Mariposas Amarillas
Leoncio Arauz nació una mañana de primavera tres años antes de la guerra del 32. Fue una jomada feliz y de eterna memoria para toda la gente, porque además, en esas mismas horas de maravilla, arribó sobre un camión la primera bicicleta al pueblo, equipada de parrilla, canasto y campanilla,...



Leoncio Arauz nació una mañana de primavera tres años antes de la guerra del 32. Fue una jomada feliz y de eterna memoria para toda la gente, porque además, en esas mismas horas de maravilla, arribó sobre un camión la primera bicicleta al pueblo, equipada de parrilla, canasto y campanilla, de propiedad de la joven maestra Inés Palmasola. Esa misma mañana única de noticias, también se gozó de la finísima lluvia propia de los atolondrados años bisiestos, desde un diáfano cielo absolutamente despoblado de nubes, que apenas humedeció el suelo antes de evaporarse sembrando empapadas, menudas y coloridas margaritas de monte.
Un aula de la escuela se predispuso para el alumbramiento del niño y sus cuidados debido a que en la casa Arauz se velaba a Heriberto, padre de Leoncio. El destino trabajaba de esa manera: enterado del inminente arribo de su primer hijo, Heriberto había resuelto celebrar en compañía de algunos amigos y su cuñado con la ansiedad propia de un pueblo sin noticias. Todo el día bebieron alcohol en el segundo patio de la casa, bajo la sombra densa del inmenso algarrobo y recreando la vista con el paisaje sin igual. Para ese entonces, el Chaco era el desierto vegetal más grande del mundo, y también el más bello. Surcado por ríos surgidos en la cumbre de la antigua Charcas, alborotado por bandadas de loros chocleros, pleno de colinas y matices del verde, Entreríos lucía parecido al paraíso perdido en tiempos del pecado, o al Edén prometido para las muy buenas almas. Pero quiso el infortunio que Heriberto pisara una cáscara de sandía y cayera sin remedio golpeándose la nuca para congoja de todos. El pueblo entero se negaba a creer la desgracia.
El niño nació ayudado por las manos inteligentes de la comadrona mientras en la calle estallaba el alborozo por la bicicleta. Sus gritos agudos de espanto ante la realidad horrorosa fueron absorbidos por los chiflidos de alegría y estupor de los vecinos que de inmediato exigieron que la maestra diera un giro por la plaza montada sobre ese prodigio de apenas dos ruedas. Inés Palmasola no sólo que lo hizo, sino que aprovechando el impulso soltó el manubrio y mostró su equilibrio de circo con las manos en la nuca.
La joven maestra de escuela había llegado de la lejana Cochabamba, una región subandina habitada por indios quechuas, donde la bicicleta se impuso al burro. Su abuelo, su padre y sus propios hermanos la manejaban con absoluta soltura. Y luego de estudiar en la normal para maestros aceptó el Chaco con buen talante para su año de provincia. Pero al cabo de ese año las autoridades parecieron olvidarse de ella y la dejaron por otro año más, que también aceptó de su agrado. Sin embargo, de inmediato sintió la real necesidad de montar su bicicleta y por eso reclamó a Cochabamba que se la enviaran. Cuando por fin la tuvo entre sus manos y piernas pensó que la vida valía absolutamente la pena.
Leoncio Arauz fue siempre un niño lindo. Apenas nacido, muchas de las mujeres quisieron darle de chupadas como a un caramelo. Tenía el pelo de seda y ensortijado, la piel pálida y con los cachetes encendidos, los ojos grandes y negros, y la boquita dibujada como un rozón de fantasía.
Parecía un querubín del Cuzco. La maestra Inés Palmasola quedó maravillada ante su presencia sin igual.
-¡Yo quisiera uno como tú! -había exclamado.
María, mamá de Leoncio, se mostró agradecida ante tantas muestras de afecto de parte de sus paisanos. Mientras rearmaba su vida con la ayuda de todos después de la desgracia mortal de su esposo, accedió también que la joven maestra llevara a su niño, todas las tardes de Dios, a pasear por los múltiples senderos, habitados siempre de mariposas amarillas, rumbo a los ríos. Lo montaba en la sillita especial delante del manubrio de la bicicleta y le iba cantando la canción “sapito quiere volar”, de su espontánea autoría, con todo su potencial amor de madre siempre en vísperas. Allí pasaban las tardes apacibles viendo correr las cálidas aguas inagotables.
A los pocos años se empezó la construcción del puente de madera y clavos para que pasara la guerra contra el Paraguay. Llegaron los soldados y el ruido macabro de sus botas. Llegaron los oficiales y el ruido sibilino de sus sables. Y tras todos ellos llegaron los mercachifles del altiplano con sus hierbas contra la melancolía y sus ungüentos contra el dolor, y llegaron las fritangueras que se apropiaron de las pocas esquinas y llegaron también las prostitutas con sus mañas certeras para las penas del corazón. El pueblo se conmovió hasta los riñones con el desmesurado desorden y tapió con tablas y cuanto pudo sus otrora ventanas, cerró y trancó puertas por primera vez y se olvidó del mundo hasta alguna remota pacífica mañana feliz.
El padre Ángel Totti llegó a Entreríos un año antes de esa guerra. Su antecesor, el padre Carmona, mal conocido como el Falso Cura, había sido el principal impulsor de la construcción de la iglesia. Hasta entonces, una cabaña de barro y paja, con paredes interiores quemadas a cal viva, hizo de capilla donde celebrar misa cada domingo. El caserío era apenas una doble hilera de calles chuecas que desembocaba en una plaza de tierra repleta de toboroches, palmeras y almendros, que daba la espalda al monte feroz, y que miraba de frente a un canchón que hacía las veces de cementerio. Los días domingo, convocados por el repiqueteo barato de una lata cualquiera, algunos vecinos se aproximaban a la capilla y rezaban sin fervor para evitar la amonestación del cura si se lo topaban luego en una de las calles. Pero el gran resto del vecindario no se sentía atraído por tanta improvisación de lágrima.
Casi al borde del desánimo, el Falso Cura había lanzado una arenga que bien pudo parecer su propia razón básica para seguir viviendo.
-¡Debemos evangelizamos! ¡Paguemos nuestras culpas construyendo la iglesia con las manos!
El padre Ángel Totti llegó cuando los cimientos estaban instalados y las grandes piedras de laja comenzaban a amontonarse en el lugar. El padre Carmona había ido a la ciudad de Tarija a reclamar ayuda a sus autoridades llevando consigo el plano de la iglesia trazado a simple mano alzada, pero no tuvo tiempo de mostrar nada porque la policía lo atrapó cumpliendo la orden del juez de Oruro por adeudo de pensiones familiares. Después no se supo nada más de su suerte y el pueblo quedó sin su conductor espiritual. A los meses, el día menos imaginado, se vio en el horizonte redondo emerger una sombrilla negra, y casi de inmediato un sombrero negro de ala corta y copa de hongo, y luego una sombra negra bamboleante y por fin la mula de cuerpo entero. Los vecinos quedaron de pie a la espera de la visita mientras un sol de plomo amenazaba con derretirlos. Al cabo, el hombre y la muía detuvieron su lento andar en la puerta del hotel ante la expectativa general. Mientras sus manos buscaban entre los diversos trapos de su ropa, recorrió con la mirada de escudriño cada uno de los rostros de la gente. Por último, esgrimiendo el inmenso crucifijo de madera en alto, por sobre su cabeza y sombrero, les sonrió piadosísimo desde el más allá con tanta intensidad que logró postrarlos de rodillas en la arena candente.
-He venido a que busquemos la salvación juntos -les dijo, y apuntó a las obras iniciales del templo-. O a condenamos todos.
Al tiempo, la iglesia construida en obra gruesa logró el milagro único de convocar a los pobladores del Pajonal, a los sufridos trabajadores de Salinas que tenían la piel viva y estragada por la sal de los yacimientos, a los turcos herméticos de Palos Blancos, a los sabios ingenieros de los pozos de petróleo de Sanandita y hasta a los mismos indios weenhayek que vivían entre los matorrales espinosos de la densa espesura confundidos con los faisanes de monte. Los días domingo, al simple son de la novedad, toda esa gente celebraba la misa para beneplácito del cura y de inmediato convertían al pueblo en una feria diversa en la que a veces aparecía alguna familia de gitanos de conveniencia capaces de leer sin error el futuro inalcanzable.
