De la tercera parte del libro: Estampas de Tarija de Agustín Morales Durán. 1975
Las fiestas de mi tierra



LA SEMANA SANTA.
Prácticamente comenzaba el Domingo de Ramos con aquella tradicional ceremonia de la bendición de ramos de olivo que se distribuían gratuitamente a toda la feligresía. Fervientes católicos y conservando antiguas costumbres la casi totalidad de los habitantes de la ciudad, así como el campesinado de los alrededores, acudían religiosamente a todas las ceremonias, llenando los templos y asistiendo masivamente a los sermones y a cuanto oficio se realizaba en diferentes horas. El recogimiento y la fe cristiana se hacían patentes acercándose a los confesionarios, formando enormes colas desde la madrugada hasta altas horas de la noche. Los padres de familia, patrones y tutores llevaban a sus hijos y dependientes para que cumplieran los preceptos pascuales.
Llegado el Miércoles Santo, no había lugar en las iglesias para contener y atender a todo el pueblo, pero esta situación llegaba a culminar el Jueves Santo, cuando acudían verdaderos “enjambres” de gente a pedir la Santa Comunión; creo que no quedaba una sola persona, desde chicos hasta viejos, sin acercarse a recibir la Sagrada Hostia y dar muestras de verdadera unción y fe religiosa. Todo Tarija, sin distinción de ninguna clase, repletaba las iglesias desde la madrugada, incluso iba a las 4 de la mañana a esperar que se abrieran las puertas de los templos para cumplir con las obligaciones cristianas.
LAS COMIDAS TRADICIONALES.
Pese a que el ayuno, la abstinencia y las vigilias eran generales, pues las costumbres estaban tan arraigadas que nadie se atrevía a no observarlas; sin embargo también se cocinaban platos especiales sin carne, como ser: caldo de maní con huevos y queso; guiso de zapallo con habas verdes, papas “ojosas” y queso; arroz con leche; humintas en todas sus formas: atadas, azadas, en fuente y al horno; además algunas familias preparaban con el bacalao importado platos especiales. Todas aquellas comidas no solo se las preparaba para el propio consumo familiar, sino que en acción caritativa, las principales casas cocinaban grandes ollas para mandar a los presos de la cárcel, distribuir a los pobres del hospital y a cuanta gente menesterosa, o sea que el espíritu de fraternidad cristiana abría los corazones para compartir entre los que no tenían; admirable costumbre que se observaba incluso entre la gente modesta, pues mi madre, siendo pobre, también se afanaba en cocinar para los presos y los pobres lo poco que teníamos querían mis padres compartirlo con otros hermanos cristianos que no tenían. Creo que la piedad, la bondad, las buenas obras y la fraternidad fueron las mejores tradiciones tarijeñas; qué tiempos lindos aquellos, cuando no existían envidias y reinaba el verdadero amor cristiano !
VISITAS A LOS MONUMENTOS.
Después de haber cumplido los deberes religiosos de la mañana, asistiendo a la solemne Misa de Pre Santificados en que todos comulgaban y se bendecían los Monumentos depositando la Sagrada Forma, toda la gente salía apresurada a sus casas, recién cerca del mediodía a servirse chocolate y un poco después el almuerzo que siempre resultaba más tarde que nunca. Pero la gente mayor apenas probaba frugal alimento porque observaba el ayuno con abstinencia y luego nuevamente a los templos, porque comenzaban las “visitas”, en una peregrinación de iglesia en iglesia, haciendo “estaciones”, rezando y admirando los maravillosos Monumentos; para arreglar éstos había gente especializada, con verdadero gusto artístico, como don Humberto Echazú, que hacía portentos para decorar la Hostia Consagrada; cada año se ingeniaba presentando diferentes alegorías; este señor tan conocido y estimado constituía un verdadero artista por su habilidad e inventiva para preparar esos bellos altares, como no los volví a ver en toda mi vida.
EL VIERNES SANTO.
