Del Libro “La Batalla de La Tablada 200 Años” De: Juan Ticlla Siles:
La Batalla de «La Tablada» según sus protagonistas 1 Memorias1



Llegó por fin el 18 de marzo de dicho año 1817 sin que hubiesen podido proporcionarme ni los caballos ni las mulas ofrecidas, y me fue preciso partir en las peores de estas últimas que había traído el ejército en su retirada del Perú, y con la promesa de que me alcanzarían en el camino con cuantos caballos y mulas se agenciasen, y llevando un negro herrador y los herrajes necesarios en cargas.
La expedición partió llena de contento desde la plaza de Tucumán, en dicho día 18, después de haber sido proclamada por el señor general en jefe y por él que escribe estas Memorias. Según las instrucciones por escrito que llevaba del general, mi marcha debía dirigirse a la ciudad de Oruro, que quedaba como a cerca de 200 leguas a retaguardia de Salta.
Habiendo encontrado como a los cinco días de nuestra marcha una parte de yeguada en la falda de uno de los cerros que pasábamos, mandé algunos milicianos a reunirla y pudimos acorralarla en una rinconada estrecha, para ver si se tomaban algunos potros, de los que, en efecto, se encontraron unos pocos. Estaba yo parado a caballo en un extremo de la boca de la quebrada, cuando al salir éstos de disparada, tira su lazo uno de los soldados que se hallaban al otro extremo como para tomar el animal a quien le cayere, y la armada de éste, en vez de caer sobre las yeguas, cae sobre mi cabeza y se me ciñe por los ojos.
En el acto de sentirlo, al mismo tiempo que se me ceñía logré meter el dedo índice de la mano derecha entre el lazo y la cara, y ya, al arrancarme de mi caballo la furia con que los animales llevaron el lazo por delante, pude lograr zafarlo, pero después de haber quedado aturdido, y con el dedo, ojos y orejas, desollados o quemados por el lazo, siendo la causa el estar el otro extremo de él prendido a la cincha del soldado.
Quedé por mucho rato viendo visiones y marché unos cuantos días ciego, porque se me formó una costra sobre los dos ojos que apenas me permitía vislumbrar un poco. Esta fue la primera desgracia de mi marcha.
Como a los ocho días llegamos al valle de San Carlos, sin otra novedad qué la de dos desertores de una de las compañías, y por la tarde, ya al ponerse el sol, se me presentó un oficial de milicias de Tucumán conduciendo 74 caballos de buen servicio, como para reserva, y un oficio del señor general, en que me comunicaba con pesar ser esos los únicos caballos buenos que le habían presentado sus comisionados, por estar en extremo estropeadas todas las caballadas, de resultas del servicio, y, creo, de la escasez de pasto que hubo en dicha fecha.
Contesté al general manifestándole mi pesar al verme privado del principal elemento en una marcha tan dilatada y expuesta, pero consolándolo con la idea de que yo sabría proporcionármelo pronto en Tarija. Al siguiente día continué la marcha, pero resuelto ya a variar de dirección, separándome de las instrucciones del general. Por consiguiente, marché hacia los campos del marqués de Yavi por Casavindo, con el ánimo de atravesarlos y dirigirme a Tarija, que estaba guarnecida por el batallón Gerona, en número de 400 y más hombres, incluso un escuadrón de caballería.
Al cruzar dichos campos de noche, fui informado por mis hombres de hallarse una partida enemiga en número como de 30 hombres en uno de los puestos del marqués, y destiné en el acto al teniente Cortés, de húsares, con 40 hombres de su compañía y una mitad de infantes del 2, a sorprenderla. A la madrugada estaba logrado el objeto y toda la partida en nuestro poder, excepción de tres hombres que escaparon y de cuatro o cinco muertos, sin más desgracia que la de un soldado herido y muerto el valiente oficial. Se le tomó a dicha partida, a más de unas armas, algunos caballos y mulas, pues eran los más de infantería.
Logré atravesar dichos campos sin haber sido descubierto por nadie más que por dos o tres indios que encontramos en dos ranchos, a los cuales llevé presos hasta Tarija, pues los tres enemigos que escaparon no distinguieron más que una partida que ganó la puerta a sus compañeros. Así que tomé la partida pasé el parte al general, avisándole, por medio de la clave que llevaba al efecto, las razones que me habían obligado a tomar la dirección a Tarija separándome de sus instrucciones. En toda mi marcha tuve la precaución de llevar presos en la prevención a cuantas personas veían nuestra fuerza, ya fuese de algún rancho que encontrásemos en el paso, o ya a las postas de algún rebaño de ovejas o llamas que descubrían mis observadores de los flancos. Mi objeto al tomar una medida tan cruel era el de librarme por este medio que las personas que nos veían de cualquier sexo y edad transmitiesen la noticia.