Leoncio Arauz fue creciendo bajo el cuidado de toda esa humanidad visible en Entreríos. Carente de padre, los hombres actuaban a nombre suyo y le enseñaban las artes y las mañas necesarias en esta vida. Y las mujeres ayudaban a María llevándolo a jugar al patio de sus casas, dándole de beber chocolate con pan recién horneado y haciéndolo pasear entre brazos por la plaza que, poco a poco, fue cambiando de aspecto para mejor.
Pero nadie pudo competir en cuidados y atenciones con la maestra Inés Palmasola. Esta joven, dedicada con esmero a sus alumnos, supo darse modos para llevar a pasear en bicicleta al niño más hermoso de los últimos tiempos. Montado feliz en su asiento de fantasía, con la sensación cierta de viajar al aire, Leoncio recorría los senderos y se internaba por el monte y desembocaba en el río, o en una colina, o en un vergel, y su futura maestra se lo comía a besos. Las mariposas amarillas revoloteaban sobre ellos, y las ranas albinas se escurrían tímidas entre las piedras para croar a gusto desde la plena oscuridad, y el agua tibia, transparente y melodiosa, los invitaba a tomar un baño.
-Tengo que enseñarte a nadar, Leoncio. Para que seas un chaqueño de verdad.
Entreríos se convirtió en un hospital de retaguardia durante la guerra. La pampa, donde con los años jugaría fútbol Ovidio Meza, se transformó en un inmenso hospital de carpas, se llenó pronto de heridos, de médicos, de enfermeras y de mujeres voluntarias, y desgarró en dos el aire quieto y pesado del pueblo con un lamento agonizante y mortuorio. Los soldados llegaban al pueblo amontonados en camioncitos de juguete, exhibiendo casi sin pudor sus muñones envueltos en trapos rojos, sus agusanadas visceras en flor, sus cuencas vacías de ojos y de orejas, y sus lenguas hinchadas por la falta de agua. El hospital los recibía sin mayor arte, y mezclaba a los que se iban a morir de inmediato con los que se habían disparado un tiro en el pie para huir del infierno y se iban a morir de viejos, a los agujereados del riñón con los que iban a morir recién pasado mañana. Los médicos iban de camastro en camastro, de cuero en cuero, preguntando al mismo moribundo qué le había pasado, y qué le habían cortado, y qué pensaba que podían hacer ellos, los galenos, si de la lejanísima, fría y lúgubre La Paz no les llegaba ni siquiera una gasa de mierda.
En lo peor de la guerra, Leoncio fue inscrito en primer grado. María, muy temprano esa mañana de febrero, apuntó con un dedo firme la cúpula roja de la iglesia de laja y le dijo que ahí mismo estaba su escuela. El niño marchó para allá junto con otros niños del pueblo. El ruido de los camiones y las órdenes de mando de los ásperos sargentos, el sordo estampido de los cañones defendiendo Villamontes y los gritos de Bemardino Bilbao Rioja, pasaron a ser un simple telón de fondo ante la gracia sin igual de la maestra Inés Palmasola y sus lecciones básicas del alfabeto.
La vida continuó pese a tanta desgracia. La iglesia siguió elevándose en los flancos, en los ambientes colaterales, y muy pronto se vivió la puesta de la enorme campana de bronce, mandada de favor desde Pátzcuaro, un rincón primordial de México, en la punta misma de la torre. Al interior, la escuela creció en aulas y patio, y la vivienda del cura se vio enriquecida de súbito con un huerto medieval de vivas plantas milagrosas y aromáticas.
La joven maestra Inés Palmasola enseñaba a leer a los niños con una suerte de paciencia bíblica. Dibujaba la “a” y la comparaba con un elefante que caminaba detrás de su madre por las sabanas africanas. Y dibujaba la “b” y la comparaba con la barriga del turco Assad parado en la puerta de su negocio de telas. Y dibujaba la “c” y se acordaba de su tío Pablo, renegón y decidor, en la apacible y lánguida Cochabamba. Los niños quedaban de lo más contentos. Y, terminada la clase, llevaba a Leoncio a su casa montado en la bicicleta y además le prometía un paseo por la tarde a las colinas y las chacras, porque en el río se bañaban desnudos los soldados, hambrientos de amor.
La guerra se fue tres años y ocho días después de haber comenzado. El pueblo lo advirtió cuando el aire impregnado de sangre y mertiolate, y de alcohol y materia podrida, y de quejumbre sin pausa, pareció dar lugar al habitual aire de sofoco estancado desde siempre. Los camiones llegaban del fondo mismo del Chaco Boreal y pasaban de largo hacia la ciudad andaluza de Tarija, llevando el despojo de los indios collas, más tristes que nunca, y asomando mudos y pétreos por las carrocerías. El hospital fue desarmando sus carpas por hileras, el cementerio cerró por fin sus puertas, la turbamulta de mercachifles andinos desapareció junto a las fritangueras y prostitutas y, súbitamente, el pueblo entero se quedó subsumido en el silencio de antaño aunque averiado de suma gravedad en su ánimo. Los vecinos sabían que la vida debía volver a ser muy pronto lo que siempre fue, y para ello debían encontrar el camino de retomo del infierno al paraíso.
El padre Ángel Totti inauguró las procesiones por las calles llevando a lomo el santo crucifijo. El vecindario desclavó sus puertas y ventanas y se animó a husmear en el aire. Por muy insólito que pareciera, se tenía vecinos que no salían a estirar las piernas desde ese tiempo en que el mayor Oscar Moscoso y su patrulla comenzaran la guerra tomando la laguna Pitiantuta. Sacaban la cara al exterior, miraban inquietos como los canarios, y apenas se animaban a dar unos cuantos pasos sobre la huella seca de los camiones y las botas. El padre Ángel Totti les tocaba la puerta y los reclamaba con su voz impregnada de eucalipto, ayudado por los dedos peludos y gruesos de la mano con la que sujetaba la sólida cabeza de la cruz. De ese modo se fue recomponiendo la vida en sociedad y se esperó con mejor alma la todavía distante fiesta del carnaval.
Para entonces, la maestra Inés Palmasola y el niño Leoncio Arauz ya eran inseparables. Pese a tanto mimo y cuidado de hombres y mujeres del pueblo, Leoncio quedaba expectante sólo al campanilleo de la bicicleta que traía a su lado a su maestra Inés. La vida se ponía color de rosa. Montados en la bicicleta trepaban a la loma más alta y oteaban el horizonte de greñas verdes, árboles plomos y ríos serpenteantes mientras caían las tardes. Y en oportunidades recorrían los duros senderos aplastados por los cascos de los caballos y llegaban a la pampa de Cajas donde moraban las palomas azules, y los conejos rojos, y los últimos descendientes del General O’Connor, que peleó junto a Simón Bolívar desde la isla misma de Puerto Griego, frente a Panamá. O se metían a las suaves pozas de los ríos y se dejaban mecer por sus aguas maternales. O, por último, escapaban de la lluvia o del súbito frío llegado del lejanísimo sur para terminar en el hotelito de cartón donde vivía ella, tomando chocolate caliente con bollos del instante y queso de verdad.
Pocos años después, cuando la vida y la paz habían terminado por fin asentándose, Leoncio Arauz comenzó a montar a caballo. El hermano de su madre, todavía con la congoja por la muerte estúpida de Heriberto, compró un potro para que su sobrino Leoncio lo montara al pelo. El adolescente lo hizo desde el primer momento y fue retinando el estilo hasta convertirse en un jinete de exhibición circense. Sus paseos ciertos se iniciaban puntuales en el mismo algarrobo viejo del segundo patio de su casa, trepaban la corta calle lateral y desembocaban en la plaza de la iglesia, la escuela y el hotel. La maestra Inés Palmasola, desde el cuarto del segundo piso, se asombró la primera vez al verlo cabalgar y se llevó una mano a la boca para ahogar un grito y su llanto de revelación.
