Del libro: Poetas Tarijeños, de Heriberto Trigo Paz. Año 1962
Tomás O’Connor d’Arlach



La estirpe de los O’Connor está en la vieja Irlanda, en esa isla vecina de Inglaterra que, desde antiguo, tiene un nombre poético: Erín.
Entre sus hijos — descendientes de los celtas — hay poetas, músicos, guerreros... Son generosos y valientes. Aman la libertad.
Siendo libre esa isla, la invaden los ingleses con el propósito de someterla a su dominio. La lucha dura siglos. No se ahoga el espíritu indomable de esos isleños. El año 1800, mediante Acta, Irlanda queda incorporada al Reino Unido; mas, la agitación autonomista continúa.
En la vida de Irlanda, O’Connor es nombre que hace historia. Dos señores de ese apellido (Turlogh, padre, y Roderick, hijo) se suceden en el trono de Connaught. Roderick es el último rey independiente de Irlanda. Pariente suyo es Rogerio O’Connor, quien, casado con María Carolina Guillermina de Boun, se instala en el castillo de Dungan, condado de Cork. El segundo hijo de ese matrimonio es Francisco, que, más tarde, con el agregado de Burdett, alcanza fama y nombradla como militar del Ejército Libertador de América.
Concluida la campaña de la independencia americana, el general Burdett O’Connor se radica en Tarija. El, que ha vivido el desorden de la guerra, en la que fue uno de los vencedores, se siente necesitado de paz, de reposo, del goce infinito del amor y del hogar. Y, en abril de 1827, contrae matrimonio con doña Francisca de Rui loba, joven tarijeña de 20 años, llena de gracia y virtudes, de rancio abolengo.
En Tarija compra una casa y adquiere tierras, más o menos próximas a la ciudad.
El 22 de noviembre de 1832, nace la hija única de ese matrimonio, llamada Hersilia.
La villa de Tarija está al fondo de la patria, tras altísimas montañas.
Pequeñita y humilde, con sus casas de un solo piso, se mira en el líquido cristal de su río Guadalquivir.
Se diría que, por siempre, la primavera la viste de gala. Nidos que despiertan. Vidas que amanecen. Amores que se ciernen cantando dichas. ...
Evocar la villa de Tarija de hace un siglo es sorprenderse con las mudanzas. No hay hoteles, pero a ningún peregrino falta casa y comida. Quien llega a Tarija goza de criollísima hospitalidad. Apenas se traba relación, hay el ofrecimiento franco de la amistad.
Entre la gente del lugar todos se conocen.
No es extraño encontrar, en plena calle, artesanos que trabajan al aire libre, protegidos por la sombra de los árboles: en el barrio de La Pampa un herrero ha instalado su taller debajo de una higuera coposa; en el barrio del Molino un carpintero trabaja al pie de un ceibo...
Las personas de sociedad hacen vida de familia, y alternan sus días entre lo urbano y lo rural.
Al declinar de la tarde, en muchas casas se abre la «cámara oscura», que es un cuarto con puerta a la calle, donde se reúne la familia a conversar. De la habitación interior contigua llega la pálida luz de una vela que se va en humo.
Para recibir visitas está la salita o el salón, en los que no faltan una buena alfombra, mesitas de mármol, floreros y flores, alguna figurilla de loza o porcelana; en las paredes, los retratos de miembros de la familia, unos con semblantes paliduchos y otros exageradamente coloreados; y, en lugar prominente, algún cuadro que representa a la Virgen María, a San José o al Niño Jesús.
Las tertulias nocturnas toman animación después del rezo.
Pero las noches tarijeñas son casi por entero para el reposo. Están pobladas de soledad y lejanos rumores que la gente traduce en misterios. Ya vendrá el día, pleno de luz y color, que anima la vida de la villa en todo su esplendor.
Las reuniones sociales son frecuentes, siendo la asistencia mayoritaria de allegados y parientes. El juego de prendas, en tales oportunidades, absorbe casi todo el tiempo. Si se baila, será un vals de Strauss.
En esa villa y en su sociedad viven el general Burdett O’Connor, su esposa y su hija única, rodeados de respeto y estimación.
Habitan la casona de la calle San Juan de Dios, comprada por don Francisco, a poco de radicarse en Tarija. Es amplia y cómoda. Entre sus paredones de fortaleza, tiene formas y distribución arquitectónicas españolísimas, con un patio sevillano en el que el ardor de los soleados mediodías tarijeños es gozo y vida. Pasando el patio está la huerta, que quiere ser bosque y va hasta la calle de La Palma.