Al siguiente, nuevamente desde las 4 de la madrugada, se reiniciaban los oficios con las solemnes Vía Sacras y, como no había misas, todo el pueblo acudía a adorar a Jesús Sacrificado que estaba expuesto en su cruz yacente y en suelo, sobre alfombra, para que el pueblo lo venerara. En la tarde había que escuchar el sermón de las tres horas, cuando los sacerdotes —especialmente los franciscanos— hacían retumbar las naves de las iglesias con su emocionada palabra rememorando el sacrificio de Jesús. Luego a las 4 de la tarde salía la procesión del Santo Sepulcro de la iglesia Matriz y todo el pueblo, con la más profunda fe religiosa acompañaba al Señor. Por la noche había que ir a rezar las tinieblas y a venerar a la Virgen Dolorosa, y nuevamente el pueblo íntegro se volcaba, esta vez a la iglesia de San Roque, de donde salía la solemne procesión del Sepulcro; entonces sacaban unas imágenes grandes, hermosas, tan patéticamente talladas, con el gesto de dolor, que de sólo contemplarlas daban ganas de arrodillarse en ferviente súplica; tenía su solemnidad esta procesión, porque en la penumbra aparecían las imágenes iluminadas, destacándose y toda la concurrencia seguía rezando con devoción y fe que contagiaban, sólo se tocaba matracas.
En la madrugada del sábado, antes del alba, salía una emotiva procesión de San Roque sacando a la Virgen Dolorosa, acompañada mayoritariamente por mujeres que llevaban cirios y velas e iban cantando y rezando con un triste tono, es que todavía no había llegado la hora de la Resurrección del Señor; ésta se realizaba después de especiales ceremonias a las diez de la mañana y era cuando se echaban al vuelo las campanas de todas las iglesias, Jesucristo había resucitado y volvía la alegría a todos los corazones tarijeños que verdaderamente habían sufrido con toda su Pasión.
LA HERMOSA PASCUA FLORIDA.
Así se la llamaba con justísima razón porque una verdadera profusión de flores alegraba todo el ambiente pascual. En realidad los preparativos comenzaban desde el Viernes Santo en la tarde cuando llegaban los chapacos desde los diferentes cantones y villorrios, trayendo como demostración de su ferviente fe religiosa y como tradicional obligación, que se trasmitía de padres a hijos, generación tras generación, hermosos “arcos” repletos de fragantes flores silvestres del campo, otras cultivadas con ese exclusivo propósito y cuidadas con esmero para cumplir esa sagrada promesa. Así iban llegando los simpáticos chapacos trayendo en burros, caballo o al hombro, los arcos cubiertos de rosas pascuas, amarillas en todas sus tonalidades, albahacas, paycus, unas hojas largas anchas y de superficie brillante, aromas, panganas y cuanta flor silvestre u olorosa encontraban en cerros y vegas; así iban llegando de todas las direcciones y como todavía no llegaba el momento preciso para comenzar a plantar sus arcos, los dejaban en casas conocidas; toda la noche del viernes y madrugada del sábado se veía afluir chapacos trayendo la expresión de su fe y esperando las primeras horas del Sábado de Gloria para ir buscando los lugares a donde les correspondería plantar sus ofrendas, sacando las piedras de la calzada con bullicioso golpeteo de barretas, azadones y cuchillos que no cesaba todo el sábado y duraba hasta la madrugada del Domingo de Pascua. Algunos, los de la región del Monte, Lourdes, Tomatas y parte norte, plantaban sus arcos comenzando desde la puerta de la iglesia de San Roque y seguían bajando por toda la calle Gral. B. Trigo; otros, los de La Banda, Tablada, Tolomosa, San Blas, San Luis y comarcas vecinas, plantaban desde la puerta de La Matriz, toda la calle La Madrid, alrededor de la Plaza principal y llegaban hasta la calle Sucre. El caso es que ya entrada la noche del sábado, en toda la Plaza y calles próximas se formaba un florido y fragante dosel de los tradicionales “arcos”; había que pasar por allí y extasiarse con la bella maravilla de flores y perfume naturales formando un panorama de verdadero encanto difícil de poder describir en toda su magnitud; con razón tantos poetas se inspiraron en la Pascua florida de mi tierra, era hermosa y todo preparado para que el Santísimo Sacramento, la genuina representación de Cristo Resucitado, pasara por debajo en solemne procesión. Todo este afán, los preparativos, fueron exclusivamente para rendir pleitesía a Jesús, porque al alba del Domingo de Resurrección salía una solemne procesión de la iglesia Matriz, con acompañamiento de todo el pueblo y en especial de ese creyente campesinado que había traído la ofrenda de su fe en forma de frescas flores, arrodillándose al paso del Santísimo y entregando su pensamiento y corazón.