-¡Ya es todo un hombre! -se repitió.
Habían pasado catorce años de su arribo a Entreríos hasta esa tarde de asombro incontenible. Las autoridades de su ramo, todas siempre nuevas en el cargo, terminaron entendiendo que el destino ocasional de maestra de provincia era, más bien, ya un destino definitivo. Inés Palmasola jamás les reclamó nada. Su vida en el pueblo se había acomodado de tal manera, que pronto comprendió que era la única forma de vivir que tenía. Y para colmo, fue testigo firme del horror inaudito de la cruenta guerra. En esos años vio, entre los heridos y los muertos, a los jóvenes que habían tocado la guitarra enamorada en la plaza. El regimiento Castrillo se armó en el pueblo, frente a su escuela, y ella no había podido contener un ataque de nervios cuando vio trepar a muchos conocidos en los camiones del ejército y desaparecer pronto entre los ásperos matorrales sucios del camino. Por eso mismo se alistó como enfermera voluntaria y trabajó en las noches dando consuelo a tanto hombre perdido por el fragor de la batalla. Su vida se convirtió en un servicio completo a sus semejantes: por la mañana de maestra general, por la tarde de niñera de Leoncio y por la noche de enfermera voluntaria.
Luego se fue la guerra y mucha gente del pueblo. En su lugar, quizás sin que lo advirtiera nadie, se quedaron algunos indios quechuas a trabajar el campo. El pueblo se fue construyendo con la labor infatigable del padre Ángel Totti y de los vecinos. Apareció el primer motor de luz, a gasolina, la idea de kermesse y sus juegos de bingo y lotería, la radio a transistores y alguna vez el cine mexicano sobre ecran de tela blanca. Alguna gente había muerto de vieja y otra, como Leoncio Arauz, ya era adolescente en flor.
En esos catorce años había recibido cartas de sus padres y de amigas de Cochabamba. Le contaban que la vida en la campiña seguía igual, con la única noticia del tranvía en la ciudad. El campo era fértil aunque faltaban las manos que se fueron a la guerra. Los paseos de El Prado y La Recoleta estaban sin jóvenes, salvo los emboscados que encontraron la manera de quedarse en la ciudad, y con el repiqueteo de las campanas al unísono para que nadie olvidara la guerra del Chaco entre tantas otras guerras que ya el país había dado por perdidas.
Pero el tiempo fue alejando de su memoria los recuerdos y la idea de volver. En su lugar, Entreríos se le convirtió en una realidad cierta, en una opción sincera y natural para su vida. Sin embargo, cuando vio pasar desde su ventana a Leoncio montado en un caballo, sintió la imperiosa necesidad de llamarse a la reflexión, a la cordura absoluta y a la sensatez total. ¿Qué se llamaba lo que estaba pasando en su vida?
Leoncio, seguro de ser observado por la persona de su interés, echó a andar al paso al caballo y luego lo dejó galopar libre por los tantos senderos que llevaban al río, hasta desaparecer en su follaje.
La maestra Inés Palmasola se llevó ambas manos al rostro cuando se puso frente al espejo de su dormitorio. No le mortificaban los catorce años en Entreríos, sino la suma de éstos con los que había llegado. En conjunto se le hicieron un montón y tuvo ganas de llorar inconsolablemente cuando advirtió que los había vivido sin conciencia. “Como un animalito”, se dijo. Y se descubrió triste y solitaria en un cuarto de hotel muy lejos de su casa y sin más pasado que la guerra sufrida y sus días silvestres. Pero sufrió aún más cuando tuvo la certeza de que mañana sería como ayer, por siempre jamás.
La bicicleta quedó arrinconada entre los trastos viejos del hotel. Ante la imponente presencia del caballo y su elegante jinete, la maestra tuvo que admitir la llegada de nuevos tiempos. Sintiéndose un tanto ridícula por la súbita conciencia de sus años, aprendió a montar en las ancas y sostenerse de la cintura de su alumno. Los paseos se extendieron hasta La Barriada y los descansos se buscaron cruzando el río hasta dar con la sombra fresca de los tiernos sauces llorones.
María se puso vieja justo en esos días. Sin que mediara una razón, de pronto persiguió a su hijo armada del palo que servía para trancar la puerta del segundo patio y evitar que entraran los cuchis. En su imprevista carrera gritaba que ella no había criado un hijo para que se lo robara nadie, menos una solterona. Lo persiguió por la plaza y a lo largo de una de las dos calles únicas, acezante y con el corazón trancado en el cuello, obligando a que su hijo buscara refugio en la iglesia y desapareciera en sus oscuros recovecos de otra época. La maestra Inés Palmasola los observaba sufrida desde la ventana del hotel pellizcándose menudo el cuello de la pura mortificación.
La vida no fue igual desde entonces. Sin embargo, si bien los paseos de cada tarde se espaciaron de inmediato, en cambio se iniciaron los paseos largos de fin de semana y feriados en caravanas de amigos. La maestra Inés Palmasola iba siempre por delante, montada feliz en las ancas del caballo de Leoncio. Más de una vez los acompañó el padre Ángel Totti, montado como mujer en su mula veterana y terca, cantando canciones de paz en los diversos idiomas europeos propios de sus guerras. Y se animaban a cruzar el monte abriendo sendero con los machetes, llegar al bello río Pilcomayo y acampar muy cerca de los indios matacos para aprovechar de su pesca del sábalo.
Fueron muchas las excursiones. Cuando se llegaba al lugar indicado, se reunía leña, se cargaba las ollas con agua, ya se quitaba a los caballos la brida y se limpiaba el lugar para echarse a dormir sobre cueros y jergones. Leoncio, casi una aparición divina a la luz anaranjada de ese fuego, daba la última ronda vigilante de rigor y se tendía junto a la maestra Inés Palmasola para aprovechar el grato calor de la amistad.
La noche del inicio insoslayable, cuando las murmuraciones de todos habían por fin cesado, y cuando los zancudos reventaban en las lenguas del fuego que crepitaba en pobres estertores, la maestra Inés Palmasola, con los ojos abiertos y con la convicción de que jamás iba a dormir si no se daba el gusto, pidió disculpas a Dios y pegó su cuerpo a las espaldas aún tiernas de su alumno hasta que hirvieran sus hormonas. Leoncio, que ya iniciaba un sueño de buen porvenir, sintió el contacto estremecedor e inconfundible del pecho de su maestra y retomó apurado del sueño para naufragar en la más febril de las realidades. Tensó los músculos de su cuerpo, comprobó que las manos le traspiraban y que había huido la saliva de su boca. Pese a ello, venciendo de forma valiente el precipicio que lo separaba de la acción, giró el cuerpo para quedar a un palmo de su aliento. Entonces, cuando sobraban las palabras, la maestra ya recapacitada también giró su cuerpo y le dio la espalda.
Lo que siguió se repitió hasta que la claridad del alba borró del todo a las estrellas: Leoncio se estrechó a Inés Palmasola con el rigor quemante de su voluntad manifestada en su entrepierna. La maestra tembló ante tal embiste sintiendo que su estructura virgen se le caía a pedazos hasta dejarla en las puras aguas. Cuando recobró en parte la razón, arqueó el cuerpo y acolchonó el ímpetu vital de su alumno, después también giró y se quedó a una palabra de consumar el deseo, pero Leoncio giró el cuerpo aturdido por el desaliento.
María siguió envejeciendo de manera atolondrada y echando rabias a manos llenas. Pese a tanta ayuda de hombres y mujeres del pueblo, sintió que la vida le pesaba sobre la cabeza como una buena pila de adobes. Supo pronto que los matrimonios rotos empobrecían a la gente. La casa se puso tan vieja como ella, los muebles comenzaron a volverse polvo, las flores de los maceteros desaparecieron ante el paso de las hormigas y simplemente voló por los aires el techo de la caballeriza del tiempo de sus abuelos. No sólo eso: tuvo cada vez más días por la semana la olla hirviendo repleta de piedras. Debido a su dignidad a prueba de balas, jamás solicitó ayuda a su hermano ni a ningún vecino. Se dio modos para dar de comer a Leoncio, de vestirlo a lo pobre como vestían todos los niños del pueblo, de mandarlo a la escuela para que aprendiera a sumar con montones de arveja seca y de hacerlo jugar con las latas vacías de sardina argentina cargando cuescos de perros como valientes soldados de la patria. Pero lo cierto es que la pobreza le desbarató el buen carácter de los tiempos de Heriberto.