A comienzos de la segunda mitad del siglo XIX, el presidente de Bolivia, general Belzu, visita Tarija. Entre las personalidades que le acompañan está monsieur Adhemar d’Arlach, secretario de la Legación de Francia, ante su gobierno. Es el prototipo del diplomático francés. Fino, culto, sociable, mundano. Viste elegantemente, y tiene la tez blanca y los cabellos rubios.
Tan pronto como él conoce a la joven Hersilia O’Connor, queda prendado de su belleza, de su cultura y distinción. Ella no oculta sus simpatías por el apuesto diplomático. En el pueblo se rumorea que son novios. La especie se acaba, para dar paso a la realidad, cuando d’Arlach pide la mano de la muchacha y se hace el matrimonio.
Diez meses después (el 7 de marzo de 1883) viene al mundo el hijo único de esa unión: Tomás O’Connor d’Arlach, el poeta que, como diría Ricardo León, cruza por la vida «derrochando el corazón».
Su niñez transcurre entre mimos y cuidados de la adinerada y aristocrática familia.
Tan pronto como el chicuelo aprende a caminar, su abuelo lo saca de paseo por la ciudad. Y arrogante, con aires de triunfo, el anciano general mira a la gente y se hace mirar.
La abuela y la madre se desviven por el párvulo y engreídas también están. Tratan de adivinar lo que será mejor para su educación. El chicuelo busca la conversación del abuelo, que le relata episodios y recuerdos de la patria lejana y de América.
Las primeras tareas escolares las cumple Tomás al lado de su madre. Después ingresa a la escuela del maestro Lora y más tarde a la del profesor d’Avis.
El colegio «San Luis» es el escenario del despertar del Yo de O’Connor d’Arlach frente al mundo. Con Félix Soto rivaliza en la pasión artística. Son amigos y compañeros de curso. A ocultas escriben versos, anunciadores del talento poético. El abuelo estimula al nieto. En uno de sus aniversarios natales tiene la confirmación de no haberse equivocado, al escucharle leer alguno de sus primeros poemas. Don Francisco habría dicho que para su nieto escribió el inmortal Cervantes, en su «Adjunta al Parnaso», este diálogo entre el autor y un rimador:
— «Soy mozo, soy rico y soy enamorado.
— Las tres partes se tiene vuesa merced andadas para ser buen poeta».
Siendo estudiante, don Tomás conoce a doña Aurora Velasco Arce, una muchacha distinguida de la sociedad tarijeña. Andando los años, el poeta escribirá un romance que nos permite conocer algunos detalles de este amor que será de toda la vida. En el primer encuentro ella lleva mantilla roja y un traje corto, tan blanco y tan delicado como la flor del almendro. Tiene la tez fresca y sonrosada, los ojos hermosos y negros, la dentadura de perlas, los labios de coral. Talle esbelto, frente altiva y soñadora, rizada cabellera de ébano, pecho que al amor provoca. Es botón de rosa entreabierto al soplo leve del aura.
Si para alguien corre veloz el tiempo es para los enamorados. Para Tomás y Aurora, pasa como un suspiro. Y un día tienen que separarse. Ella se marcha al sur y él al norte, a seguir estudios universitarios.
Acompañado de su señora madre, O’Connor d’Arlach llega a la capital de Bolivia en mayo de 1871.
La personalidad de doña Hersilia, su amistad con gente notable de la época, su abolengo, son algunos de los antecedentes para que en Sucre les reciba y visite lo más sobresaliente de la sociedad.
En la bicentenaria Universidad de Chuquisaca, Tomás bebe el saber de las ciencias jurídicas, políticas y sociales. A los 23 años de edad se recibe de abogado.
A más de sus estudios universitarios, hace intensa vida social e intelectual. Traba relaciones con figuras destacadas, funda y frecuenta ateneos, sociedades literarias, peñas de artistas y escritores, ejerce el periodismo.
A mediados del año 1876, O’Connor d’Arlach está de regreso en Tarija. No se advierten cambios notables en su figura. El rostro refleja dulzura de alma; la frente ancha, espaciosa; los labios delgados; los bigotes crecidos, espesos y largos — cual es de usanza entre los poetas de la época —, terminan en puntas; rubia la cabellera; pálido el rostro; los ojos celestes, que sólo saben del mirar lánguido, traducen la sinceridad que en don Tomás es mensaje de siempre; sus manos huesudas y largas se entrelazan a cada momento, como si retuviesen emociones.
