Tarija de antaño
La tierra en la que uno vivió su infancia



La tierra en la que uno vivió su infancia atrae como la fuerza del viento que no se detiene y el ímpetu del vuelo del halcón para bajar súbita y verticalmente sobre su presa, que es transportada por los aires hasta morir. Así sucede a todo mortal: evoca el tiempo lejano incluso al momento de cerrar los ojos en el sueño eterno.
Durante la época de mi niñez y posterior adolescencia, Tarija todavía era una gran aldea o, si se prefiere, una ciudad provinciana de alrededor de treinta mil almas. El flujo de automotores era mínimo y la novedad constituía un taxi descapotable manejado por el “Vientito”, muy conocido en la capital chapaca. Cuando alguien requería sus servicios, él preguntaba a su ocasional pasajero donde qué familia tendría que transportarlo. ¡Lógico!, era más fácil acordarse de los apellidos de los habitantes antes que retener el nombre de las calles, a veces complicado o extraño en el ambiente, además de la numeración respectiva, que en nuestras ciudades jamás se mantiene en estricto orden correlativo.
De pequeñuelo recuerdo la presencia de don José Zamora, quien llegó a ser muy amigo de la familia, en esa época de unos setenta años aproximadamente, plantado en la plaza Luis de Fuentes esquina calle La Madrid, delante del Hotel Atenas, semejando ser un varita o agente de parada ad-honorem con la particularidad de que solo dirigía miradas y observaba cuanto aconteciera en las cercanías. Ni movimiento vehicular existía en la década del cincuenta, pero estaba apostado ahí, firme en su morosa curiosidad y aburrimiento mundano. Aquí un paréntesis acerca de un similar episodio. En la ciudad de Sucre diez años más tarde dos hermanos de apellido Rua adoptaron un comportamiento parecido; guiando, empero, el incipiente tráfico de automotores, con el añadido de que uno de ellos presidía el ceremonial de los entierros a pie en el domicilio donde se cumplía el velorio, abriendo paso pito en mano al carro funerario y cortejo de parientes y amigos. La hermana fue la mejor alumna de la Facultad de Derecho, aunque los varones demostraban adolecer de algún retraso mental.
Don José Zamora tuvo tres hijos albinos. El menor, Humberto, entonado el ánimo por unas copas de vino blanco cantaba así: para qué quiere el gringo casa pintada con balcones a la calle, si no ve nada. En el colegio, víctima de mofas y provocaciones, aceptaba pelear a puños en horas de la noche; de cuyos encuentros salía airoso porque entre penumbras vislumbraba a su contendor y con fiereza de gladiador supo de victorias y no de humillantes derrotas. Los albinos son iguales a sus semejantes, únicamente de piel muy delicada, sensible en extremo al no poseer pigmentación, careciendo de buena visión y los rayos del sol hieren el iris.
Aparte de los albinos, don José engendró dos hijas muy atractivas, Carmela y Ana. La primera de ojos rasgados y de mirada aguda de águila, junto a la menor, Ana, de bonita figura.
En el verano, transcurrido el mediodía las calles en Tarija se vaciaban, por cuanto el calor obligaba a tomar un descanso. Era de rigor hacer la siesta, es decir dormir por lo menos una media hora o algo más. La siguiente descripción proviene de la nueva novela de Mario Vargas Llosa titulada El héroe discreto, que pareciera referirse a la Tarija de antaño, aunque el autor naturalmente se ocupa de una ciudad peruana: “Hasta los perros habían dejado de corretear y ladrar. Todo el vecindario parecía dormido”.
El retraimiento, el estar a solas consigo mismo, uno lograba ya en el patio trasero de la vivienda que en las casonas antiguas venía incluido; ya en el dormitorio cuya ventana daba al canchón de atrás, donde una higuera en sus anchos brazos acogía a las gallinas y estas provocaban ruidos con sus aleteos y golpes de las ramas en el cristal, causando mucho miedo en las noches en que los pequeños nos quedamos solos; ya en el primer patio con habitante en solitario: una palmera con más de diez metros, quizá única en su género en la zona central, o una de las pocas en ese tiempo en la ciudad. Los dátiles que produjo esta esbelta planta eran deliciosos y muy codiciados por los amigos el barrio, quienes al pretender extraer los frutos apiñados desde las alturas en que crecían mediante cañahuecas amarradas entre sí, lo único que conseguían era romper los vidrios del segundo piso correspondientes a un estudio fotográfico de un señor apellidado Rolón. En el departamento de enfrente vivía la dueña de casa Concepción Avila, viejecita que en las noches frecuentaba el corredor y elevaba la vista para tratar de divisar la luna o, al menos, observar las estrellas. A los niños este comportamiento nos resultaba raro; pasados unos años supimos que la anciana religiosa y cumplidamente bebía dos copas de vino –lo cual no era extraño en el área citadina— a la hora de la cena y a ello obedecía su salida nocturna. Ante sus narices se elevaba orgullosa la palmera, en dominio libre y absoluto del cielo estrellado…
O esta interpretación amable, inspirada en la prosa del escritor Augusto Monterroso. Ya octogenaria doña Concha, quizá pensaba que si Dios pronto la acogería en el Cielo no se sentiría a gusto porque desde allí con certeza no se ve el cielo nocturno, ni sería similar al de Tarija. Por tanto, ¡había que aprovechar ahora y aquí en la Tierra!