Un día antes de llegar a Tarija me alcanzó una comunicación del señor general en jefe en que, contestándome a la que le dirigí de San Carlos, indicándole que yo me proporcionaría los caballos en Tarija, se quejaba amargamente por haberme separado de sus instrucciones, pero con tanta fuerza, que me ofendí de reproche tan injusto, en mi concepto; porque siendo los caballos el primer elemento para la empresa, no parecía propio que me lo hiciera quien no me los había proporcionado y mucho menos cuando, de seguir sin ellos la ruta que se me indicaba, marchaba de seguro al precipicio, sin conseguir el objeto que el general se había propuesto.
Contesté, pues, esa noche, que mal podía reñir a un jefe, a no apartarse, en presencia de los obstáculos, de las instrucciones que se le habían dado desde una inmensa distancia y sin conocimiento de ellos; que, al menos, siendo yo general jamás quitaría a un oficial que comisionara la libertad de obrar en sentido contrario si la fuerza de las circunstancias y su inteligencia se lo aconsejaban; pero que, en cambio, le haría pagar con la vida, si preciso fuese, las faltas que cometiera por su imprudencia o falta de tino.
Despachado el chasque, continué a esas mismas horas descendiendo la cuesta a los valles, al sur de Tarija y resuelto a sacrificarme para hacerle conocer a mi general el acierto de mi deliberación. Al descender ya al llano, fui informado por mis hombres de hallarse un escuadrón de caballería enemiga con algunos infantes en el valle de la Concepción; y variando inmediatamente mi marcha casi a la izquierda, por una quebrada, me dirigí a Tarija, dejando esta fuerza a mi derecha. Logré proveerme en dicha quebrada de algunos caballos y aceleré mis marchas hasta que fui descubierto por las fuerzas de la plaza, cuando me hallaba como a 14 cuadras, a las tres y media de la tarde del 20 de abril.
El coronel Ramírez, jefe del batallón Gerona, que había quedado con el mando de la provincia por haberse marchado a Potosí días antes el brigadier Álvarez que lo mandaba, mandó tocar generala en el momento de descubrirnos, y notando que mi columna apuró al galope al sentir dicho toque, creyó que éramos los gauchos tarijeños del comandante Uriondo, que existían en la provincia, hostilizándolos. En este supuesto, observando que ya descendíamos de los altos de la Tablada al río que está a orillas del pueblo hacia el Poniente, salió precipitadamente con su cuerpo, diciéndoles: «Vamos a correr a estos gauchos».
Yo, que iba con mis dos piezas montadas, mandé desplegar en batalla a mi caballería con el frente a la columna enemiga, que empezaba ya a pasar el primer brazo del río, y desplegué en guerrilla dos compañías de infantería. Ramírez, que advirtió que no eran gauchos los que desplegaban con tanta precisión bajo los fuegos ya de su columna, pasó en el acto, y contramarchó de carrera así que vio disparar mis dos piezas sobre su columna, pero perseguido ya por las dos compañías de cazadores y los húsares, que anduve los cargaran.
Fue ejecutada con tanta precisión esta carga que apenas tuvieron tiempo de ganar la plaza, que tenían atrincherada desde una cuadra en circunferencia. Ocupé en el acto con mis tres compañías de infantería y las dos piezas el alto de San Roque, que domina a la plaza a tiro de cañón, al Cabildo que ganaron sus tropas; suspendí el fuego y mandé un parlamento intimando la rendición en el término de media hora.
El parlamento fue recibido y regresó luego con una contestación altanera del jefe enemigo; mandé continuar el fuego de cañón sobre la plaza e hice que penetrara mi caballería a los puntos más principales del pueblo, dejando completamente encerrado al enemigo. Por la noche hizo repetidos esfuerzos por salirse el teniente coronel graduado Andrés Santa Cruz, que era entonces el que mandaba el escuadrón que yo había dejado a mi retaguardia en el valle de la Concepción, por no hacerme sentir por los de la plaza; pero todos sus esfuerzos fueron vanos: igualmente que los que repitieron durante toda la noche, los diferentes chasques que despachó el jefe sitiado, ya a la fuerza de Santa Cruz que estaba en dicho valle, como al general Vivero, que se hallaba en Cinti con otra división. Era tal la vigilancia con que estaban cerradas todas las avenidas, que los chasques que no fueron tomados se me presentaron pasados.
