Tarija: Su paisaje y su latido
Las latitudes y meridianos enmarcan en nuestra patria escenarios y situaciones en los que el hombre se agiganta o se empequeñece ante la violencia singularizada de su geografía quemante o aterida. Ella, plasmando la belleza y el contorno físico de los vértices antónimos, moldea a la vida dentro de la disyuntiva excluyente y urgidora de su medio.
La realidad física del valle de Tarija y el alma de los hombres que lo habitan, muestran un contorno geográfico y una presencia humana que se manifiestan en una única y equilibrada plenitud.
Rodeada por las últimas estribaciones ya desvaídas de los Andes, que nutren en sus altipampas la vida del hombre en las alturas, atisba también por los farallones de sus quebradas a los llanos ardientes del oriente y a las pampas infinitas de la cuenca del Plata.
Por ello, en su paisaje y en su clima no se encuentran los excesos violentos de las colosales cumbres pétreas sin fronteras ni de la monótona vastedad del horizonte absoluto del llano. El aire que trepa quemante se confunde con el gélido aliento de la cordillera y se posa suavemente sobre las vegas del valle en un justo equilibrio térmico.
Su panorama natural es diverso. Un recorrido por su extenso valle permite al turista o al estudioso observar grandes diferencias ambientales y hasta los contrastes más insólitos. Su paisaje es pasmosamente quebrado y cambiante. Por las quebradas bajan de las montañas manantiales que discurren rientes y cristalinos, sombreados por los sauces y los algarrobos. Las vegas fecundas abiertas a las manos del hombre por los cauces cambiantes de los ríos, con sus huertos apretados de durazneros, de vides que se trepan a los viejos molles y de frondosos nogales donde las chulupias reiteran su inacabado concierto de trinos. Los serenos remansos de sus ríos sombreados por los sauces llorones que agachados acarician con ternura los reflejos de sus vados. Las tierras erosionadas asemejándose a viejos castillos medievales deslavados por el tiempo. El sereno perfil de las lejanas montañas azules que lo rodean...
Su cuatro veces centenaria ciudad capital, ubicada junto a las orillas del rio Guadalquivir, se mantiene todavía amarrada a sus tradiciones y viejas costumbres, en las que el amor y la amistad son singulares protagonistas. Su pueblo cordial y sencillo acoge con bondad a todos los caminantes. En las plazas y en las calles aún juegan los niños y transitan las personas sin los temores de las ciudades grandes que se han hechos malas.
Su presencia es trascendente en los quehaceres culturales del país. La copla chapaca se entona a viva voz como expresión de orgullosa religión melódica de la tierra. La guitarra y la cueca dicen en sus notas y expresiones el homenaje sencillo de sus hombres a la tierra madre y a sus tradiciones.
Es una ciudad apacible, tranquila, ideal para el descanso del espíritu. En ella todo está como detenido en el tiempo; sólo las campanadas monocordes de sus viejas iglesias y el rumor apagado de su vida sencilla, marcan el seguimiento de las horas indicando que la vida sigue.
Todo ello se constituye en un horizonte turístico para Tarija, ilimitado por su belleza natural, imponente por su variedad y profundamente humano y noble por la sencillez de sus gentes.
El hombre de la urbe enmarañada y tensora de angustias, el que vive en las ciudades bulliciosas y dinámicas, el que hace su vida en la altura gélida o en el ardiente llano, querrán siempre llegar hasta su suelo tranquilo y cordial buscando la paz perdida o el aire templado de su valle.
Vale la pena entonces que el país, en una función de integramiento hasta hoy descuidada, se empeñe en descubrir junto a la belleza de la geografía del valle, el espíritu que anima al hombre y vitaliza al medio en que se integra, acercándolo a la realidad de su Nación que late tras la alta cordillera.