La maestra Inés Palmasola no la visitó nunca más desde la tarde del palo contra Leoncio y los gritos desaforados contra su persona. Cuando las clases llegaban a su fin, despedía a Leoncio con un beso firme en la frente, pero también besaba a cuanto niño se le acercaba, y caminaba hacia el hotel para guarecerse del plomo del sol. A veces, después de almorzar un plato de yuca con hilachas de carne de cuchi de monte, colgaba una hamaca en el patio de los trastos del hotel y despachaba en calma una siesta hasta media tarde. Era lo mejor que podía sucederle porque despertaba con el ánimo en paz y con el organismo en su lugar. Pero a veces sucedía que los cascos del caballo de Leoncio golpeaban en la calle y ella se ponía de un brinco en pie con todo revuelto en el cuerpo. El muchacho seguía de largo y se perdía al galope por los mismos senderos que, apenas unos años atrás, transitaban en bicicleta en medio del revoloteo de las mariposas amarillas.
Muchas veces había pensado en retomar a Cochabamba y terminar de hacer su vida en medio de los suyos. Todavía vivían sus padres y seguro que los amigos de la juventud la ayudarían a acomodarse en una escuela, pero siempre quedaba desanimada del todo apenas recuperaba la conciencia del paisaje de Entreríos, de su vida paradisiaca y del rostro de querubín de Leoncio Arauz. En ese instante sentía que la sangre ya le bullía en el rostro y trataba inútilmente de entender que la brecha enorme que se abría entre dos generaciones no se cerraba ni siquiera con el amor más intenso. Alguna vez, derrotada por la realidad implacable, guardó toda su ropa en la maleta de fuelle con la que arribó, y hasta preguntó por la plaza si algún camión tenía un viaje programado a la linda ciudad de Tarija, pero nunca encontró las fuerzas interiores para dar el paso. Colgada de su ventana, vio a más de un camión desaparecer por el camino. En otras ocasiones, ante el bocinazo gentil del chofer, se limitó a batirle desde su ventana una mano en señal de adiós. Con los ojos llenos de lágrimas quedaba absorta mirando su destino de matorrales espinosos, de lapachos y toboroches, de loros chocleros, y de cabras, pensando que la vida sin amor es la mismísima muerte encarnada.
El padre Ángel Totti se hizo cargo de los muchachos desde el cuarto grado de secundaria. Era un maestro para todas las asignaturas, como había sido Inés Palmasola en los grados anteriores. Lo que sí sucedía era que ella colaboraba en su ausencia debido a su infatigable labor de evangelización de los salvajes en los alrededores. En esos reemplazos evitaba toparse con los ojos dulces del ángel de su vida. Caminaba el aula con el aplomo de sus años magisteriles, pero ambas rodillas se le doblaban cuando lo veía con la mano en alto pidiéndole permiso para hablar. Ese gesto parecía suficiente para que sus huesos se le quebraran, para que toda su fortaleza de mujer se le trisara sin ruido y la dejara a la intemperie de las miradas de todos.
Para cuando Leoncio Arauz cumplió los quince años, todo el pueblo de Entreríos estaba al corriente del amor desigual de la linda maestra. Sin embargo, nunca hubo un vecino que no la ayudara a disimularlo. El mismo padre Ángel Totti, dedicado sin sospechas al culto de la moral establecida en los diez mandamientos y otras rigideces, alababa el celo de la maestra en su noble labor y la prestigiaba respecto al amor que tenía comprometido en ello. Las beatas se le quedaban con la palabra en la boca. La misma María optó por callar. Con el tiempo, no sólo que se aceptó ese sentimiento como parte de la sociedad, sino que se le guardó consideración como si se tratara de una persona moribunda ante la cual se debía agachar la cabeza y bajar la voz.
Leoncio Arauz, en cambio, imbuido de fuerza debido a los cambios en su organismo y apariencia, actuó desde entonces como un conquistador a cargo de una carabela. Ingresaba al aula y se plantaba frente a la maestra, levantaba la mano para verla sonrojarse, hacía bailar a su caballo en dos patas frente al hotel y no perdía ocasión para enamorar a cuanta compañera se le cruzaba en el camino. La maestra Inés Palmasola también comenzó a atormentarse de celos.
La buena noticia de ese tiempo fue la conclusión de obra de la iglesia de piedra roja. Su campanario se divisaba desde la cuesta de Castellón y los tañidos de su campana mexicana se escuchaban, con aire delgado, desde el Pajonal. Se robusteció la autoridad del padre Ángel Totti y se facilitó su evangelización a ciegas y con marchas forzadas de los pueblos originarios, aunque muchas veces le sucedió que, ante el descuido de su fe milenaria, los sorprendió bailando calatos en los claros del monte, borrachos, jugando a machetazos desalmados y absorbiendo víboras desde el hoyo de las colas.
La iglesia generó un prestigio de Entreríos, y sus vecinos elevaron su autoestima lo suficiente como para imaginar más progreso. De inmediato llegó un oficial de policía a instalarse en una de las aulas de la escuela, pero el padre Ángel Totti tuvo que intervenir para que no convirtiera en cárcel el aula contigua. Casi como una convicción general, Entreríos se propuso no tener celda alguna, ni siquiera juez, y fortalecer la censura social como el mejor instrumento en la lucha contra la delincuencia. Las labores esenciales del policía quedaron subsumidas en la reflexión y en la pura amonestación.
Ni siquiera los enojos de la maestra Inés Palmasola impidieron que los muchachos continuaran con, sus excursiones. De pronto, molesta por la conducta de macho cabrío de Leoncio Arauz, empezó con esa cantaleta del peligro para las mujeres de internarse en el monte. “Hay arañas peludas”, dijo, y se retorció las manos. Luego fue imposible pararla: víboras, espinos, cuchis salvajes, plantas venenosas, garrapatas, salvajes, ríos de traición, impulsos irrefrenables de los mismos muchachos, indefensión, retomo al campo abierto para las más elementales necesidades... Los excursionistas se reunían en la plaza, en la puerta del hotel, y se organizaban a gritos y con bromas a cuál más atrevida. Cuando ya todos estaban montados, se seguía insistiendo en convocarla, hasta que Leoncio hincaba los talones en los flancos de la bestia y salía al frente como un guerrillero, en la guerra de la independencia, jalando la columna bulliciosa.
Así se vivió un tiempo tan largo que la misma gente consideró que de ese amor inverosímil no quedaban ni rastros de cenizas, como tampoco huellas de los besos de pasión que nunca se dieron. Los alardes vivos del muchacho, en su afán de mostrarse como un hombre de verdad, pronto se exacerbaron hasta alcanzar la cima misma de lo ridículo. Y la indiferencia falsa de la maestra se configuró peligrosa como una gran tumba abierta. Su tez blanca empalideció como la luna fría del crudo invierno, sus manos de pizarrón comenzaron un temblor propio de las hojas de los almendros en el otoño, y su sonrisa afable y dulce quedó petrificada en un gesto de terror y vacío que espantaba hasta a los recién nacidos.
Debido a la tozudez de las posiciones marcadas, la historia pareció dar un vuelque de panqueque: la maestra Inés Palmasola adquirió solidez en su postura estoica y el alumno Leoncio Arauz resbaló por el tobogán de la felicidad falsa a los brazos del alcohol y la guitarra. En su borrachera de cada noche la lloraba con retazos del alma en las manos abiertas. Al filo de la madrugada, cuando no quedaba compañero alguno para otra ronda de tragos, se apostaba en la plaza desierta, cerca al lapacho y frente al hotel, y comenzaba su canto con la voz desgarrada propia del hombre desgraciado. La ventana del segundo piso continuaba con los visillos corridos.