Qué linda que era la Pascua Florida de mi tierra!; cuánta fe y religiosidad se podía apreciar, más aun gozando extasiados ese polícromo marco de arcos cubiertos de flores del campo, el ambiente saturado de perfume natural, la unción de la gente, el fervor de los campesinos, formando un bello conjunto imposible de poder describirlo con exactitud, para dar una idea cabal de aquella hermosa fiesta que con los años y la distancia se nos antoja como un fantástico sueño, pero todo fue realidad, así de linda era la Pascua en Tarija.
LA FERIA.
Claro que no todo era religiosidad, también el paganismo tenía su lugar y éste se presentaba en la “mentada” Feria de la Pascua, que tenía su colorido porque allí iban a parar la mayoría de los chapacos después de haber cumplido con Dios, también le daban regocijo al cuerpo. Para eso traían a sus buenas mozas, tanto los chapacos cuanto las mocitas venían bien “estrenados”, aquellos agarrados de sus rústicos violines para hacer zapatear y éstas bien “enfloradas”, cubiertas con mantas de seda bordadas, ojotas de charol y flamantes sombreritos embarquillados.
La tradicional Feria se realizaba en la “Pampa vieja”, donde se armaban carpas, colocando asientos y mesas y preparando los famosos “calientes”, “canelaos” y “dianas” de leche; aparte se instalaban mujeres con sus pailas para freir ricos pastelitos rellenos con jigote de queso, cebolla y ají amarillo y, comenzaba la fiesta: “canelao” tras canelao con suficiente “fuerza” de aguardiente de uva negra, hasta que llegaba el entusiasmo y los violines rasgaban con la tonadita alegrona y repitente de su rigu-rigu-rin. . . rigu-rigu-rin o sea que se entendía como una melodía que decía: “pa‘la Pascua y pa'la Cruz, viva Tarija” ... y así vuelta y vuelta, dale que dale al zapateo levantando polvareda, con un taconeo rítmico y sostenido, se armaban las ruedas combinadas entre un mozo y una mocita agarrados de las manos; un frenético zapateo, cimbrear de cinturas, volar de polleras y vuelta pa‘ la Pascua pa‘ la Cruz..., cuando se llegaba al cansancio y ya el violín sonaba con carraspeo, todos se sentaban a invitarse recíprocamente los ricos calientes que efectivamente calentaban la cabeza y el espíritu; entonces comenzaba la entonación de canciones y el contrapunto, primero la copla del hombre y luego la respuesta de la linda mocita. Yo como todavía fui muchachito, observaba las vistosas escenas, recorría de carpa en carpa, pero algo se me quedó de aquellas lindas tonadas con melodía de Pascua, como esta de:
“ninguna Pascua
es tan linda
como la miya...
Azucena, margarita,
rosa amarilla...
En fin, para qué voy a seguir, tendría que pedirle a don Juan de Dios Shigler que me ayude con su extenso repertorio de tonadas chapacas que con tanto acierto y prolijidad supo recopilar.
Sin duda para el avezado observador aquella fiesta en la que tenía predominante participación la gente del campo y se repetía en pueblos y campiñas, podía sacarse interesantes conclusiones, porque aparte de seguir costumbres y tradiciones, se podía apreciar toda la vena vernácula del chapaco, pues no solo resultaban interesantes cuadros y escenas de cada conjunto espontáneo y fiestero, sino que se podía apreciar el interesante hablar, los modismos, maneras de enamorar, requiebros, aceptaciones, romances y desdenes, en todo lo cual está intrínseco el sentir de aquella simpática gente, aparte de que todavía en aquellos años no se hablaba ni menos se había comercializado el verdadero folklore chapaco, podía encontrarse el más puro costumbrismo en todo su sentido y valor, lo mismo puede decirse de las tonadas y la música, que aunque a extraños les parezca monótona, tenía su significado y había que saberlo apreciar y sentir.
