Eduardo Trigo, el hombre generoso
Debo empezar esta presentación con una confesión:
Debo empezar esta presentación con una confesión: me presté el título de un obituario escrito por Jesús Cantín sobre mi padre. Mis razones son parecidas a las que arguye el periodista: es difícil definir a una persona con una vida tan prolífica en apenas unas cuantas palabras. La generosidad es, sin duda, el común denominador de todas sus facetas.
Eduardo Trigo O’Connor d’Arlach nació en la casa de sus padres ubicada en la esquina de las calles Bolívar y Sucre en la primavera del año 1936, cuando Tarija era un pueblo rodeado de ríos caudalosos y con algo más de 15 mil habitantes. Mi padre fue un privilegiado por la época en la que le tocó vivir: conoció Tarija cuando las calles eran empedradas, las casas de adobe y cuando había cuatro plazas, cuatro farmacias y un solo taxi y se fue después haberla visto multiplicar doce veces su población y de haber sido testigo de hechos trascendentales en el desarrollo de la ciudad como la llegada del teléfono, de la primera señal de televisión a color de Bolivia y del internet, y de ver aparecer sitios emblemáticos como la avenida, la terminal del aeropuerto o el observatorio astronómico.
Fue el tercer y último hijo de Raquel O’Connor d’Arlach y Oscar Trigo Pizarro, y creció en una familia tradicional en la que se cultivaban las buenas costumbres de la época. Fue nieto de Tomás O’Connor d’Arlach, uno de los intelectuales bolivianos más destacados, a quien no llegó a conocer, pero de quien presumimos heredó varios atributos. En su casa no había grandes lujos, pero había espacio para la música, el arte, la lectura, sus padres estaban suscritos a revistas y periódicos internacionales que llegaban a Tarija con retraso pero que eran la única ventana posible al mundo. Él, en su infancia, leía la revista Billiken que llegaba desde Buenos Aires y que relataba hechos históricos con dibujos y textos cortos.
No fue un niño convencional. Desde chico le gustaba estar con la gente grande y escuchar sus conversaciones, conocer historias familiares en las anécdotas de sobremesa y leer los diarios que habían escrito sus antepasados. Esperaba con ansías cada fin de año porque la familia se iba todo el verano a su finca en Santa Ana, un viaje que 20 kilómetros que entonces duraba una hora y donde disfrutaba de bañarse en el río todos los días, de tomar leche al pie de la vaca, de hacer paseos a caballo, jugar juegos de mesa a la luz de lámparas de kerosene y escuchar alrededor de la fogata los cuentos de terror que contaban los campesinos que vivían en la hacienda y que llenaron de fantasía su infancia. A lo largo de su vida, recordó con añoranza esas vacaciones que sembraron en él su profundo amor a Tarija.
Dice el poeta Rilke que “la verdadera patria del hombre es la infancia” y es posible que todo lo que Eduardo Trigo hizo en su vida hubiera sido sembrado en ella. Desde pequeño desarrolló dos virtudes que en principio parecen contradictorias: el don de la escucha y el don de la palabra. Mi padre era una persona observadora y silenciosa, pero con una actividad interior en ebullición permanente que cuando empezaba a narrar historias revelaba un poder cautivante como un imán. En cuanto abría la boca, se hacía la magia. Tenía fascinación por el lenguaje, le gustaba hojear el diccionario y era un buscador maníaco de palabras precisas. Escribía de manera pulcra y lírica como pocos. De uno de sus libros de historia, el escritor Franco Sampietro dice que su obra se acerca al arte y que sus letras se asemejan a la poesía.