El poeta pasea, abstraídamente, calles y plazas. Se diría que camina en actitud de producir un poema ...
Oyendo la voz de la «caña», canta su dolor. Sus abuelos ya no existen; su «ama de crianza», la negra Alejandra, también ha muerto. En la casa no está sino su madre.
O’Connor d’Arlach no es hombre de negocios mercantiles. Sin embargo, tiene que atender los estimables bienes económicos heredados. En rigor de verdad, ni falta que hace conocer de números. Y esto, sencillamente, porque en Tarija se vive el tiempo en que los negocios se hacen de buena fe, a simple palabra. Y así, don Tomás y su familia tienen rentas suficientes. Esto es importante en la vida. La sociedad debe dar al artista la posibilidad de alcanzar una formación cultural sólida y que le permita desarrollar su noble vocación, sin pasar hambres y miserias. Los «snobistas», aquellos de las poses falsas y los de la bohemia trágica e inútil, han venido pretendiendo hacernos creer que el artista debe peinar melena, vestir harapos y tener el heroísmo de no comer. Ese idealismo es falso. El artista que vive en tan injustas condiciones deforma su emoción, tuerce su vigor traiciona a su sociedad. Y sólo da frutos amargos decepcionantes. Don Tomás, en condiciones favorables, lucha y trabaja por su arte. Busca la paz, el amor, la felicidad, el ansiado sosiego. Pero la vida le depara nuevas tristezas y dolores. La desgracia está hilando menudo entre sombras, mientras que el poeta sueña bajo el ciprés. Más tarde, su madre se hace ciega y nunca recobra la vista.
Con su noviecita de siempre, el encuentro es feliz. Aferrados al deleite de la cautividad amorosa, contraen matrimonio el año 1877.
La llegada de los hijos es júbilo y esperanza para los padres.
Desde el año 76 hasta el 88, don Tomás es el insustituible secretario de la prefectura de Tarija.
En el colegio «San Luis» regenta la cátedra de literatura, enseñando con el ejemplo.
Después será munícipe, senador de la República, diputado por Tarija, oficial mayor de Gobierno y Fomento, y de Instrucción, en el ministerio de Juan Misael Saracho.
El 14 de septiembre de 1876, aparece el primer número de «La Estrella de Tarija», periódico fundado y dirigido por don Tomás hasta alcanzar el número 2.000, el año 1905.
Comienza como publicación quincenal, para convertirse luego en semanario, bisemanario y diario.
«La Estrella» se destaca en el mundo de su época. Al lado de la simple crónica, hay artículos de fondo que ilustran, enseñan e invitan a la meditación.
Por otra parte, como derramando simiente vital, llama y atrae a las jóvenes inteligencias, para que en sus columnas ejerciten el arte literario. Esas colaboraciones se publican al lado de las de maestros del periodismo americano.
Además, «La Estrella» edita libros y folletos, que se cuentan por decenas.
Junto con el periodismo, la historia y la poesía forman la trilogía de la obra literaria de O’Connor d’ Arlach.
Se diría que éste ha nacido amando la poesía y la historia, o que en sus venas trajo esa natural inclinación.
Y trabaja y produce sin fatiga, dejándonos 30 libros y opúsculos publicados y 3 inéditos.
Al acercarnos a ellos, parécenos escuchar una poética invitación que nos hiciera el vate, con palabras de Alba Luz:
«Entrad, amigos míos,
aquí está mi universo».
Y aquí, en sus libros, está su mundo, el mundo creado por O’Connor d’Arlach, desde los albores de la mañana hasta el anochecer de su vida.
El hombre tiene el deber de trabajar y producir. Y la sociedad, la obligación de asistirle, estimularle, darle las adecuadas posibilidades. Cada hombre fructifica en obras, de acuerdo a sus aptitudes y condiciones. Si no lo hace, si no deja frutos, pasa por la vida como una sombra o como un espectro...
Al llevar la mirada por las planas autógrafas de don Tomás, nos hemos sentido más cerca del eternizado espíritu del poeta.