De todas maneras una de las mejores fiestas lugareñas era la Pascua florida, porque la música, costumbres, tonadas e instrumentos campesinos conservaban su típica expresión.
LA CRUZ.
Esta fiesta era netamente campesina; para el día 3 de mayo se veían desfilar por las calles procesiones de gente chapaca llevando sus “enfloradas” cruces para hacerles “pasar misas” en las diferentes iglesias, se acompañaban con violines, siguiendo la misma tonada de la Pascua, por algo el cantar chapaco repetía: “pa’ la Pascua y pa’ la Cruz...! Pero hubo un tiempo que en ese día iba mucha gente de la ciudad hasta una enorme Cruz que existía cerca del Puente de Tomatas, parece que estaba allí desde la colonia y se la tenía por milagrosa; después de la misa se organizaba la fiesta con mucha concurrencia campesina; también en el campo se acostumbraba en dicha ocasión realizar la “jierra” o sea la marca del ganado menor: ovejas, cabras, etc... cortándoles las orejas, trasquilándolas y poniéndoles señales, entonces la fiesta tomaba otra característica.
CORPUS CRISTI.
Solemne recordación religiosa para reverenciar al Cuerpo de Jesús en la Hostia Consagrada, que congregaba en los templos a casi toda la población, puesto que —ya hemos dicho— se caracterizaba por su profunda fe cristiana. Tenía su especial colorido, ya que después de la misa principal celebrada en la iglesia Matriz, se sacaba al Santísimo en procesión que resultaba solemne, con pleno acompañamiento de las autoridades y todo el pueblo; el guión y los palios del hermoso dosel bajo el que se llevaba la Eucaristía eran portados por los principales caballeros, escoltado por niños vestidos de angelitos. Las congregaciones religiosas, cofradías y órdenes iban entonando cánticos, pero lo más llamativo eran las estaciones o altares que se levantaban con todo esmero en cada esquina de la Plaza y las calles por donde seguía el recorrido. Cada uno de estos altares, que desde tempranas horas se los preparaba por señoras de las más conocidas familias, por promesa, constituían verdaderas obras de arte, pareciera que cada cual quisiese presentar en la mejor forma posible; se levantaban alegorías muy bellas para dar adecuado descanso a la brillante custodia con la Hostia Consagrada; pero donde ya el altar resultaba un portento de lujo, belleza e iluminación, era en la esquina de la casa de don Moisés Navajas, pues este ricachón hacía traer desde Europa adornos de vidrio, oropel y colores exclusivamente para levantar su altar de Corpus. Trascendental y emotiva la solemne procesión del Corpus Cristi que se repetía el domingo siguiente con el nombre de “Corpitus” y salía por la mañana de la iglesia de San Roque y por la tarde de San Francisco, repitiéndose la demostración de fe cristiana y la contemplación de a cuál más lindos altares de todo el recorrido que ya era más largo y distinto. Luego la fiesta se prolongaba hasta el jueves subsiguiente cuando lo llamaban “el encierro de Corpus” y volvía salir de la iglesia Matriz. Tan solemnes procesiones se las esperaba por todo el pueblo que las seguía con mucha devoción.
SAN JUAN Y SAN PEDRO.