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Ambos se volvieron almas en pena. El pueblo íntegro fue testigo de sus vagancias fantasmales por las calles y la plaza, por los senderos de las mariposas amarillas, por las riveras de los ríos y por las sombras divinas de los sauces, y sufrieron tanto como ellos con sus suspiros cargados de arena. El padre Ángel Totti se alarmó al verlos flotar vacilantes apenas con un pie en este mundo y reaccionó de inmediato con sendas misas de salud que no sirvieron para un carajo. Muy lejos de darse por vencido, los convocó con mando al confesonario de los secretos pero ninguno de los dos nombró al otro en sus penas de amor.
Las excursiones se echaron a perder y el mismo pueblo pareció vivir lo peor desde la guerra del Chaco. Las mañanas, otrora bulliciosas con el canto de los pájaros, se volvieron de invierno y de camposanto. La escuela sucumbió en el desánimo y afloró el mal de la deserción irremediable entre los pequeños y los adolescentes. Las noches se vaciaron de canto para dar lugar a los lamentos de pavor de los dos enamorados sin comunión. Estaba claro que más sano era morir.
En la fiesta de la virgen de Guadalupe, bajo el rigor de la fría nevada, Entreríos abrió los brazos a los indios matacos y chiriguanos para que una vez más vivieran su milagro. Antes incluso de que el pueblo se llamara San Luís, cuando todo ese paraíso era el escenario de los combates a muerte de ambas tribus, se apareció la virgen para hermanarlos de una vez por todas. Los españoles consideraron fundamental fundar un caserío para recordar siempre lo acontecido sin que les importara que terminara llamándose, a sí mismo, sencillamente Entreríos. En esa misma fiesta de cada octubre, pero muchísimos años después, habría de morir para siempre el padre de buen recuerdo Ángel Totti, producto de un ataque al débil corazón causado por la súbita aparición, en las tinieblas de la nave central de su iglesia, de un mataco vestido con hierbas y huesos para afrontar la batalla de mentiras y que sólo requería su santa y contundente bendición previa.
Los indios llegaron desde la víspera y tomaron la plaza con absoluta naturalidad. Las latas de alcohol iniciaron su recorrido de fuego hirviente mientras la noche se organizaba con calma. En medio de ese gentío surgido de lo profundo del monte, aturdido del todo por su habla de pájaros, con la mirada más triste de este mundo caminaba el adolescente hermoso Leoncio Arauz. Llevaba días extraviado de las manos de su madre, de su tío y de las personas que lo querían para el bien. Tenía el corazón marchito y la férrea convicción de que esta vida ya no valía la pena. Sin nada que decir, se hizo campo en la ronda acuclillada de tragos y continuó bebiendo con esa gente que no lo conocía. Así vio llegar el alba y apagarse la débil luz del cuarto de hotel en el segundo piso. No tuvo conciencia de haber quedado solo y ni siquiera reparó en los cuerpos tendidos en completo desorden sobre la fría tierra roja.
Siguió caminando por la madrugada desierta y muy pronto asumió el sendero principal de sus recuerdos para llegar al río. En ese tremendo frío ocasional, las aguas parecían de metal y absolutamente filosas, capaces de destrozar un cuerpo extraño y de detenerle la vida a quien se le sumergiera. Pero Leoncio Arauz no tenía una razón valedera para vivir. De nada sirvió que fungiera de gallo ante las muchachas batiéndoles el ala, como tampoco le sirvió embestir contra los borrachos confundiendo su pena esencial con cuestiones de honor, ni recibir sin moverse los palos aleccionadores de su madre que le cayeron en el cuerpo como una granizada. Era sencillamente un hombre quebrado por un amor contrariado.
La maestra Inés Palmasola lo había observado toda la noche. Lo vio acuclillado en la ronda de los salvajes tomando alcohol con extraña furia, y lo vio limpiándose de lágrimas, un millón de veces, el rostro marcado para siempre por un profundo desaliento, y lo vio quedar solo y tan desorientado cuando el gentío inconsciente terminó de bruces sobre la fría tierra, y lo vio caminar vacilante de piernas, pero obstinado en la determinación, hacia el sendero de las mariposas con rumbo al río de aguas criminales. Pensó que no merecería la vida si no actuaba resuelta de acuerdo a sus sentimientos. Bajó todas las gradas posibles con una agilidad ajena a su cuerpo, manoteó a los cuatros costados (metiendo una bulla de los mil demonios) todos los trastos amontonados durante tanto tiempo, y sacó a luz la vieja bicicleta de los comienzos de esta historia. Se montó de un brinco y corrió detrás de su amor echando a volar la música sin igual de su campanilla feliz, y no cesó de pedalear hasta montar en la parrilla a la única razón de su existencia.
Un aula de la escuela se predispuso para el alumbramiento del niño y sus cuidados debido a que en la casa Arauz se velaba a Heriberto, padre de Leoncio. El destino trabajaba de esa manera: enterado del inminente arribo de su primer hijo, Heriberto había resuelto celebrar en compañía de algunos amigos y su cuñado con la ansiedad propia de un pueblo sin noticias. Todo el día bebieron alcohol en el segundo patio de la casa, bajo la sombra densa del inmenso algarrobo y recreando la vista con el paisaje sin igual. Para ese entonces, el Chaco era el desierto vegetal más grande del mundo, y también el más bello. Surcado por ríos surgidos en la cumbre de la antigua Charcas, alborotado por bandadas de loros chocleros, pleno de colinas y matices del verde, Entreríos lucía parecido al paraíso perdido en tiempos del pecado, o al Edén prometido para las muy buenas almas. Pero quiso el infortunio que Heriberto pisara una cáscara de sandía y cayera sin remedio golpeándose la nuca para congoja de todos. El pueblo entero se negaba a creer la desgracia.
El niño nació ayudado por las manos inteligentes de la comadrona mientras en la calle estallaba el alborozo por la bicicleta. Sus gritos agudos de espanto ante la realidad horrorosa fueron absorbidos por los chiflidos de alegría y estupor de los vecinos que de inmediato exigieron que la maestra diera un giro por la plaza montada sobre ese prodigio de apenas dos ruedas. Inés Palmasola no sólo que lo hizo, sino que aprovechando el impulso soltó el manubrio y mostró su equilibrio de circo con las manos en la nuca.
La joven maestra de escuela había llegado de la lejana Cochabamba, una región subandina habitada por indios quechuas, donde la bicicleta se impuso al burro. Su abuelo, su padre y sus propios hermanos la manejaban con absoluta soltura. Y luego de estudiar en la normal para maestros aceptó el Chaco con buen talante para su año de provincia. Pero al cabo de ese año las autoridades parecieron olvidarse de ella y la dejaron por otro año más, que también aceptó de su agrado. Sin embargo, de inmediato sintió la real necesidad de montar su bicicleta y por eso reclamó a Cochabamba que se la enviaran. Cuando por fin la tuvo entre sus manos y piernas pensó que la vida valía absolutamente la pena.
Leoncio Arauz fue siempre un niño lindo. Apenas nacido, muchas de las mujeres quisieron darle de chupadas como a un caramelo. Tenía el pelo de seda y ensortijado, la piel pálida y con los cachetes encendidos, los ojos grandes y negros, y la boquita dibujada como un rozón de fantasía.
Parecía un querubín del Cuzco. La maestra Inés Palmasola quedó maravillada ante su presencia sin igual.
-¡Yo quisiera uno como tú! -había exclamado.
María, mamá de Leoncio, se mostró agradecida ante tantas muestras de afecto de parte de sus paisanos. Mientras rearmaba su vida con la ayuda de todos después de la desgracia mortal de su esposo, accedió también que la joven maestra llevara a su niño, todas las tardes de Dios, a pasear por los múltiples senderos, habitados siempre de mariposas amarillas, rumbo a los ríos. Lo montaba en la sillita especial delante del manubrio de la bicicleta y le iba cantando la canción “sapito quiere volar”, de su espontánea autoría, con todo su potencial amor de madre siempre en vísperas. Allí pasaban las tardes apacibles viendo correr las cálidas aguas inagotables.