También fue un lector voraz. Leyó los clásicos de la literatura universal en francés, idioma que le enseñó su mamá en la infancia sentándolo todas las tardes después de almuerzo a pasar clases con ella. De aquellos años conservó libros de francés y vinilos para practicar la pronunciación del idioma que llegó a dominar. La afición por la lectura y el conocimiento lo acompañó a lo largo de la vida. Su compañero de cuarto en los años universitarios en La Paz, Fernando Paz, recuerda que se despertaba en la madrugada y leía antes de comenzar el día y la rutina se repetía en los atardeceres escuchando música juntos. Tenía un poder de abstracción envidiable y era capaz de leer en medio de alborotos imposibles. Al final de la vida, cuando se nublaron sus ojos azules, tuvo quien le leyera en voz alta libros y periódicos, leía a diario casi toda la prensa boliviana y un par de diarios extranjeros, estuvo siempre al corriente de lo que acontencía en el país y el mundo. Le gustaba leer columnas de opinión y tenía la gentileza de hacerle saber a los autores cuando un artículo le gustaba.
Y es precisamente la gentileza una de las principales características por las que la gente lo recuerda. Era amable y atento con todos. Un periodista de la vieja guardia me contó que cuando mi papá era vicecanciller era el favorito del gremio porque no le negaba entrevistas a nadie, independientemente del tamaño o prestigio del medio en el que trabajaran, y que los recibía en su despacho con cordialidad. No escatimaba su tiempo ni su conocimiento con nadie.
Emanaba una calma contagiosa y se podía conversar horas con él: sabía de historia, de actualidad y tenía un gran sentido del humor, era ocurrente en sus respuestas y tenía salidas llenas de picardía. Poseía la virtud de reírse de sí mismo y a sus hijos nos pedía que nos hiciéramos la burla una y otra vez de sus despites inolvidables para volverse a reír. Mostraba un geniuno interés por cosas que a uno lo entusiasmaban, podía escuchar atento hablar de cosas tan dispares como la inteligencia artificial o la formas en las que puede cebar el mate. Con él, el tiempo se suspendía y la vida entraba en un paréntesis de serenidad.
La vida de mi papá no se puede contar sin mencionar su profundo amor a Tarija. Pero no era un amor de declaraciones pomposas ni de fotos con camisa de chapaco cada 15 de abril, fue un amor dedicado, al que le entregó una buena parte de la vida: estudió durante años su historia, y su obra periodística y literaria estuvo centrada en Tarija. Lo motivó el poco espacio que dedicaban los historiadores nacionales a la participación de Tarija en la Guerra de la Independencia o a su incorporación a Bolivia por la propia voluntad de los habitantes. Por eso, a lo largo de los años y a la par de sus actividades profesionales, recorrió en su tiempo libre archivos históricos, investigó y recolectó documentos manuscritos que estaban dispersos para producir libros que hoy son fundamentales para entender no solo a Tarija sino también a Bolivia desde la región.
Mi papá decía que el amor del ser humano a Tarija entraba por los sentidos: por el olor de la tierra después de la lluvia, la fragancia de los churquis, la melodía del dejo cantado al hablar, los sabores de la gastronomía local, la calma que transmitían las pozas de los ríos. El río posiblemente fue el lugar que más amó en la vida, era extremadamente hábil para caminar descalzo en las piedras, le gustaba echarse mojado sobre las lajas hirvientes y cuando trabajaba como abogado en el Banco Agrícola, iba al mediodía a bañarse al Guadalquivir -a la altura del puente San Martín- y volvía al trabajo a primera hora de la tarde. Tenía una frase emblemática, decía que la tiricia se curaba tirando piedritas al río.
En su vida personal siempre fue un ejemplo a seguir. En uno de los últimos cumpleaños, su amigo Pedro Heberto Moreno hizo un brindis por él y dijo que Lalito – como le decían con cariño- había sido una persona ejemplar desde niño. Ciertamente su vida fue una puesta en escena del deber ser. De manera natural, él demostraba cómo debe ser un padre, cómo debe ser un hijo, cómo debe ser un hermano, un amigo, un vecino, un ciudadano. Fue excepcional en todos los roles de su vida.