Estos dos apóstoles también tenían sus fiestas con diferentes formas de reverenciarlos. Así al primero, tan idolatrado por los campesinos, cuya imagen la llevaban en “rogativa” por los campos cuando tardaban las lluvias, se acostumbraba ofrecerle vísperas con llameantes luminarias que se encendían por casi todas las calles de la ciudad, igual que en el campo, para lo que se “juntaban” grandes cantidades de “sunchuhuaycu” seco, unos arbustos que crecían por todas partes, se los amontonaba en enormes piras sujetas con cañas huecas verdes y se encendía, comenzando las tradicionales luminarias que daban agradable calor en aquellas —frecuentemente— frías noches de junio; tanto la “champa” como las cañas al quemarse producían alegre chisporroteo con reventazones que gustaban a todos los asistentes y, cuando estaban quemándose por la mitad, comenzaban los saltos de los chicos y grandes sobre las llamas y brazas, siguiendo quizás costumbres ancestrales. En el campo los chapacos aprovechaban las brazas y el rescoldo para hacer cocer choclos que les llamaban “tistinchos” y se comían con gusto.
Guando toda la luminaria estaba por extinguirse acostumbraba la gente jugar con agua, así que continuaban las carreras y la general vocinglería principalmente de la chiquillada y la juventud.
Al día siguiente volvía la gente a jugar con agua; en la Recova y en ciertos barrios se “echaban suertes” fundiendo plomo y cuando estaba derretido lo vaciaban en tiestos con agua, formándose figuras de diversa clase, a las que ciertas personas que sabían interpretarlas les encontraban determinados significados, sea de fortuna o de desgracia.
Para San Pedro se repetían las luminarias pero sólo en los barrios alejados y en el campo; parece que este portero del cielo tenía más adeptos entre la clase popular y campesina. Se contaba que en el campo se realizaban otras celebraciones, nunca las pude ver.
LA VIRGEN DEL CARMEN.
Algunas conocidas familias conservaban —posiblemente desde épocas antiguas— hermosas imágenes de esta milagrosa Virgen; conocí una muy bella venerada por la familia Avila Ichazu, la misma que se la llevaba con anticipación a la Matriz para celebrar su fiesta que se la hacía solemne, con Misa Mayor, procesión y bendición de escapularios; muchos tenían por promesa asistir a los distintos .oficios religiosos
SANTA ANITA.
Antiguas tradiciones heredadas desde los españoles habían venido honrando a la Madre de la Virgen María, Santa Ana, celebrando su fiesta el 26 de julio, venerando las hermosas efigies que se conservaban en las capillas del viejo Hospital y en la Orden que lleva su nombre, pero el pueblo, con esa fe e intuición cristiana seguía además una interesante tradición cual era preparar para vender, cambiar y jugar, toda clase de cositas pequeñas, miniaturas, que las llamaban “Santa Anitas”.
Con la debida anticipación la gente se afanaba por preparar ropitas, mueblecitos, dulces, comidas, pastelitos, empanaditas, tamalitos y, en fin, todo cuanto pudiera servir para intercambio o venta, sirviendo como monedas unos botoncitos blancos para camisa llamados “conchitas”, incluso los comerciantes hacían traer buenas cantidades para venderlas por gruesas.
Llegado el día, aparte de las infaltables misas, se iniciaba un febril ajetreo en toda la ciudad, en el que participaban no sólo la gente menuda, sino todos. Así desde por la mañana se ponían en las puertas de las casas puestos de “venta” de empanaditas, gelatinas y otras golosinas, por otras partes se instalaban bazares con infinidad de artículos; en la Recova también las “cateras” escogían verduras, frutas y cositas más chiquitas para “venderlas” por Conchitas; pero la fiesta grande propiamente se realizaba en la tarde cuando a lo largo de las principales calles y con mayor auge en el barrio de San Roque (calle “ancha”), se instalaban tienditas y puestos con la mar de comidas, refrescos, golosinas, juguetes y cuanto la inventiva popular podía presentar, pero todas las “compras” y “ventas” se realizaban con Conchitas, todo un interesante juego; la gente se enloquecía, no solo los chiquillos, comprando lo que encontraba. Esta sana diversión llegaba a su climax en la afamada “calle ancha” que resultaba estrecha para contener tanta aglomeración; se hacían transacciones por cientos de pesos en Conchitas, pues había absolutamente de todo para adquirir, claro que la mayor delicia la gozaban los chiquillos, pero todo el mundo compraba y vendía algo; mucha gente iba solamente a comprar, llevando canastas repletas de cuanto encontraba a su paso.