Entre los condiscípulos del colegio y amigos del barrio, nadie manejaba –es decir sus padres— automóvil; en escasos lugares había teléfono y refrigerador, no obstante la acción del clima, artefactos hoy de uso común allá donde uno va. La bicicleta constituía el medio de locomoción más usual y gente de toda edad circulaba por la ciudad, avenida costanera, plazas y parques. Jamás se supo de robo alguno a pesar de que las bicis descansaban estacionadas sobre las aceras o a la vera de las calles; de igual manera que los canes casi exánimes por el intenso sol no atinaban a ladrar ni a levantarse. Al propietario de un local comercial situado en la calle Mariscal Sucre, que de la Plaza de Armas converge en el Mercado Central, súbdito extranjero de la tercera edad, los muchachos cuando lo veían pasar montado en una bicicleta le gritaban “alicateee”, debido a sus salientes rodillas, provocando la ira del aludido que no por ello descartaba este medio de transporte cotidiano.
A partir de las seis de la tarde los jóvenes acostumbraban reunirse de modo regular en la plaza Luis de Fuentes, mero centro y núcleo de toda actividad; paseo que los días domingos y jueves se alegraba con los acordes de una banda de música en las llamadas retretas. No deja de ser curioso anotar que, pasados los años, en la década del setenta del siglo XX, el perímetro de la plaza quedaba desolado después de las veinte horas en razón a que nadie quería perderse el capítulo diario de la telenovela brasileña “El bien amado”, protagonizada por el alcalde Odorico Paraguazú, junto a las tres hermanas solteronas Cajazeiras que en presencia de la autoridad edilicia coqueteaban sin disimulo y luego recibían, por turno, lo que con ardor buscaban. A una de ellas el alcalde la hace casar con su tímido secretario –cuyo hobby era cazar mariposas-- y cuando nace su hijo ¡vaya sorpresa! resulta un bebé mulato idéntico al jefe. Marcó tanto esta serie televisiva en el gusto popular al punto que actualmente existe en Tarija un barrio llamado Sucupira, ni más ni menos como en la tele.
Los días sábados en la mañana la juventud practicaba fútbol no solo en los escasos espacios destinados a este popular deporte, e incluso se habilitaba –en el caso de mi barrio— el atrio de la iglesia San Francisco, que servía ¡Dios nos salve! a efecto de ensayar tiros al arco, o jugar volibol. Doña Mercedes Lema, vecina de la parroquia, entrada ya en años y en carnes, nos recriminaba y vociferaba para que nos abstuviéramos de jugar. La muchachada hacía caso omiso, ¡todo por amor a la pelota!
Lo grave es que transcurrido el día los alumnos debíamos asistir a la misa de los franciscanos e íbamos desde el colegio en columna bajo el control del regente, ataviados de terno de color azul, pantalones cortos por la edad y el extenuante calor. Otro deporte muy popular era el básquetbol y, en tanto durara la vacación, existían fanáticos que se pasaban días enteros bajo el tablero, practicando lances al cesto; ejercicio interminable que a la postre rindió óptimos resultados en campeonatos nacionales, con clubes de primer nivel al estilo Umpayú.
Tarija continúa en exhibición y entrega diaria de su donaire andaluza, enamorada de sí misma, fiel y esmerada anfitriona venida del interior y exterior del país, principalmente de la República Argentina; territorio que en vía de compensación conocen muy bien los tarijeños, tal vez antes de conocer La Paz, Santa Cruz o Cochabamba.
Párrafo aparte merece el nacido en esta tierra, que por azar del destino tuvo que emigrar --así no lo hubiese deseado, por cuanto es mejor vivir siempre en esta chura ciudad-- y la cosa es que encuéntrese donde se encuentre, bien puede ser La Paz, Buenos Aires, Madrid, Santa Cruz o París, abriga el propósito y ¡lo consigue! de volver cuantas veces lo permita su bolsillo, flaco o gordo. ¡Cómo olvidar las jornadas de baños en el antiguo Guadalquivir, los asaos en tardes de sol, paseos a Tomatitas, San Jacinto o Padcaya, las tomadas de vino entre amigos junto a la infaltable guitarra, además de las fiestas lugareñas?
Otro tanto acontece con las personas que visitan Tarija por primera vez, que estén donde estuvieren vuelven pronto y aprovechan la oportunidad que se les presenta. La sencillez y simpatía de sus habitantes, el clima benigno y la verde campiña, son campanadas que convocan a retornar en las ocasiones que sean posibles. Sólo aquí el espíritu busca la paz y serenidad que en otras latitudes no se encuentra. De contrario, existen algunos jóvenes (una mínima parte, menos mal) que sienten cansancio, cansancio de no hacer nada; pertenecen a la generación nini, ni estudian ni trabajan. ¡Qué pena!
No se piense, según se comenta por ahí, que los tarijeños son calmos y lentos, lo cual solamente sucede en el habla, ya que más que hablar cantan. Años después de lo relatado, los tres colmos de los nacidos en esa tierra fueron: disponer de la flota de transporte interdepartamental llamada “La veloz del sur”, del equipo de fútbol de mayor fanaticada “Ciclón” y del popular ministro de trabajo Oscar ‘Motete’ Zamora; justificando aquello que se lee en el ingenioso Decálogo del Buen Tarijeño: “Tarija, capital mundial del trabajo” –y de la velocidad, habría que agregar. Entonces, ¿qué se puede decir acerca del tema de la lentitud? Cuento. Purito cuento.