Hay un episodio que lo retrata de cuerpo entero. En una época en la que trabajaba mucho y tenía pocas horas de descanso, una mujer que había sido cocinera en la casa de sus papás, doña Gregoria, lo buscaba incesantemente para pedirle ayuda con un problema que tenía con el dueño del cuarto que ella alquilaba. Lo buscaba siempre al mediodía, en el escaso tiempo que él tenía para almorzar. Uno de esos días en los que sonó el timbre, alguien pidió que si era doña Gregoria le dijeran que mi papá no estaba para que pudiera comer tranquilo. Él, en ese momento, dijo que no lo hicieran, pidió que la hagan pasar y argumentó ante nosotros: “¿saben?, soy la única esperanza que ella tiene en la vida”. Y así, pasó infinitos mediodías sin comer escuchando los pesares de doña Gregoria.
Mi papá era también una persona sencilla y sin aires de grandeza. Era quien siendo vicecanciller y teniendo un chofer a su disposición, se transportaba de vez en cuando en minibús. Era quien se levantaba en madrugadas heladas para comprar pescado, que elegía él mismo trepado en la carrocería de los camiones que llegaban de Villa Montes. Fui afortunada de acompañarlo en esa faena. Era quien cumpliendo funciones diplomáticas recibió invitaciones de la reina Isabel para tomar el té pero a la vez disfrutaba de comer en mesones compartidos en el mercado, donde fue el mimado de las vendedoras. Una vez, a finales de los 90, un periodista de La Paz lo visitó en Tarija y mi papá lo llevó a comer al mercado. Volvió sorprendido de ver que las vendedoras lo conocían y lo querían, le sugirió entonces que se postule para alcalde.
También fue un buen amigo, estaba pendiente de los más cercanos y cada tanto hacía rondas por teléfono para preguntar cómo estaban. Tuvo siempre una actividad fija los viernes en la noche, un grupo de amigos con los que jugaba cacho y del que fue -como dijo su amigo Diego Cisneros-, el “alma, alegría y amalgama”. Desde el jueves al mediodía se ponía en modo cacho y llamaba uno por uno para asegurarse de que nadie falte.
En la vida familiar no miento al decir que fue el favorito de todos. Y que la favorita de él fue mi mamá, a quien amó con una devoción fuera de serie. Pero siempre se entregó con generosidad a todos nosotros. Nunca decía que estaba cansado, que le dolía la cabeza o que tenía algo que hacer. Era compañero para todo, le decías vamos a hacer algo y estaba listo para cualquier plan. Pese a su edad y a sus hondas convicciones religiosas, fue amplio de mente y nunca nos juzgó, incluso cuando no estaba de acuerdo con nosotros.
En la vejez terminó de revelar toda su grandeza. Cuando su cuerpo ya estaba cansado y le daba más de un achaque, se tragó todo el dolor para que nosotras estuviéramos tranquilas. Nunca, pero nunca, se quejó. Descubrimos que ese cuerpo menudo y frágil contenía una bestia llena de fuerza y coraje que en los umbrales de la muerte, cuando pudo haber aullado, eligió callar y decirnos sin decirnos “tranquilas, todo va a estar bien”.
Mi padre, en su humildad, creería que no merece este homenaje y les estaría profundamente agradecido como lo estamos en mi familia. De mi parte, además de dar las gracias por este reconocimiento, agradezco al colegio Hno. Felipe Palazón por haberme invitado a hablar esta tarde. Como hija, me hundí en la herida viva de su ausencia al escribir este texto, pero en un intento periodístico de tomar distancia y recoger diferentes voces para contar cómo era, pude apreciar con otros latidos a este maravilloso ser humano.
Para cerrar, me vuelvo a prestar una frase y cito al poeta Julio Barriga que cuando se enteró del fallecimiento de mi papá escribió: “murió el último gran hombre que quedaba”.
Muchas gracias.