En la nutrida producción literaria de O’Connor d’Arlach, la poesía ocupa lugar preferente, y está impregnada de dolor y melancolía. En Tarija, la naturaleza invita a la alegría sana y prometedora. Ella no puede haber ejercido acción para que don Tomás sea poeta triste y melancólico. Por otra parte, él goza de situación económica satisfactoria, arranca de noble estirpe y gana celebridad. En suma, es dueño de todo cuanto puede ambicionar un individuo de su tiempo. ¿Qué ocurre? Sin olvidar influencias y tendencias literarias de la época, la explicación creemos encontrarla en el hecho de que el espíritu sensible de don Tomás es frecuentemente abatido por el dolor. Así, cuando el poeta vuelve a Tarija, concluidos sus estudios en Sucre, encuentra su hogar desolado: los abuelos y Alejandra ausentes del escenario de la vida; desde su niñez el vate no goza del personal cariño de su padre, que, a poco, muere también; su madre, en el mediodía de su vida, queda ciega para siempre; y luego, cuando don Tomás está viviendo la felicidad del hogar por él formado y que se alegra con la llegada de sus retoños, la muerte se precipita en esa casa y no hay quién la detenga, ni la ciencia de los doctores ni las súplicas y las oraciones de los afligidos padres. Despiadada, arrebata, uno a uno, a los hijos, hasta sumar siete. ¿Qué importan honores, estirpe y bienes materiales ante tantos lutos y tumbas? Don Tomás busca con afán, desesperadamente, resignación para sus congojas. Rezos y oraciones, misas, lágrimas y versos recogen el zumo amargo del hondo sufrimiento del poeta, de ese sentimiento que, sin dar tiempo ni sosiego, inunda de tristeza su obra poética. Y canta su dolor, lo dice, lo escribe, lo publica, lo difunde. ¿Versos de circunstancias? ¿Vanidad? ¿Exhibicionismo ? Nada de eso
Con extraordinaria sensibilidad recoge el dolor, vivido que, latiendo en su mente y quemándole la sangre, desea trasmitir a los hombres — sus hermanos —, en cumplimiento de un deber espiritual y también como un derecho de desahogo personal.
Rafael Torróme, en su «Confesión Humana» escribe:
«Nada hay tan noble y de ternezas lleno
como dejar caer nuestra amargura,
gota tras gota, en el oído ajeno.
¡La pena más cruel y la más dura
cuando logra salir de nuestro seno,
deja al pasar un rastro de ventura!»
Además, y se trata de juzgar su obra literaria, hay que situar a O’Connor d’Arlach en el momento histórico en el que él vive y produce. Inmediatamente se comprenderá que sus frutos corresponden al mundo emocional de época y ambiente.
No faltan quienes pretenden disminuir la producción en verso de O’Connor d’Arlach, arguyendo, por ejemplo, que en ella se manifiesta un fondo insignificante», que la repetición del adjetivo «triste» llega a formar «barroquismos», que «las conjunciones adversativas desmejoran las estancias», etcétera. Es cierto que en algunos de esos poemas se puede señalar una estrofa superflua, una voz utilizada inoportunamente, un verso flojo, un tema frívolo, etc. Pero hacer crítica literaria de ese modo, es sencillamente juzgar con mezquindad. La crítica veraz y honrada tiene que tomar el conjunto de la obra y no sólo detalles defectuosos que no escapan a ningún autor.
También se ha objetado que en algunas ocasiones don Tomás usa el verso endecasílabo para motivos humildes o para temas que no son de gran trascendencia, los mismos que, según costumbre o moda de la época, deberían ser desarrollados en octasílabos. Pero aun esta observación de forma debe ser desestimada, poique ella se afianzaría sólo en prejuicios, en la costumbre o la moda de referencia, quizá en lo expuesto por algunos teorizantes de la métrica, pero nada más. Nadie ha dado razones atendibles y valederas para tal crítica. Y no se olvide que el caso no es exclusivo de don Tomás.
Sin embargo, no queda duda de que hay que tomarlo como a poeta lírico y, por extensión, romántico, de esa poesía romántica que Cejador define como «íntima del alma», y Alcalá Galiano gusta llamar «expresión de recuerdos de lo pasado y emociones presentes», con predominio de sentimientos propios que, en la lírica del vate tarijeño, son los más bellos y nobles: el amor, la familia, la patria, la justicia, la vida...