A los pocos años se empezó la construcción del puente de madera y clavos para que pasara la guerra contra el Paraguay. Llegaron los soldados y el ruido macabro de sus botas. Llegaron los oficiales y el ruido sibilino de sus sables. Y tras todos ellos llegaron los mercachifles del altiplano con sus hierbas contra la melancolía y sus ungüentos contra el dolor, y llegaron las fritangueras que se apropiaron de las pocas esquinas y llegaron también las prostitutas con sus mañas certeras para las penas del corazón. El pueblo se conmovió hasta los riñones con el desmesurado desorden y tapió con tablas y cuanto pudo sus otrora ventanas, cerró y trancó puertas por primera vez y se olvidó del mundo hasta alguna remota pacífica mañana feliz.
El padre Ángel Totti llegó a Entreríos un año antes de esa guerra. Su antecesor, el padre Carmona, mal conocido como el Falso Cura, había sido el principal impulsor de la construcción de la iglesia. Hasta entonces, una cabaña de barro y paja, con paredes interiores quemadas a cal viva, hizo de capilla donde celebrar misa cada domingo. El caserío era apenas una doble hilera de calles chuecas que desembocaba en una plaza de tierra repleta de toboroches, palmeras y almendros, que daba la espalda al monte feroz, y que miraba de frente a un canchón que hacía las veces de cementerio. Los días domingo, convocados por el repiqueteo barato de una lata cualquiera, algunos vecinos se aproximaban a la capilla y rezaban sin fervor para evitar la amonestación del cura si se lo topaban luego en una de las calles. Pero el gran resto del vecindario no se sentía atraído por tanta improvisación de lágrima.
Casi al borde del desánimo, el Falso Cura había lanzado una arenga que bien pudo parecer su propia razón básica para seguir viviendo.
-¡Debemos evangelizamos! ¡Paguemos nuestras culpas construyendo la iglesia con las manos!
El padre Ángel Totti llegó cuando los cimientos estaban instalados y las grandes piedras de laja comenzaban a amontonarse en el lugar. El padre Carmona había ido a la ciudad de Tarija a reclamar ayuda a sus autoridades llevando consigo el plano de la iglesia trazado a simple mano alzada, pero no tuvo tiempo de mostrar nada porque la policía lo atrapó cumpliendo la orden del juez de Oruro por adeudo de pensiones familiares. Después no se supo nada más de su suerte y el pueblo quedó sin su conductor espiritual. A los meses, el día menos imaginado, se vio en el horizonte redondo emerger una sombrilla negra, y casi de inmediato un sombrero negro de ala corta y copa de hongo, y luego una sombra negra bamboleante y por fin la mula de cuerpo entero. Los vecinos quedaron de pie a la espera de la visita mientras un sol de plomo amenazaba con derretirlos. Al cabo, el hombre y la muía detuvieron su lento andar en la puerta del hotel ante la expectativa general. Mientras sus manos buscaban entre los diversos trapos de su ropa, recorrió con la mirada de escudriño cada uno de los rostros de la gente. Por último, esgrimiendo el inmenso crucifijo de madera en alto, por sobre su cabeza y sombrero, les sonrió piadosísimo desde el más allá con tanta intensidad que logró postrarlos de rodillas en la arena candente.
-He venido a que busquemos la salvación juntos -les dijo, y apuntó a las obras iniciales del templo-. O a condenamos todos.
Al tiempo, la iglesia construida en obra gruesa logró el milagro único de convocar a los pobladores del Pajonal, a los sufridos trabajadores de Salinas que tenían la piel viva y estragada por la sal de los yacimientos, a los turcos herméticos de Palos Blancos, a los sabios ingenieros de los pozos de petróleo de Sanandita y hasta a los mismos indios weenhayek que vivían entre los matorrales espinosos de la densa espesura confundidos con los faisanes de monte. Los días domingo, al simple son de la novedad, toda esa gente celebraba la misa para beneplácito del cura y de inmediato convertían al pueblo en una feria diversa en la que a veces aparecía alguna familia de gitanos de conveniencia capaces de leer sin error el futuro inalcanzable.
Leoncio Arauz fue creciendo bajo el cuidado de toda esa humanidad visible en Entreríos. Carente de padre, los hombres actuaban a nombre suyo y le enseñaban las artes y las mañas necesarias en esta vida. Y las mujeres ayudaban a María llevándolo a jugar al patio de sus casas, dándole de beber chocolate con pan recién horneado y haciéndolo pasear entre brazos por la plaza que, poco a poco, fue cambiando de aspecto para mejor.
Pero nadie pudo competir en cuidados y atenciones con la maestra Inés Palmasola. Esta joven, dedicada con esmero a sus alumnos, supo darse modos para llevar a pasear en bicicleta al niño más hermoso de los últimos tiempos. Montado feliz en su asiento de fantasía, con la sensación cierta de viajar al aire, Leoncio recorría los senderos y se internaba por el monte y desembocaba en el río, o en una colina, o en un vergel, y su futura maestra se lo comía a besos. Las mariposas amarillas revoloteaban sobre ellos, y las ranas albinas se escurrían tímidas entre las piedras para croar a gusto desde la plena oscuridad, y el agua tibia, transparente y melodiosa, los invitaba a tomar un baño.
-Tengo que enseñarte a nadar, Leoncio. Para que seas un chaqueño de verdad.
Entreríos se convirtió en un hospital de retaguardia durante la guerra. La pampa, donde con los años jugaría fútbol Ovidio Meza, se transformó en un inmenso hospital de carpas, se llenó pronto de heridos, de médicos, de enfermeras y de mujeres voluntarias, y desgarró en dos el aire quieto y pesado del pueblo con un lamento agonizante y mortuorio. Los soldados llegaban al pueblo amontonados en camioncitos de juguete, exhibiendo casi sin pudor sus muñones envueltos en trapos rojos, sus agusanadas visceras en flor, sus cuencas vacías de ojos y de orejas, y sus lenguas hinchadas por la falta de agua. El hospital los recibía sin mayor arte, y mezclaba a los que se iban a morir de inmediato con los que se habían disparado un tiro en el pie para huir del infierno y se iban a morir de viejos, a los agujereados del riñón con los que iban a morir recién pasado mañana. Los médicos iban de camastro en camastro, de cuero en cuero, preguntando al mismo moribundo qué le había pasado, y qué le habían cortado, y qué pensaba que podían hacer ellos, los galenos, si de la lejanísima, fría y lúgubre La Paz no les llegaba ni siquiera una gasa de mierda.
En lo peor de la guerra, Leoncio fue inscrito en primer grado. María, muy temprano esa mañana de febrero, apuntó con un dedo firme la cúpula roja de la iglesia de laja y le dijo que ahí mismo estaba su escuela. El niño marchó para allá junto con otros niños del pueblo. El ruido de los camiones y las órdenes de mando de los ásperos sargentos, el sordo estampido de los cañones defendiendo Villamontes y los gritos de Bemardino Bilbao Rioja, pasaron a ser un simple telón de fondo ante la gracia sin igual de la maestra Inés Palmasola y sus lecciones básicas del alfabeto.
La vida continuó pese a tanta desgracia. La iglesia siguió elevándose en los flancos, en los ambientes colaterales, y muy pronto se vivió la puesta de la enorme campana de bronce, mandada de favor desde Pátzcuaro, un rincón primordial de México, en la punta misma de la torre. Al interior, la escuela creció en aulas y patio, y la vivienda del cura se vio enriquecida de súbito con un huerto medieval de vivas plantas milagrosas y aromáticas.
La joven maestra Inés Palmasola enseñaba a leer a los niños con una suerte de paciencia bíblica. Dibujaba la “a” y la comparaba con un elefante que caminaba detrás de su madre por las sabanas africanas. Y dibujaba la “b” y la comparaba con la barriga del turco Assad parado en la puerta de su negocio de telas. Y dibujaba la “c” y se acordaba de su tío Pablo, renegón y decidor, en la apacible y lánguida Cochabamba. Los niños quedaban de lo más contentos. Y, terminada la clase, llevaba a Leoncio a su casa montado en la bicicleta y además le prometía un paseo por la tarde a las colinas y las chacras, porque en el río se bañaban desnudos los soldados, hambrientos de amor.
