Las amenazas de Rafael Gómez

Cristian era un periodista enamorado de las cámaras que brillaba en el periodismo de denuncia social, y no es faltar a su memoria decir que los temas más pesados le costaban. Sí lo es, por ejemplo, sugerir que Mariscal se fue por su propio pie y no llamó a su mamá en siete años ni una sola vez.

El caso de la desaparición de Cristian Mariscal es un símbolo de la podredumbre de nuestra Justicia. Un ejemplo - más doloroso si cabe, porque realmente sí tuvo toda la atención mediática – de lo que cientos de familias sufren a diario cuando se enfrentan al pesado aparato acostumbrado a no hacer Justicia sino cualquier otra cosa.

Si con todas las cámaras de la prensa pendientes del caso se pudieron arruinar una tras otra todas las pruebas recolectadas hasta convertir la investigación en una caricatura, ¿qué será de las otras miles de familias anónimas que a diario peregrinan por despachos y estrados judiciales, oficinas policiales y cuadernos fiscales?

No importó que las crónicas periodísticas detallaran minuto a minuto cada paso que daban policías, fiscales y abogados, al menos en la primera fase. Todo costaba demasiado y los avances eran mínimos: los rastreos en San Jacinto, en Rosillas, las pruebas de luminol y demás se fueron llevando de a poco la vida de don Jaime Mariscal, rematado después cuando una a una se fueron arruinando tanto las pericias de ADN de las 13 manchas de sangre encontradas en la casa donde Cristian fue visto con vida por última vez; como la pericia informática que debía develar el contenido de llamadas y mensajes intercambiados entre los imputados – un centenar en la noche de la desaparición -; y posteriormente se desestimó la autenticidad del auto – encontrado por Plus TV en otro capítulo perverso – por una cuestión de burocracia.

Esto no hubiera pasado si a lo largo de toda la investigación no hubieran ido apareciendo, uno tras otro, personajes siniestros que se esforzaron en cuerpo y alma en que el caso no avanzara, en que todas las pruebas se fueran arruinando, y en sostener permanentemente que: sin cuerpo no hay delito.

Uno de estos personajes es Rafael Gómez, abogado de Gabriela Torres Araoz, que era la exconcubina de Cristian Mariscal y que era en ese momento también la hija de la pareja de su hermano, por cierto el único hombre varón que estaba en la casa la noche de la desaparición. Su declaración se redujo a un “no escuché nada” y ya.

Gómez no solo se dedicó a defender a Gabriela, sino que operó de forma hábil para generar la duda e imponer el criterio de la fuga o del suicidio, para eso no dudó en exhibir una supuesta pericia psicológica forense que presentaba a Mariscal como un desequilibrado con tendencia suicida, parte de una familia desintegrada y viciada.

Su trabajo era defender a Gabriela, pero siempre presentó argumentos descabellados apuntalando tesis conspirativas sobre las que no aportó ninguna prueba para denigrar al periodista y su familia, que no contemplada ninguna manera la desaparición voluntaria durante tantos años. Su último desvarío tiene que ver con una supuesta investigación que iba a destapar las ramificaciones del cartel de los Soles en Tarija integrado por altos mandos policiales y militares, y que al verse descubierto en su investigación, optó por huir. Parece no entender Gómez – acostumbrado a otras artes - que el objetivo de cualquier investigación periodística es publicar, no huir, y que si alguien tiene que huir, al menos, publica.

Cristian era un periodista enamorado de las cámaras – no cuajó, por ejemplo, en la redacción más anónima de este diario – que brillaba en el periodismo de denuncia social, y no es faltar a su memoria decir que los temas más pesados le costaban. Sí lo es, por ejemplo, sugerir que Mariscal se fue por su propio pie y no llamó a su mamá en siete años ni una sola vez.

Por eso siempre nos encontrarán al frente aquellos que tratan de ensuciar la memoria de un compañero. En El País no le tememos a las amenazas.


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