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A la espera de la revolución agraria

Cada 2 de agosto se vuelven a escuchar los viejos lemas de la Reforma Agraria, la lucha campesina, “la tierra para el que la trabaja”, etc. A casi 70 años de la Revolución del 52, y ya en el siglo XXI, tras trece años ininterrumpidos de Gobierno autodenominado indígena – campesino, las...

Cada 2 de agosto se vuelven a escuchar los viejos lemas de la Reforma Agraria, la lucha campesina, “la tierra para el que la trabaja”, etc. A casi 70 años de la Revolución del 52, y ya en el siglo XXI, tras trece años ininterrumpidos de Gobierno autodenominado indígena – campesino, las cifras no acaban de cuadrar como se esperaba.

Los niveles de importación y exportación de alimentos en Bolivia son bien paradigmáticos. En 2018 se prevé alcanzar los 2.000 millones de dólares de importación de alimentos por la vía legal, una cifra que se ha multiplicado por cuatro desde 2005, no del todo acorde al crecimiento económico. Los productos importados van desde tomate, grano y arroz hasta uva y hortalizas. Mientras tanto, la exportación se ha convertido casi en monoproductiva: la soya.

El exministro de Economía, Luis Arce Catacora, basó su modelo de desarrollo precisamente en una suerte de consumo interno de rutilante producción, sus ejemplos siempre giraban sobre la industria agroalimentaria que, teóricamente, su Gobierno estaba impulsando. Es curioso que en un marco mundial de déficit alimentario, que tira los precios hacia arriba, Bolivia se haya convertido en importador.

Existen ejemplos concretos que evidencian la falta de tino en este marco. 2013 fue declarado Año Mundial de la Quinua por las Naciones Unidas. Esto fue considerado el gran logro del excanciller David Choquehuanca en política internacional. Para entonces Bolivia era el mayor productor del mundo del producto. El grano andino, el grano de oro… multitud de metáforas se ensayaron en aquellos días. Las publicaciones de medio mundo ensalzaban las virtudes del grano y los cocineros más famosos del mundo ensayaban aplicaciones.

Datos de la Cámara Boliviana de Exportadores de Quinua y Productos Orgánicos (Cabolqui) de entonces indicaban que se habían comercializado en el mundo más de 100.000 toneladas del grano andino, de las que el 46% es quinua boliviana, 30% de Perú y 10% de Estados Unidos. El resto corresponde a volúmenes menores de otros países, entre ellos Ecuador.
En 2014, según datos de la FAO, Perú ya era el primer productor mundial logrando elevar su producción hasta las 44 mil toneladas. En 2016 Perú registró 79,269 toneladas de quinua, que representó el 53,3 por ciento del volumen mundial seguido por Bolivia y Ecuador, con el 44 y 2,7 por ciento respectivamente.

Es decir, en el Año Mundial de la Quinua se perdió el liderazgo mundial, apenas se logró incrementar la producción y sobre todo, se pagaron los efectos de la burbuja que en los precios en el mercado local supuso la adulación mundial. En la actualidad, con menos atención mediática, la quinua se ha convertido en producto de subsidio.

Experiencias similares se han vivido en Tarija, donde el Prosol no ha logrado blindar precios de los productos en los mercados ni generar algún tipo de agroindustria solvente en el país, y mientras tanto, el uso de suelos en toda la llanura chaqueña y cruceña se va convirtiendo en territorio de soya y nada más.

Algo falla cuando un proyecto indígena campesino de un Gobierno acaba convirtiéndose en un vergel de Monsanto y compañía y cuando cualquier iniciativa productiva en otra dirección, acaba salpicado de fracaso y corrupción. Es tiempo de volver a empezar.

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