El romanticismo de O’Connor d’Arlach no es de aquellos que comenta Ragucci: «extremosos», «desesperados». El suyo es de un «subjetivismo discreto», de «melancolía apacible y soñadora», de «tiernas y suaves añoranzas».
Esta característica de la poética de nuestro vate no se pierde en ningún momento.
A este poeta hay que buscarlo preferentemente en los versos sencillos y breves que dicen al oído toda la belleza de que es capaz de traducir un poeta lírico, emotivo y sentimental.
O’Connor d’Arlach da rumbo cabal a su vida. Se coloca dónde debe estar, trabajar y producir: en el campo de las letras. Y cumple su misión. Si en vez de dedicar sus energías a los versos, la historia y el periodismo, se hubiese empeñado en otros menesteres, no habría realizado obra útil para su sociedad, ni habría sido fiel consigo mismo. Tiene una profesión: abogado; pero no es ésta su vocación auténtica. Tiene fama, prestigio y renombre para alcanzar las más encumbradas situaciones públicas; pero tampoco es ésta su esfera de acción. Posée cuantiosos bienes y estimable fortuna material que atender; pero él no ha nacido para la industria y el comercio. Y dejando de lado todo aquello, va a cumplir su vocación: la poesía, las letras.
Y así, hilvanando versos claros y sencillos, camina por la vida, hasta llegar al final.
El mucho sentir ha poblado de pliegues la piel del anciano.
El Hado de la serenidad, la dulzura y la bondad sigue presidiendo su existencia. De su vida tiene hecho algo así como un rebosante panal que destila mieles de oro de simpatía y magnanimidad.
Llega el año 1932. La conflagración bélica del Chaco estremece a América y desangra a Bolivia y Paraguay. El anciano poeta —pacifista toda su vida— ve a su patria envuelta en una guerra más. Acepta la amarga realidad, y ocupa la trinchera que a él le corresponde: ayudar a quienes le necesitan. Superando su espanto, su horror, se da fuerzas y lleva una sonrisa, un consuelo, a veces dinero a los soldados heridos y enfermos que reponen sus dolores en el gran hospital de guerra que entonces es Tarija. La presencia del vate es un bálsamo para el que entra o sale al Chaco. Arrimado su corazón a los «pobres soldaditos» —como él les llama—, cumple su postrer misión humana. Pero sus energías no alcanzan a resistir tanto dolor y miseria. De cierta manera, don Tomás es otra víctima de la estúpida guerra del Chaco.
Y el 9 de diciembre de 1932 el poeta entra en la «grande claridad»: la muerte.
Si es verdad que el alma abandona al cuerpo en este trance, la de don Tomás lo hace tan suave, tan dulcemente, que nadie podría decir, con exactitud cuando, en qué momento preciso ello ocurre.
El cuerpo del anciano reposa entre blancas sábanas. Sus ojos se han quedado entreabiertos, exteriorizando la ternura y la bondad de siempre …
Por el estrépito de la guerra, la muerte de los hombres en Tarija pasa casi inadvertida para el público, reduciéndose a un triste suceso de orden familiar; pero la muerte de don Tomás rompe el gran dolor del pueblo o lo acrecienta. La gente se echa a la calle, con los ojos enrojecidos, y va a decir a su poeta el postrer adiós. En la casa hogareña el silencio es profundo, lo mismo que en todo el pueblo, como si hubiese acuerdo para guardar el sueño al gran soñador. Nadie oculta su pena. Está en el rostro de las personas; está en sus espíritus; está en el río, en la Loma y en la Pampa; está en todas partes y en todo el pueblo, en los ancianos y en los niños, en los hombres y en las mujeres.
Desde aquel instante, la gente, apretujada, hace guardia de honor, primero en la casa del vate y después en la Municipalidad, donde se velan los restos mortales del poeta.
El cortejo comienza. La marcha hasta el Cementerio es impresionante. El pueblo conduce el ataúd como la más preciada carga. Los brazos son más Inertes que nunca y no se cansan, porque la angustia, el amor y el corazón alimentan sus músculos.
En cada esquina se dice una oración fúnebre. En el Cementerio el mutismo es de eternidad. Campero Echazú invita a sufrir en silencio la muerte de don Tomás. «Que nuestros gritos—susurra—no le perturben. Es menester transformar, como dice el poeta, el dolor que mira a una fosa en el dolor que mira a una estrella»...
La patria tiene una angustia más. Las letras nacionales se visten de luto.
