Del libro “Autorretrato con a Oreja Vendada”
1. Cacatúa, Carcamán
Salvo escasas e increíbles excepciones, los yernos solemos tener una vida perra. Nos vemos obligados a sobrellevar con deportividad la relación con nuestros suegros, que cuando no son un obstáculo, son una carga, y cuando no nos embisten de frente, nos atropellan por la espalda, y cuando no invaden nuestra morada, nos conminan a visitarlos en la suya, en el momento menos pensado, sin delicadeza ni antelación, cuando estamos con la guardia baja. A mí me tocó el Capitán Spoiler, que a pesar de masticar cada bocado treinta y ocho veces, emitiendo tonadas de contrabajo y mirando su plato con ojos somnolientos, se atoraba al menos una vez en cada comida. Expulsaba nubarrones de humo negro, polvo y asbesto hasta que su esposa le daba fuertes golpes en la espalda seguidos de una palmada en plena nuca, con más irritación que sustento médico. ¡Respira, Alfonso, respira! Válgame Dios… Era evidente que la señora no le tenía paciencia. Sin embargo, cada vez que podía contaba que de joven su marido era muy apuesto, irresistible con su uniforme de piloto, sus gafas Ray-Ban Aviator, su chaqueta de cuero volcado, con puños y cuello de lana y su rostro bronceado; en fin, a la vieja se le iba la lengua y el Capitán Spoiler se parecía cada vez más a Tom Cruise en Top gun. Tremenda vende-humo, mi suegra. Quería hacernos creer que ese ganso despistado, capaz de dormirse de parado en el contexto más insólito -bajo la ducha, por ejemplo, o con la boca abierta, mientras el cura le daba la hostia-, y que sólo hablaba sobre modelos de aviones y flaps, rudders y slats, había sido alguna vez un hombre interesante. Cuántas veces quise decirle que no, señora, su esposo nunca fue interesante, mucho menos brillante, tampoco inteligente, ni siquiera avispado, sólo un vulgar hombre con suerte y, en lo que respecta a su relación conmigo, un confianzudo y un sinvergüenza.
Aún siento fastidio cuando recuerdo aquel sábado funesto: pasadas las diez de la mañana, me puse ropa de fútbol y protector solar mientras escuchaba con volumen alto y cantaba la canción High and dry, de Radiohead, en la que no puedo evitar desafinar en el coro. Metí en el maletín una muda mal combinada y salí feliz de mi departamento para encontrarme con mis amigos en casa de Daniel, que tenía un jardín inmenso donde jugábamos cinco contra cinco hacía más de diez años. Todavía cantando, bajé por el ascensor en dirección al sótano, caminé hacia mi espacio de parqueo y lo hallé vacío. Metí la mano en mi maletín y no encontré las llaves de mi vagoneta. Subí corriendo por las escaleras para interrogar al portero, un beniano de metro y medio que, siguiendo su costumbre, no me contestó el saludo ni levantó la vista del periódico amarillista, con fotografías pornográficas y titulares morbosos sobre crímenes que tenía siempre a mano. No tenía tiempo ni ánimo para aguantar su desgano y cada vez me preocupaba más la posibilidad de que alguien se hubiera robado al Bandido. Sin mucho esfuerzo, lo agarré de la polera, lo saqué de la recepción por un espacio estrecho entre el mueble y la pared -el hombrecito era liviano como una bolsa de ropa sucia- y lo arrastré por las gradas. Aleteaba como una paloma, maldecía con una voz ronca y aguda -como si Joe Pesci hablara en castellano y con acento oriental- y me gritaba que no sabía quién putas se había llevado mi vagoneta y por qué carajos no le preguntaba a mi mujer. Atrevido, Pulgarcito. Lo solté cuando llegamos a mi parqueo y en su torpe aterrizaje levantó una nube de polvo.
