La población reclusa y el fiasco de la Justicia

El deterioro de la seguridad en las cárceles es también consecuencia de una pérdida absoluta de la confianza en la justicia y sus mecanismos

El dato relativo a la población carcelaria en Bolivia siempre ha sido elevado y evidentemente nunca ha sido una taza de leche, pero la alta conflictividad registrada en los primeros 40 días del año advierte de una situación no solo caótica, sino crítica.

El gobierno estima unas 31.000 personas recluidas en los diferentes centros penitenciarios, carceletas y otros recintos destinados a tal fin. Palmasola, Chonchocoro, El Abra y la propia cárcel de Morros Blancos son algo así como "la joya de la corona” de los negocios turbulentos que facilita la precariedad y la opacidad.

En todo el año 2024 murieron nueve personas en las diferentes cárceles; en 40 días de 2025 ya han muerto ocho, algunas en circunstancias ciertamente sospechosas: hubo acuchillados en las continuadas de las fiestas de Año Nuevo, hubo un hombre que asesinó a su pareja cuando la fue a visitar e incluso un muerto por arma de fuego en Palmasola.

El Gobierno promete “mano dura” para mantener el control en las cárceles, en una declaración que se alinea con lo estratégico electoral: hace tiempo que el ministro de Gobierno coquetea con los planteamientos de Nayib Bukele en El Salvador que le ha dado tantos réditos electorales, sin embargo, la gestión de los detalles carcelarios y la poca predisposición al cambio de la institución Régimen Penitenciario o sus administradores últimos, que es la Policía Nacional, dificulta que la solución pase por una aplicación estricta de la disciplina. Pero en unas cárceles que no cumplen ni un mínimo de requisitos de dignidad humana.

La Defensoría habla mientras tanto de la aplicación de leyes de indulto – incontables en la última década - y la incorporación de medidas que garanticen el cumplimiento de las detenciones preventivas fuera de la cárcel, es decir, sistemas de vigilancia remota como las famosas tobilleras electrónicas cuya implantación sigue siendo muy moderada, seguramente por ese otro factor que resulta determinante ante cualquier avance: los oscuros vericuetos de la administración de justicia en Bolivia.

Que la mitad de los presos en el país tengan la consideración de preventivos o estén a la espera de alguna audiencia o trámite judicial no es algo que les interese a los presos y tampoco a la entidad policial, sino que es el resultado de un sistema judicial por demás calamitoso, con demasiadas rendijas abiertas para que se cuele la corrupción.

Hace dos años se desató un escándalo luego constatar que numerosos presos peligrosos, incluso feminicidas, habían sido liberados por componendas de jueces, fiscales, abogados y médicos, y nada parece haber cambiado demasiado ahí.

Igualmente, las audiencias cautelares se siguen pareciendo demasiado a una subasta y cualquier sentencia de esas que no tienen demasiada visibilidad siguen generando debates sobre su imparcialidad, pues incluso aquellas de carácter más políticas y dictadas desde los más altos tribunales, están bajo sospecha.

El problema de que el poder judicial se convierta en uno más, siempre bajo sospecha, siempre bajo tentación, hace que el resto de la vida en sociedad no se observe desde el respeto a la norma sino más bien, desde el temor a caer en esa maraña. ¿Qué pues podemos esperar de entre la población reclusa en centros donde la reinserción es casi imposible y se convive con el delito a diario?


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