La anciana viuda, envuelta en su enorme dolor, llora sin consuelo. Y, como en sueño borroso y dulce, evoca los versos que para ella escribió don Tomás.
De todos los ámbitos llegan mensajes de pesar.
Los poetas cantan a la memoria del patriarca de las letras bolivianas. En Sucre, donde vive sus últimos años, el vate Ricardo Mujía escribe este soneto:
TOMAS O’CONNOR d’ARLACH
Descansa en paz, poeta. Ya cumpliste
plenamente la ley de tu destino,
y llegaste al final de tu camino
profundamente pensativo y triste.
Huella es de tu alma todo el bien que hiciste;
tu fe sincera, su hábito divino...
Oh! del ensueño errante peregrino!
de abrojos fue la senda que elegiste…
Descansa en paz. La lucha ya ha cesado;
ya tu inmortal espíritu sereno
voló hasta el cielo del ideal soñado,
y sientes que le arrullan en tu seno
la inmensa gloria de haber sido amado
y la gran dicha de haber sido bueno.
POESÍAS DE TOMÁS O'CONNOR D’ARLACH
AL VOLVER
Los mismos árboles, las mismas lomas,
El mismo campo con su verdor,
El mismo arrullo de las palomas,
La misma ceiba, la misma flor.
La misma casa y el mismo huerto,
Del mismo río la igual canción.
Todo lo mismo... mas, algo muerto
Siento en el fondo del corazón.
AL CORAZÓN
¡Aliento corazón! ¿Por qué desmayas
Ante los golpes de la adversa suerte?
¡Aliento corazón! Sólo la muerte
Te quitará tu brío y tu valor.
Cobra el heroico empuje de otros días,
No te abata el pesar, corazón mío:
Si es el presente adverso, tan sombrío,
Ten fe, que el porvenir será mejor.
Un corazón que ante el pesar se humilla
No es digno de ocupar el pecho fuerte
De quien supo luchar contra la suerte
Y arrostrar sus embates con valor.
¡Aliento corazón! No hay que rendirse
A los reveces de la suerte impía:
La combatamos hoy con energía,
Para triunfar mañana del dolor.
LA TORMENTA
En la nave del dolor,
Sobre el mar de la amargura,
Navegando en noche oscura
Va mi pobre corazón.
No ve faro ,
Ni halla puerto.
Y oye sólo en tal desierto
E1 bramar del aquilón.
Negra nube cubre al cielo,
No luce estrella ninguna
y, a intervalos, a la luna
se ve pálida brillar.
Gime la ola,
Ruge el viento,
Y sólo se oye el acento
De la tormenta en el mar.
En el mar de las desdichas
Donde solo, navegando,
El corazón va llorando,
Desgarrado de pesar,
Y contando
Allí sus penas,
Que son más que las arenas
De las playas de ese mar.
El relámpago ilumina
El oscuro firmamento;
Se oye el gemido del viento,
La voz de la tempestad.
Llora el alma
En su amargura,
Mientras noche triste, oscura,
Envuelve a la inmensidad.
Ruge la tormenta en mi alma,
Las olas de las pasiones,
Del dolor los aquilones,
Me azotan sin compasión;
Es mi pecho
Nave oscura;
Mi vida el mar de amargura,
Navegante el corazón.
EL VIENTO
Cubre la niebla la elevada sierra,
Y brama con furor, airado, el viento;
Que al pasar levanta nubes de tierra,
En remolino rápido y violento.
Y en las ventanas de la alcoba mía
Oigo que gime y se lamenta y llora;
¿El viento tendrá alma? ¿Quién podría
Descubrir los secretos que atesora?
¿Porqué es en veces céfiro suave
Que agita del jardín las florecidas
Apenas, como el ala de algún ave,
Y es otras huracán de las Antillas?
¿Porqué entre las ruinas se lamenta
Y en los trigales juega como un niño?
¿Porqué en veces nos trae la tormenta,
Y otras venir parece con cariño?
¿Porqué parece que en las tumbas llora,
Y en las plazas, alegre, se divierte?
¿Porqué parece que en la iglesia implora,
\Ríe en la vida y llora ante la muerte?
¿En dónde nace y dónde muere el viento?
Misterio impenetrable es, a fe mía.
Sólo sé que me encanta su lamento
Y me infunde tenaz melancolía.