Elena tenía su propio vehículo, así que la descarté como sospechosa desde un principio. De todas maneras la llamé al celular más de diez veces, pero no me contestó. No era para alarmarse, ella dedicaba gran parte de su día a perder, buscar y encontrar su teléfono. Una vez, luego de verla revolver la casa entera y estar al borde de un ataque de histeria, decidí ayudarla y encontré el aparato en el congelador, totalmente escarchado, entre una bolsa de chuletas de cerdo y una caja de ravioles. En medio de la cavilación, recibí una llamada de Daniel. Me profirió un insulto grueso y reclamó mi presencia en la cancha, ya estaban los nueve y sólo faltaba yo. De fondo, escuché las voces de otros cavernícolas que me adjetivaban con la misma amabilidad. El portero intentó escapar, pero lo sujeté con dos dedos de una trabilla de su pantalón y pataleó en el aire como una caricatura, sin poder avanzar ni un centímetro. Entonces me miró con furia, con sus ojitos de Jochi Colorado. Hace rato vino su suegro, me contó, refunfuñando. Dijo que iba a visitar a la señora Elena y subió por el ascensor. Resulta que el Carcamán entró a mi departamento cuando yo me estaba cambiando, sacó de mi maletín las llaves de mi vagoneta y salió sin ningún remordimiento. Quizás incluso se llevó una manzana para merendar. A esa hora Elena ya no estaba en casa, lo que significaba que el intruso tenía una copia de la llave de la puerta y que no tenía ningún temor de encontrarse conmigo. Salí del edificio con los cordones desamarrados y mi bolsón abierto y corrí cuatro cuadras hasta la casa de mis suegros. Llegué muy agitado, nunca tuve gran resistencia, aún en Fútbol 5 yo me posiciono como delantero centro. Toqué el timbre varias veces y nadie salió, pero percibí un ligero movimiento de las cortinas de una habitación en el segundo piso. Era mi suegra, la Cacatúa, con certeza la autora intelectual de ese atropello. Espié entre las enredaderas del garaje y vi el Mercedes Benz 300D, verde oscuro, con asientos de cuero y techo solar, que tenían desde mediados de los ochenta y conservaban siempre brillante y bajo sombra. Saqué mi teléfono del bolsón para llamar nuevamente a Elena, y mientras marcaba apareció el Bandido -un Land Rover Santana del 74, herencia de mi papá- doblando la esquina y dirigiéndose a la casa. Manejaba el Capitán Spoiler, claro, con guantes de cuero, lentes de aviador y una ridícula boina a crochet que se adecuaba más al invierno parisino de los sesenta que a un medio día en Cochabamba. En el asiento de atrás, en medio de bolsas de mercado, iba una sirvienta que se bajó para abrir el garaje. ¡Viejo-confianzudo-hijo-de-mil-putas!, quise decirle, pero pensé en Elena, me tragué el insulto y sentí que cada palabra se convertía en un trozo de carbón encendido que me quemaba la garganta y el estómago. Ni mi presencia en su casa, ni mi semblante indignado, modificaron en lo mínimo su cara de gato empachado. Se bajó, me entregó las llaves y, sin ninguna intención de pedirme disculpas, me dijo, con el tono de una conversación ordinaria, que había sacado mi vagoneta para llevar a su empleada al mercado, porque no estaba loco para ir en su Mercedes a una zona con tanto tráfico, donde las bestias que conducían micros y taxis podían chocarlo o rasparlo. Siguió hablando mientras caminaba hacia su casa, ya sin mirarme. Además, si dejo el Mercedes parqueado en la calle pueden robarme la insignia, y ese sí que es un problema porque la empresa de seguros tarda un siglo en reponerla.
Llegué a casa de Daniel a la mitad del partido y jugué muy mal. Me quitaron varias veces el balón, erré pases sencillos, perdí varios goles y en una ocasión rematé tan desviado que mandé la pelota a la piscina, episodio que fue un gran motivo de risas después del partido, mientras encendíamos la parrilla y tomábamos las primeras cervezas. El incidente con el Capitán Spoiler me había indispuesto completamente, estuve abstraído y hablé poco con los cavernícolas durante toda la jornada. Pensé, buscando algún consuelo, que al menos en esa ocasión el Carcamán no se había dormido manejando mi vagoneta, como aquella vez en que nos llevaba a casa luego de almorzar en un restaurante. Se detuvo frente a un semáforo rojo y, de la manera más natural, cayó dormido con la frente apoyada en el volante. Los vehículos de atrás, luego de varios segundos de bocinazos y mentadas de madre, tuvieron que pasarnos por un lado. Como siempre, fue mi suegra quien lo despertó. En esa ocasión, con un golpe en las costillas. ¡Despierta, Alfonso, estamos en media calle! Válgame Dios…
CONTRATAPA
“Salvo escasas e increíbles excepciones, los yernos solemos tener una vida perra. Nos vemos obligados a sobrellevar con deportividad la relación con nuestros suegros, que cuando no son un obstáculo, son una carga, y cuando no nos embisten de frente, nos atropellan por la espalda, y cuando no invaden nuestra morada, nos conminan a visitarlos en la suya, en el momento menos pensado, sin delicadeza ni antelación, cuando estamos con la guardia baja.”
El autor describe un país caótico -en el que cholets surrealistas se abren paso a codazos entre aburridos edificios de arquitectura occidental, incluso en los quartiers d’élite- donde una fauna de jailones acomplejados, arribistas astutos, monarcas aimaras, voluptuosas mujeres de moral distraída, extranjeros cazafortunas, políticos de caricatura, paramilitares nostálgicos, suegros atropelladores y otros personajes turbios se seducen y se estafan con sorprendente facilidad.
El personaje principal, Vicente Urquidi -un glotón sin etiqueta, más parecido a Vince Vaughn que a James Bond-, realiza una reflexión honesta –“un autorretrato real, sin maquillaje, con una sombra de barba y la oreja vendada, cual Van Gogh en Arlés…”- sobre el verdadero significado de la familia y el uso valiente del cernidor para desechar a parientes problemáticos –“son frecuentes las historias de chantajes, extorsiones, violencia física y psicológica entre consanguíneos…”- y rodearnos sólo de aquellos individuos imperfectos que nos inspiran confianza y cariño auténtico y que felizmente no comparten nuestro apellido.