La guerra se fue tres años y ocho días después de haber comenzado. El pueblo lo advirtió cuando el aire impregnado de sangre y mertiolate, y de alcohol y materia podrida, y de quejumbre sin pausa, pareció dar lugar al habitual aire de sofoco estancado desde siempre. Los camiones llegaban del fondo mismo del Chaco Boreal y pasaban de largo hacia la ciudad andaluza de Tarija, llevando el despojo de los indios collas, más tristes que nunca, y asomando mudos y pétreos por las carrocerías. El hospital fue desarmando sus carpas por hileras, el cementerio cerró por fin sus puertas, la turbamulta de mercachifles andinos desapareció junto a las fritangueras y prostitutas y, súbitamente, el pueblo entero se quedó subsumido en el silencio de antaño aunque averiado de suma gravedad en su ánimo. Los vecinos sabían que la vida debía volver a ser muy pronto lo que siempre fue, y para ello debían encontrar el camino de retomo del infierno al paraíso.
El padre Ángel Totti inauguró las procesiones por las calles llevando a lomo el santo crucifijo. El vecindario desclavó sus puertas y ventanas y se animó a husmear en el aire. Por muy insólito que pareciera, se tenía vecinos que no salían a estirar las piernas desde ese tiempo en que el mayor Oscar Moscoso y su patrulla comenzaran la guerra tomando la laguna Pitiantuta. Sacaban la cara al exterior, miraban inquietos como los canarios, y apenas se animaban a dar unos cuantos pasos sobre la huella seca de los camiones y las botas. El padre Ángel Totti les tocaba la puerta y los reclamaba con su voz impregnada de eucalipto, ayudado por los dedos peludos y gruesos de la mano con la que sujetaba la sólida cabeza de la cruz. De ese modo se fue recomponiendo la vida en sociedad y se esperó con mejor alma la todavía distante fiesta del carnaval.
Para entonces, la maestra Inés Palmasola y el niño Leoncio Arauz ya eran inseparables. Pese a tanto mimo y cuidado de hombres y mujeres del pueblo, Leoncio quedaba expectante sólo al campanilleo de la bicicleta que traía a su lado a su maestra Inés. La vida se ponía color de rosa. Montados en la bicicleta trepaban a la loma más alta y oteaban el horizonte de greñas verdes, árboles plomos y ríos serpenteantes mientras caían las tardes. Y en oportunidades recorrían los duros senderos aplastados por los cascos de los caballos y llegaban a la pampa de Cajas donde moraban las palomas azules, y los conejos rojos, y los últimos descendientes del General O’Connor, que peleó junto a Simón Bolívar desde la isla misma de Puerto Griego, frente a Panamá. O se metían a las suaves pozas de los ríos y se dejaban mecer por sus aguas maternales. O, por último, escapaban de la lluvia o del súbito frío llegado del lejanísimo sur para terminar en el hotelito de cartón donde vivía ella, tomando chocolate caliente con bollos del instante y queso de verdad.
Pocos años después, cuando la vida y la paz habían terminado por fin asentándose, Leoncio Arauz comenzó a montar a caballo. El hermano de su madre, todavía con la congoja por la muerte estúpida de Heriberto, compró un potro para que su sobrino Leoncio lo montara al pelo. El adolescente lo hizo desde el primer momento y fue retinando el estilo hasta convertirse en un jinete de exhibición circense. Sus paseos ciertos se iniciaban puntuales en el mismo algarrobo viejo del segundo patio de su casa, trepaban la corta calle lateral y desembocaban en la plaza de la iglesia, la escuela y el hotel. La maestra Inés Palmasola, desde el cuarto del segundo piso, se asombró la primera vez al verlo cabalgar y se llevó una mano a la boca para ahogar un grito y su llanto de revelación.
-¡Ya es todo un hombre! -se repitió.
Habían pasado catorce años de su arribo a Entreríos hasta esa tarde de asombro incontenible. Las autoridades de su ramo, todas siempre nuevas en el cargo, terminaron entendiendo que el destino ocasional de maestra de provincia era, más bien, ya un destino definitivo. Inés Palmasola jamás les reclamó nada. Su vida en el pueblo se había acomodado de tal manera, que pronto comprendió que era la única forma de vivir que tenía. Y para colmo, fue testigo firme del horror inaudito de la cruenta guerra. En esos años vio, entre los heridos y los muertos, a los jóvenes que habían tocado la guitarra enamorada en la plaza. El regimiento Castrillo se armó en el pueblo, frente a su escuela, y ella no había podido contener un ataque de nervios cuando vio trepar a muchos conocidos en los camiones del ejército y desaparecer pronto entre los ásperos matorrales sucios del camino. Por eso mismo se alistó como enfermera voluntaria y trabajó en las noches dando consuelo a tanto hombre perdido por el fragor de la batalla. Su vida se convirtió en un servicio completo a sus semejantes: por la mañana de maestra general, por la tarde de niñera de Leoncio y por la noche de enfermera voluntaria.
Luego se fue la guerra y mucha gente del pueblo. En su lugar, quizás sin que lo advirtiera nadie, se quedaron algunos indios quechuas a trabajar el campo. El pueblo se fue construyendo con la labor infatigable del padre Ángel Totti y de los vecinos. Apareció el primer motor de luz, a gasolina, la idea de kermesse y sus juegos de bingo y lotería, la radio a transistores y alguna vez el cine mexicano sobre ecran de tela blanca. Alguna gente había muerto de vieja y otra, como Leoncio Arauz, ya era adolescente en flor.
En esos catorce años había recibido cartas de sus padres y de amigas de Cochabamba. Le contaban que la vida en la campiña seguía igual, con la única noticia del tranvía en la ciudad. El campo era fértil aunque faltaban las manos que se fueron a la guerra. Los paseos de El Prado y La Recoleta estaban sin jóvenes, salvo los emboscados que encontraron la manera de quedarse en la ciudad, y con el repiqueteo de las campanas al unísono para que nadie olvidara la guerra del Chaco entre tantas otras guerras que ya el país había dado por perdidas.
Pero el tiempo fue alejando de su memoria los recuerdos y la idea de volver. En su lugar, Entreríos se le convirtió en una realidad cierta, en una opción sincera y natural para su vida. Sin embargo, cuando vio pasar desde su ventana a Leoncio montado en un caballo, sintió la imperiosa necesidad de llamarse a la reflexión, a la cordura absoluta y a la sensatez total. ¿Qué se llamaba lo que estaba pasando en su vida?
Leoncio, seguro de ser observado por la persona de su interés, echó a andar al paso al caballo y luego lo dejó galopar libre por los tantos senderos que llevaban al río, hasta desaparecer en su follaje.
La maestra Inés Palmasola se llevó ambas manos al rostro cuando se puso frente al espejo de su dormitorio. No le mortificaban los catorce años en Entreríos, sino la suma de éstos con los que había llegado. En conjunto se le hicieron un montón y tuvo ganas de llorar inconsolablemente cuando advirtió que los había vivido sin conciencia. “Como un animalito”, se dijo. Y se descubrió triste y solitaria en un cuarto de hotel muy lejos de su casa y sin más pasado que la guerra sufrida y sus días silvestres. Pero sufrió aún más cuando tuvo la certeza de que mañana sería como ayer, por siempre jamás.
La bicicleta quedó arrinconada entre los trastos viejos del hotel. Ante la imponente presencia del caballo y su elegante jinete, la maestra tuvo que admitir la llegada de nuevos tiempos. Sintiéndose un tanto ridícula por la súbita conciencia de sus años, aprendió a montar en las ancas y sostenerse de la cintura de su alumno. Los paseos se extendieron hasta La Barriada y los descansos se buscaron cruzando el río hasta dar con la sombra fresca de los tiernos sauces llorones.
María se puso vieja justo en esos días. Sin que mediara una razón, de pronto persiguió a su hijo armada del palo que servía para trancar la puerta del segundo patio y evitar que entraran los cuchis. En su imprevista carrera gritaba que ella no había criado un hijo para que se lo robara nadie, menos una solterona. Lo persiguió por la plaza y a lo largo de una de las dos calles únicas, acezante y con el corazón trancado en el cuello, obligando a que su hijo buscara refugio en la iglesia y desapareciera en sus oscuros recovecos de otra época. La maestra Inés Palmasola los observaba sufrida desde la ventana del hotel pellizcándose menudo el cuello de la pura mortificación.