Aclarado ya el día, me da parte la guardia que había dejado en la banda opuesta del río de que aparecía una fuerza por el camino que habíamos traído, y en seguida descubrimos los polvos que hacía la columna; marchó inmediatamente en persona con una escolta de 12 hombres a reconocer dicha fuerza, haciendo que me siga de paso la guardia avanzada de 20 húsares, que me había dado el parte, cuando al subir a la Tablada, que está a un poco más de un cuarto de legua del pueblo, me da noticia la descubierta de que los enemigos estaban ya encima.
En el acto de recibirla y cierto ya que era el escuadrón que había dejado a mi espalda en el valle de la Concepción mando corriendo a mi ayudante Victorio Lorente a pedir a mi segundo, el sargento mayor de artillería Antonio Giles, que mandara al instante al capitán de la primera de húsares Mariano García con su compañía, y subiendo yo precipitadamente a la Tablada, descubro ya sobre nosotros al escuadrón enemigo marchando en batalla y con 40 infantes dispersos en tiradores a su frente.
El lance era crítico y peligroso. Llorente no había todavía hablado al mayor Giles; los enemigos habían subido a las torres y tejados y me observaban. Era, pues, preciso o volver a escape acuchillado por el escuadrón, dando a mi tropa el disgusto de ver huir por primera vez a su jefe, o aterrar al enemigo con mi audacia precipitándome sobre él. Elegí sin vacilar este último partido y mandando en el acto salir por mi derecha al ayudante de húsares Manuel Cainzo con diez hombres y con ocho al aspirante Lorenzo Lugones por mi izquierda, doy atronadamente la voz de «¡Carabina a la espalda y sable a la mano, a ellos, que son unos cobardes!», y mandando tocar a degüello con el trompeta de órdenes que iba a mi lado me precipito al centro con los 14 hombres y el oficial de la partida que me quedaba y seguido con igual ardor por las dos pequeñas partidas de mis flancos.
Los enemigos tiradores, que habían roto ya sus fuegos, al ver separar las dos partidas a los flancos, vuelven la espalda así que sienten mi voz, y son acuchillados en el acto. El escuadrón que presenciaba este espectáculo, que venía mandado por el capitán Vaca, cinteño, y que me conocía, se aterró y se puso en fuga, pues era compuesto en parte de milicianos. Fue tan rápido este suceso, que cuando el capitán García salió a escape al campo de la Tablada, me encontró acabando de reunir 40 prisioneros que había yo tomado, acuchillando los más de ellos.
Recorrimos de vuelta el campo por donde los había perseguido y se encontraron 63 hombres muertos, sin haber tenido más desgracia que el negro herrador, que marchaba a mi lado, muerto, y tres o cinco heridos levemente. Regresé, pues, envanecido de tan prodigioso triunfo, y entré al pueblo proclamando a mis tropas; y así que me incorporé a mi segundo, que ocupaba el alto de San Roque con las tres compañías de infantería y las piezas, entre atronadores vítores, escogí dos de los prisioneros que estaban más heridos, y dándoles dos pesos a cada uno los mandé a reunirse a sus compañeros de la plaza, diciéndoles: «Vayan ustedes a contar a sus compañeros cómo pelean los soldados de la patria; díganles que ustedes son testigos oculares de quedar muertos en el campo 63 de sus compañeros, y que si no se me entregan a discreción fiados de mi clemencia, serán muy pronto pasados a cuchillo». Estos pobres se resistieron a marchar, diciéndome que no querían volver a exponerse incorporándose a unos enemigos a que sólo podían servir forzados; más los obligué e hice marchar acompañados hasta cerca de la trinchera más inmediata.
Mientras tanto había ya hecho avanzar una fuerza por entre las casas y ocupar los tejados que dominaban el cuartel enemigo. Así que los dos heridos se aproximaron a la trinchera, subieron a ella sus compañeros y dándoles las manos, los ayudaron a hacer lo mismo. Yo había mandado cesar el fuego para observar el efecto que producía en la plaza el envío de dichos hombres, quienes así que entraron fueron conducidos a ella.
Luego que hube dado tiempo a que el jefe enemigo se impusiera de cuanto había yo encargado a dichos prisioneros y observé las carreras de los ayudantes por la plaza, llamando, según las apariencias, a los jefes a junta, mandé al ayudante de mi cuerpo, Manuel Cainzo, en calidad de parlamentario, a la plaza, con la siguiente intimación de oficio: «Si el jefe que guarnece esta plaza no se rinde a discreción en el término de cinco minutos será pasado a cuchillo, igualmente que su tropa».