Qué linda e interesante resultaba esta fiesta donde la gente jugaba con gracia y hasta ingenuidad !; nadie pensaba en negocio o lucro, todos estaban animados de una sana alegría y seguían la costumbre sin el menor interés utilitario, porque al final lo único que se llegaba a atesorar, eran miles de Conchitas y pequeñeces para juguetes.
Recuerdo que en mi barrio el más ingenioso transaccionista era Alberto Delgadillo que con la debida anticipación preparaba confites y bazares para vender a la muchachada en la escuela, juntando una repleta caja o tarro de Conchitas, de manera que cuando llegaba el día de Santa Anita, resultaba el más “acaudalado” de los muchachos y se iba a “dilapidar” a San Roque, claro que no llegaba a gastar todo, dejaba sus buenas reservas para el año venidero; pero esta característica resultó a la postre no solo un juego para él, porque con el tiempo llegó a ser un prestigioso banquero, pero ya no atesoraba Conchitas, sino pesos auténticos.
Dudo que toda aquella linda costumbre se conserve en toda su pureza, porque —ya dije— que llegaron tiempos en que la gente cambió debido a la influencia de la guerra y ya aquel desinterés ha debido trocarse en material mercantilismo. Es una pena, porque en Santa Anita se podía jugar no solo a las compras y ventas, sino apreciar el espíritu generoso y noble de mis paisanos; pero no hay nada que hacer, el progreso lo transforma todo y no podía escapar a él la inolvidable y divertida fiesta de Santa Anita.
SAN LORENZO.
Si bien esta fiesta no se realizaba en la ciudad, puede ser considerada como propia de las tradiciones tarijeñas porque acostumbraba atraer a casi la totalidad de la población que se trasladaba masivamente a la capital de la Provincia Méndez.
Desde la víspera del 10 de agosto, caravanas de gente devota, promesante, curiosa o fiestera, se “vaciaban” a San Lorenzo en cuanto medio de movilidad existiera, pero más lo hacían a pie, yendo por el antiguo camino de herradura que cruza por San Mateo, pasa la ancha playa del río Tarija, llega al Rancho y sigue por el Mollar hasta el río Calama, en las puertas mismas del pintoresco pueblo de Méndez; al ingresar por su callejón más largo bordeado por huertas cercadas con sencillos “tapiales” de piedra sin mezcla y añosos molles, desde allí ya se puede divisar la calle principal con sus casitas pintadas en espera de la fiesta del milagroso patrono del lugar; al atravesar por el trayecto se puede notar a gentes que lo miran a uno con cierta curiosidad, algunas lo hacen desde sus puertas de calle, las más huidizas y desconfiadas, apenas “atisban” desde sus entreabiertas ventanas, pareciera que no les gustara la presencia de extraños capitalinos, pero esto es una falsa impresión, porque todos los san lorenceños “patas amarillas” como los llamaban, son buena gente, acogedora y bondadosa. De todas maneras se concluye arribando a la placita del pueblo, por aquella época atractiva, llena de blancos cartuchos y con jardincillos bordeados de fragantísimas violetas que se riegan con cristalina y fresca agüita de acequia; aparte de coposos paraísos bajo cuya sombra y en los bancos principales casi siempre se encontraba a los renombrados hombres del lugar, muy conocidos porque se alternaban durante generaciones en el dominio de los pocos cargos públicos locales, éstos eran los Antelo, Cavero, Vaca, etc., quienes también observaban con curiosidad la llegada de peregrinos, y éstos luego dirigen sus cansados pasos a la iglesia, adonde ya les espera el mártir San Lorenzo, bien decorado, con capita y hábito nuevos, rodeado de cientos de velas. Hacia el altar se dirigen todas las miradas, los devotos corazones de toda esa gente que año tras año y con renovado fervor van a postrarse a sus plantas a implorarle su bendición; allí termina el peregrinaje de tanta gente de la ciudad y del campo, sin distinciones sociales; unas llevan velas de todos los tamaños, otras ofrendas de flores naturales y artificiales, las más devotas y que buscan alcanzar un milagro llevan piezas de plata, “estrenos” de capitas o hábitos bien bordados, en fin, todo el sentimiento cristiano, la fe y devoción hacia el mártir del que se espera ser protegido. Ese mismo atardecer se escucha la novena y otras solemnes oraciones, más tarde el canto de las vísperas que es cuando ya el templo resulta pequeño y ya no queda lugar para el encendido de velas, mientras en el atrio, calle vecina y la misma plaza, otros promesantes encienden luminarias, fuegos pirotécnicos, a cual más vistosos, revientan petardos, camaretas y buscapiés, dando un marco de iluminado esplendor que se acompaña con alegre repiqueteo de las sonoras campanitas de la iglesia y por los marciales ritmos de la banda departamental que se traslada ex proofeso y se instala en el kiosco, mientras chicos y grandes gozan paseando, saltando y divirtiéndose de lo lindo en todo el contorno y sin descanso.