FLOR DEL ALMA
En una playa de infecunda arena
Planté una flor llamada Por del alma,
La que en vez de crecer como una palma,
Como un espino allí sola creció.
Esa flor fue mi amor, y fue tu pecho
La árida playa de tostada arena
Donde mecida al soplo de la pena,
En espina la flor se convirtió.
DÍA DE OTOÑO
En un día de Paolos y Francescas,
Un día de Eloísas y Abelardos;
Soplan las brisas del Otoño frescas,
Florecen las pervincas y los nardos.
Impregnada la atmósfera de aromas,
El cielo gris y verdes las llanuras;
Arrullando en el bosque las palomas,
Y en el árbol las frutas ya maduras.
Día de Otoño, plácido y sereno,
Que convida al placer y los amores;
Día de paz y de recuerdos lleno,
De suspiros, misterios y rumores.
Día que el sello del Otoño marca,
Que a los recuerdos del pasado incita;
Que hace pensar en Laura y en Petrarca,
Que hace evocar a Fausto y Margarita.
Ya del árbol las hojas van cayendo,
Al soplo de los vientos otoñales,
Que pasan melancólicos gimiendo,
Y parecen llorar en los maizales.
Así caen también las ilusiones
Del alma en el Otoño de la vida.
Así quedan también los corazones
Que sienten del Invierno la venida!
MADRE MÍA!...
Como sombra surgida del sepulcro,
Vago en la noche en la mansión desierta,
Y grito ¡madre mía! en mi delirio,
Y sólo el eco me responde: ¡muerta!
Aquí están los objetos que tocaba,
Allí la ropa que vestir solía;
En todo, tu recuerdo y tu perfume,
Y tú en ninguna parte, ¡madre mía!
No hay pena que a mi pena se compare,
No puede haber dolor que se iguale al mio;
Ah! la noche polar cayó en mi alma,
Con todas sus tinieblas y su frío.
Creo oír el rumor de sus pisadas,
Y me parece percibir su acento;
Escucho: no es su voz, ni son sus pasos;
Es el gemido funeral del viento.
Me acerco en el silencio de la noche
Junto al lecho vacío en donde muerta
La contemplé, despedazada el alma,
Que desde entonces ha quedado yerta.
Ah! yo te vi muerta! Te vi sin vida,
Único objeto de mi amor eterno!
Y sentí en ese instante que rugían
En mi pecho las penas del infierno.
¡Huérfano! ¿Comprendéis cuánta amargura
Esta palabra de dolor encierra?
Ay! ella sintetiza las desgracias
Y las penas más negras de la tierra!
Huérfano me has dejado, madre amada,
Y hoy me agito sin rumbo en el vacío;
De la noche polar siento en el alma
Toda la lobreguez y todo el frío.
Quisiera abrirme el pecho y arrancarme
El corazón, caliente y palpitante,
Arrojarlo a la tumba donde duermes
El sueño de la muerte ¡Oh, madre amante!
Y destruir quisiera mi cerebro,
Para matar en él ¡ay! la memoria;
Y no acordarme de aquel negro instante
En que te vi en caja mortuoria.
Cerebro y corazón! Fieros verdugos
Que me atormentarán toda mi vida,
Con el recuerdo de mi santa madre,
Ay! cuya sombra lloro ya perdida.
Cerebro y corazón! En ellos, madre,
Tu imagen llevaré siempre grabada,
Hasta que libre de esta vida, vaya
A acompañarte en la última morada.
¡JUVENTUD. ADIÓS!
Como a la pobre Ofelia en sus delirios,
Pasar te miro, juventud querida,
¡Pasar, tan frágil deshojando lirios,
A la orilla del río de mi vida!
Y veo en mi dolor, ¡ay!, que te alejas,
Coronada de rojas amapolas;
Que en la triste ribera ya me dejas,
Me dejas, sí, con mi dolor a solas.
¿Qué se hicieron mis blancas ilusiones,
Los sueños de mi loca fantasía,
De mi mente las plácidas visiones,
Y de mi corazón la poesía?
Las bellas esperanzas, los amores,
Pasaron de la vida en el torrente,
Como las blancas hojas de las flores
Que iba Ofelia arrojando en la corriente.
El aterido invierno de la vida,
Viene a matar mi bella primavera;
Adiós, adiós, mi juventud querida!
Deshoja pronto, Ofelia enloquecida,
Esa marchita flor en la ribera