y el propio Netanyahu se vanagloria de haberlo torpedeado. Oslo preveía la división de Cisjordania en zonas de control palestino, mixtas, y de control israelí, con la promesa incumplida de que el Ejército israelí se retiraría pasados unos años.
Pero el pacto era solo un primer paso: no abordaba cuestiones como el control de Jerusalén, el retorno de los refugiados palestinos o el desmantelamiento de los asentamientos israelíes, y no apoyaba expresamente la solución de los dos Estados. Nunca ha llegado a implementarse del todo. Con la muerte del plan de Oslo, la ANP ha quedado totalmente subordinada a Israel. El Gobierno israelí supervisa incluso su recaudación de impuestos y controla Cisjordania gracias al muro y a que mantiene presencia militar permanente. Los principales hitos de la resistencia palestina, como la primera intifada, en 1987, han sido protagonizados por la población, no por los líderes de la ANP.
La otra gran organización palestina, Hamás, controla Gaza y está enfrentada con la ANP. No ha llegado a firmar la paz con Israel pero sí reconoció su existencia como Estado en su último manifiesto, de 2007. La posición del grupo se había suavizado en los últimos años, en parte por los cambios en su relación con Irán, el archieneimgo de Irán: la decisión del grupo palestino de no respaldar a Bashar al Asad, otro aliado iraní, en la guerra civil siria hizo que Teherán redujera su financiación a Hamás. Hasta 2023, Hamás dependía principalmente de maletines de dinero que entraban en Gaza desde Israel enviados por Catar con el consentimiento de Netanyahu, que veía en Hamás una herramienta para debilitar la causa palestina y creía que así mantenía la situación en Gaza bajo control. Los ataques del 7 de octubre demostraron lo errado de esta postura.
La amenaza militar directa más relevante que afronta hoy Israel es Hezbolá, la milicia chií libanesa, con gran apoyo económico y militar de Irán. Hezbolá se fundó en 1982 como respuesta a la invasión israelí del Líbano y desde entonces se ha convertido en el principal actor militar del país. Hace años que inició la transición hacia un partido político y se ha hecho con el control de importantes órganos de gobierno y recursos económicos. Funciona casi como un Estado dentro del Estado, con más poder que el Ejército libanés o el propio Gobierno en ciertas regiones. Pero eso también ha reducido sus incentivos para luchar contra Israel, pues se arriesga a perder su capital político en Líbano, como Hezbolá comprobó en una breve guerra en 2006.
El gran enemigo de Israel en la región, Irán, tampoco tiene apetito para un enfrentamiento directo. Como evidencia el acuerdo de 2023 de reconciliación con Arabia Saudí, con el que Teherán había estado enfrentado durante años, los persas no quieren trastocar la situación regional en buena medida porque se benefician de él. Incluso cuando Israel ha atacado directamente los intereses iraníes, como en el bombardeo al consulado iraní en Damasco en 2024, Irán ha tratado de evitar una escalada regional que no desea.
Por todo lo anterior, la única amenaza existencial exterior para Israel es el desarrollo de armas nucleares por parte de Irán. Los ayatolás tienen la capacidad de producirlas en el medio plazo y parecen haberse decidido a hacerlo, pero por el momento solo Israel tiene esta tecnología en la región. El arsenal nuclear israelí podría llegar a cuatrocientas cabezas nucleares, aunque el país nunca ha confirmado su existencia. Esta supremacía, unida al apoyo militar de Estados Unidos y la debilidad de sus vecinos, dan a Israel una seguridad que no se corresponde con el discurso de riesgo constante que la clase política israelí insiste en proyectar.
Casi ochenta años después de su fundación, Israel se ha consolidado como una potencia en Oriente Próximo. Con una economía dinámica, tecnología puntera, el apoyo de Estados Unidos y la aceptación de los países árabes, ningún país de la región, ni siquiera Irán, tiene medios o incentivos para amenazarla. Por tanto, el único riesgo relevante para Israel puede venir desde dentro: su deriva autoritaria y excluyente y sus masacres contra los palestinos están haciendo un gran daño reputacional al país, al que ya se investiga por genocidio y crímenes de guerra en los tribunales internacionales. Perder el respaldo de Estados Unidos sería fatal, y solo el 16% de los estadounidenses menores de treinta años quieren seguir enviando armas a Israel. Pero a menos que Washington entre en un declive completo o cambie de verdad su postura, nada amenaza la continuidad del proyecto sionista.