EL DÍA DE FIESTA.
El alba del día siguiente es saludado con más intenso repiqueteo y estallido de camaretas, mientras sigue llegando la gente de la capital, esta vez en ómnibuses, camiones y autos, llenando la iglesia, las principales calles, la plaza, la recova y cuanto lugar encuentran, hasta convertir al pueblo en una inmensa feria, porque en unas partes se sirven ricas comidas, en otras están los chapacos con sus “chipas” de dulcísimas naranjas de Caraparí, al frente las vendedoras de maní tostado y en las tiendas se aprecia un panorama níveo, porque se repletan desde los mostradores hasta los techos de los riquísimos “rosquetes” de todos los tamaños, desde simples sortijas hasta gruesos rosquetones, aparte de las exquisitas empanadas blanqueadas, todo un espectáculo de fiesta, colorido y animación.
Pero lo que espera la gente con verdaderas ansias, es poder acercarse hasta los pies del Santo patrono, turnándose en colas y “fileras” interminables, porque la iglesia no puede contener de una vez a tanto gentío. Así llega la hora de la Misa Mayor que resulta solemnísima por que la celebran el Obispo y muchos sacerdotes que van desde la capital. El sermón con el que se hace la apoteosis del sacrificio y martirio de San Lorenzo hace lagrimear a la concurrencia; lo que constituye algo esplendente, es la procesión, cuando se lo saca en andas al Santo patrono en medio de una multitud rebosante de fervor: afuera ya esperan decenas de chunchos bailando al son de flauta, bombo y tambor, haciendo sonar sus cañitas, mientras miles de cañeros resoplan sus largas cañas fechando al cielo sus tristes melancolías; entonces se eleva el más frenético repiqueteo de campanas y el retumbar de camaretasos, en tanto que la marejada humana apenas puede moverse lentamente hacia la plaza, es cuando todos admiran las sonrosadas mejillas de San Lorenzo que sosteniendo su parrilla en la que fue sacrificado, pareciera en su imagen dirigir miradas de contentamiento y bendición a esa piadosa feligresía.
OTRO COLORIDO DE LA FIESTA.
Pasada la procesión, la gente se “vuelca” recién a buscar qué comer y beber, así como a proveerse de los famosos “rosquetes”, empanadas, masitas y aloja de maní, mientras otros se dirigen hacia la banda del río chico, haciendo temblar el pequeño y endeble puentecito, en busca de las ricas “aguas de anchi” y chichas que se sirven en “yambuis” y con mates en alegres reuniones que se improvisan en patios y corredores; otros toman rumbo hacia “Tarija Cancha” donde las chichas tienen mayor nombradía, en fin, otros se dedican a “tabear” en las orillas del río Chico, debajo de “coposos” sauces llorones; toda la fiesta llega a su apogeo en la tarde cuando los peregrinos, después de cumplir la devoción y satisfacerse con la diversión, regresan a la ciudad llenando cuanto vehículo puedan encontrar y sino “unos ratos andando y otros a pie” por el deshecho; entonces todavía queda el bonito espectáculo de los “racimos” humanos llevando “sartas” de rosquetes en cañas izadas sobre las cabezas y muy alegres de haber gozado en la tradicional fiesta de San Lorenzo.