Así que el parlamento se anunció a la trinchera más inmediata salieron dos oficiales a recibirle la comunicación; pero habiendo aquél manifestado que llevaba orden de entregarla sólo al jefe enemigo en persona, siguió corriendo uno de ellos a la plaza y volvió al instante con la orden para introducirlo vendado.
Al poco instante de haber sido introducido el parlamento, pues todo lo descubrí yo desde la altura que ocupaba, regresó éste acompañado por el jefe enemigo hasta mi campo y me entregó una capitulación escrita que venía a solicitar. Impuesto yo de ella, y observando que el hecho mismo de venir el jefe de la plaza a solicitarla por sí manifestaba su debilidad, quise ser generoso. Le contesté, dándole la mano: «El venir usted mismo a solicitar esta capitulación me hace conocer su estado, pero me manifiesta también que usted ha venido confiado en que no abusaría yo de mi posición: está concedida».
La capitulación estaba reducida a que se les permitieran a los jefes y oficiales el uso de su espada y uniforme y que se respetaran sus equipajes, quedando todos prisioneros después de entregar las armas. Le ordené saliese inmediatamente con toda su tropa al campo de las Carreras, que está al sureste del pueblo donde iría yo con mis fuerzas a recibir las armas; él me pidió un jefe para que lo acompañara y quedase al cargo del pueblo, mientras él salía, a fin de evitar todo desorden. El sargento mayor de artillería Antonio Giles marchó con él y yo pasé al punto señalado.
No tardó el jefe enemigo diez minutos sin presentarse al frente de su línea con 300 hombres formados en columna. Le ordené que desplegara al frente en batalla y mandando echar armas a tierra al frente, desfilara por su derecha. Esta orden fue ejecutada al instante, y después de hacer levantar los fusiles por mi tropa, mandé a dicho jefe que formara en columna y entré con él, a su cabeza, hasta el pueblo, siguiendo mi tropa a retaguardia. Le mandé destinar una casa con los muebles necesarios para los jefes y oficiales prisioneros, y pasaron a ella con una guardia de oficial y con la orden de poder salir a pasear cuando gustasen, acompañados de uno de mis oficiales, toda vez que quisieran hacerlo y del modo que gustasen, ya fuese individualmente, o ya reunidos.
Habían pasado como dos horas cuando se presentó un correo de Tupiza, que venía con la valija y acompañado ya por un patriota desde la posta, a virtud de órdenes que había yo librado al efecto a todas las postas desde el día anterior, y el conductor de la correspondencia no supo que había ocurrido semejante cambio en la plaza hasta que hubo entregado la valija al nuevo administrador.
Toda la correspondencia de los jefes y oficiales me fue presentada por el administrador, y habiéndome impuesto de la que sólo merecía mi conocimiento, la pasé toda al coronel Ramírez con mi ayudante Llorente. Me acuerdo que entre ella venía un oficio del general Canterac, o del de la misma clase, Valdés, desde Tupiza, en el cual avisaba al coronel Ramírez que por un acaso había escapado de caer en manos de una fuerza que se había aparecido por Yavi o sus inmediaciones, juntamente con el caudal que conducía para el ejército a Jujuy, que este escape lo debía al aviso que le hizo retroceder, no recuerdo si de Mojo. Que en dicho aviso se le decía va Belgrano con tropas de su ejército, lo cual lo creía imposible, que lo más probable era que serían algunos gauchos; pero, sin embargo, bueno sería se mantuviese con toda la precaución posible.
Así que Ramírez se impuso de esta comunicación, le dijo a mi ayudante: «Mire usted qué b...; a buena hora viene con sus prevenciones, cuando estoy más seguro que un pájaro en la jaula». Se me olvidaba prevenir que en las veinticuatro horas que duró el ataque, hasta la toma de la plaza, no tuve más pérdida que la de cinco o siete heridos y dos hombres muertos.
Pasado dos días remití a todos los prisioneros a Tucumán por Oruro, escoltados por el capitán Carrasco con sus 50 milicianos de Tucumán, después de haber proporcionado un socorro de 12 pesos a toda mi tropa y en proporción a los oficiales, mediante un auxilio que me proporcionó el pueblo, y de haber separado unos 80 o más de entre los prisioneros indígenas del Perú, que quisieron tomar partido y los cuales fueron distribuidos en las tres compañías, a excepción sólo de los muy pocos que desertaron.
[1] Gregorio Araoz de La Madrid. Memorias.Buenos Aires: Guillermo Kraft, 1895: I, 115-124. [T]