Sobre la valla de Aguas Blancas y Bermejo
El problema por tanto no tiene que ver con frenar los negocios de la frontera sino con establecer un relato de división de dos naciones que son hermanas, y que en la frontera son prácticamente indistinguibles
Bermejo está a 1.084 kilómetros de La Paz, Google Maps estima 18 horas de auto. Aguas Blancas está a 1.700 kilómetros de Buenos Aires y Google Maps estima 20 horas. Como sea, esta línea fronteriza está lejísimos de los verdaderos centros de poder y más allá de algunos documentales, siempre buscando el sesgo del escándalo o, peor, el estigma racial, por lo general son dos puntos remotos en el mapa y ajenos a las grandes dinámicas macroeconómicas, pero también a las grandes narrativas políticas.
Las fronteras son fronteras desde siempre, y desde siempre han sido difícilmente controlables, peor en territorios tan vastos y extensos como el sur de América. Por lo general los vecinos de un lado tienen lazos económicos y familiares con los del otro y viceversa. El pulso de la frontera es sin duda dinámico, atento a lo que se mueve, atento a las fórmulas y a los cambios. Es además un espacio de comprensión cultural, un espacio de identidad.
Es evidente que entre los países donde la cohesión económica es menor, las tensiones surgen a poco que cambian las tornas, pero por lo general se acaban encontrando los equilibrios a uno y otro lado para que la convivencia siga su curso.
La Cancillería boliviana ha estado comedida en su respuesta y sin entrar al trapo de lo que muy probablemente es una provocación para tensar las relaciones diplomáticas
Es la frontera, evidentemente, un espacio donde campa lo ilegal, que es el resultado de otros procesos mayores. Ni los bermejeños ni los aguasblanquenses son responsables de que a miles de kilómetros se siga demandando cocaína, o que nuestras empresas no sean capaces de producir bienes de primera necesidad, o harina o trigo. Sostener la paz social en la frontera implica graduar las expectativas y tener alternativas suficientes, algo que de momento no pasa.
Hace unos años eran los argentinos los que buscaban vender en Bolivia para encontrar un margen de ganancia mayor y hoy son los argentinos los que llevan ante la debilidad de nuestro cambio paralelo. Aún así, salvo las grandes operaciones de desvío de combustible, el impacto en las economías nacionales es perfectamente amortizable. Resulta curioso observar a los que hace unos años hablaban de destruir la Aduana y dejar que el mercado se regularice solo aplaudir ahora las políticas represivas de los vecinos, que además llegaron al poder con ese discurso.
Decir que el asunto de “la valla” de Bullrich es simbólico sería seguramente exagerar. El entrelazado medirá 200 metros entre la terminal de buses hasta las oficinas de Migraciones y Aduana del puerto de las chalanas. Algunos juran que siempre estuvo ahí. Por fuera siguen quedando 773 kilómetros de frontera entre Argentina y Bolivia e infinidad de puntos de cruce ilegal en el curso del río y a pie.
El problema por tanto no tiene que ver con frenar los negocios de la frontera, y basta con ver la nula atención que le dedican los bermejeños a estas iniciativas, sino con establecer un relato de división de dos naciones que son hermanas, y que en la frontera son prácticamente indistinguibles, pero que por las cuestiones de la política capitalina le interesa explotar al gobierno de Milei: “Los bolivianos tienen que entender que debemos defendernos del narcotráfico” señaló en su visita teatralizada la ministra de Gobierno Argentino empezando una obra para unan valla de 200 metros.
La Cancillería boliviana ha estado comedida en su respuesta a este asunto, seguramente calculando mucho mejor el impacto de semejante muro y sin entrar al trapo de lo que muy probablemente es una provocación para tensar las relaciones diplomáticas entre los dos países y enrarecer el ambiente en todo el continente.
Ahora, agitar la xenofobia suele ser un recurso fácil para cualquier gobierno en apuros y son muchos los bolivianos que viven en Argentina a todo lo largo y ancho de su territorio. Urge que la Cancillería mueva fichas y cohesione la política exterior sobre la base de la defensa de los Derechos Humanos, cada vez más cuestionados.