La vida no fue igual desde entonces. Sin embargo, si bien los paseos de cada tarde se espaciaron de inmediato, en cambio se iniciaron los paseos largos de fin de semana y feriados en caravanas de amigos. La maestra Inés Palmasola iba siempre por delante, montada feliz en las ancas del caballo de Leoncio. Más de una vez los acompañó el padre Ángel Totti, montado como mujer en su mula veterana y terca, cantando canciones de paz en los diversos idiomas europeos propios de sus guerras. Y se animaban a cruzar el monte abriendo sendero con los machetes, llegar al bello río Pilcomayo y acampar muy cerca de los indios matacos para aprovechar de su pesca del sábalo.
Fueron muchas las excursiones. Cuando se llegaba al lugar indicado, se reunía leña, se cargaba las ollas con agua, ya se quitaba a los caballos la brida y se limpiaba el lugar para echarse a dormir sobre cueros y jergones. Leoncio, casi una aparición divina a la luz anaranjada de ese fuego, daba la última ronda vigilante de rigor y se tendía junto a la maestra Inés Palmasola para aprovechar el grato calor de la amistad.
La noche del inicio insoslayable, cuando las murmuraciones de todos habían por fin cesado, y cuando los zancudos reventaban en las lenguas del fuego que crepitaba en pobres estertores, la maestra Inés Palmasola, con los ojos abiertos y con la convicción de que jamás iba a dormir si no se daba el gusto, pidió disculpas a Dios y pegó su cuerpo a las espaldas aún tiernas de su alumno hasta que hirvieran sus hormonas. Leoncio, que ya iniciaba un sueño de buen porvenir, sintió el contacto estremecedor e inconfundible del pecho de su maestra y retomó apurado del sueño para naufragar en la más febril de las realidades. Tensó los músculos de su cuerpo, comprobó que las manos le traspiraban y que había huido la saliva de su boca. Pese a ello, venciendo de forma valiente el precipicio que lo separaba de la acción, giró el cuerpo para quedar a un palmo de su aliento. Entonces, cuando sobraban las palabras, la maestra ya recapacitada también giró su cuerpo y le dio la espalda.
Lo que siguió se repitió hasta que la claridad del alba borró del todo a las estrellas: Leoncio se estrechó a Inés Palmasola con el rigor quemante de su voluntad manifestada en su entrepierna. La maestra tembló ante tal embiste sintiendo que su estructura virgen se le caía a pedazos hasta dejarla en las puras aguas. Cuando recobró en parte la razón, arqueó el cuerpo y acolchonó el ímpetu vital de su alumno, después también giró y se quedó a una palabra de consumar el deseo, pero Leoncio giró el cuerpo aturdido por el desaliento.
María siguió envejeciendo de manera atolondrada y echando rabias a manos llenas. Pese a tanta ayuda de hombres y mujeres del pueblo, sintió que la vida le pesaba sobre la cabeza como una buena pila de adobes. Supo pronto que los matrimonios rotos empobrecían a la gente. La casa se puso tan vieja como ella, los muebles comenzaron a volverse polvo, las flores de los maceteros desaparecieron ante el paso de las hormigas y simplemente voló por los aires el techo de la caballeriza del tiempo de sus abuelos. No sólo eso: tuvo cada vez más días por la semana la olla hirviendo repleta de piedras. Debido a su dignidad a prueba de balas, jamás solicitó ayuda a su hermano ni a ningún vecino. Se dio modos para dar de comer a Leoncio, de vestirlo a lo pobre como vestían todos los niños del pueblo, de mandarlo a la escuela para que aprendiera a sumar con montones de arveja seca y de hacerlo jugar con las latas vacías de sardina argentina cargando cuescos de perros como valientes soldados de la patria. Pero lo cierto es que la pobreza le desbarató el buen carácter de los tiempos de Heriberto.
La maestra Inés Palmasola no la visitó nunca más desde la tarde del palo contra Leoncio y los gritos desaforados contra su persona. Cuando las clases llegaban a su fin, despedía a Leoncio con un beso firme en la frente, pero también besaba a cuanto niño se le acercaba, y caminaba hacia el hotel para guarecerse del plomo del sol. A veces, después de almorzar un plato de yuca con hilachas de carne de cuchi de monte, colgaba una hamaca en el patio de los trastos del hotel y despachaba en calma una siesta hasta media tarde. Era lo mejor que podía sucederle porque despertaba con el ánimo en paz y con el organismo en su lugar. Pero a veces sucedía que los cascos del caballo de Leoncio golpeaban en la calle y ella se ponía de un brinco en pie con todo revuelto en el cuerpo. El muchacho seguía de largo y se perdía al galope por los mismos senderos que, apenas unos años atrás, transitaban en bicicleta en medio del revoloteo de las mariposas amarillas.
Muchas veces había pensado en retomar a Cochabamba y terminar de hacer su vida en medio de los suyos. Todavía vivían sus padres y seguro que los amigos de la juventud la ayudarían a acomodarse en una escuela, pero siempre quedaba desanimada del todo apenas recuperaba la conciencia del paisaje de Entreríos, de su vida paradisiaca y del rostro de querubín de Leoncio Arauz. En ese instante sentía que la sangre ya le bullía en el rostro y trataba inútilmente de entender que la brecha enorme que se abría entre dos generaciones no se cerraba ni siquiera con el amor más intenso. Alguna vez, derrotada por la realidad implacable, guardó toda su ropa en la maleta de fuelle con la que arribó, y hasta preguntó por la plaza si algún camión tenía un viaje programado a la linda ciudad de Tarija, pero nunca encontró las fuerzas interiores para dar el paso. Colgada de su ventana, vio a más de un camión desaparecer por el camino. En otras ocasiones, ante el bocinazo gentil del chofer, se limitó a batirle desde su ventana una mano en señal de adiós. Con los ojos llenos de lágrimas quedaba absorta mirando su destino de matorrales espinosos, de lapachos y toboroches, de loros chocleros, y de cabras, pensando que la vida sin amor es la mismísima muerte encarnada.
El padre Ángel Totti se hizo cargo de los muchachos desde el cuarto grado de secundaria. Era un maestro para todas las asignaturas, como había sido Inés Palmasola en los grados anteriores. Lo que sí sucedía era que ella colaboraba en su ausencia debido a su infatigable labor de evangelización de los salvajes en los alrededores. En esos reemplazos evitaba toparse con los ojos dulces del ángel de su vida. Caminaba el aula con el aplomo de sus años magisteriles, pero ambas rodillas se le doblaban cuando lo veía con la mano en alto pidiéndole permiso para hablar. Ese gesto parecía suficiente para que sus huesos se le quebraran, para que toda su fortaleza de mujer se le trisara sin ruido y la dejara a la intemperie de las miradas de todos.
Para cuando Leoncio Arauz cumplió los quince años, todo el pueblo de Entreríos estaba al corriente del amor desigual de la linda maestra. Sin embargo, nunca hubo un vecino que no la ayudara a disimularlo. El mismo padre Ángel Totti, dedicado sin sospechas al culto de la moral establecida en los diez mandamientos y otras rigideces, alababa el celo de la maestra en su noble labor y la prestigiaba respecto al amor que tenía comprometido en ello. Las beatas se le quedaban con la palabra en la boca. La misma María optó por callar. Con el tiempo, no sólo que se aceptó ese sentimiento como parte de la sociedad, sino que se le guardó consideración como si se tratara de una persona moribunda ante la cual se debía agachar la cabeza y bajar la voz.
Leoncio Arauz, en cambio, imbuido de fuerza debido a los cambios en su organismo y apariencia, actuó desde entonces como un conquistador a cargo de una carabela. Ingresaba al aula y se plantaba frente a la maestra, levantaba la mano para verla sonrojarse, hacía bailar a su caballo en dos patas frente al hotel y no perdía ocasión para enamorar a cuanta compañera se le cruzaba en el camino. La maestra Inés Palmasola también comenzó a atormentarse de celos.
La buena noticia de ese tiempo fue la conclusión de obra de la iglesia de piedra roja. Su campanario se divisaba desde la cuesta de Castellón y los tañidos de su campana mexicana se escuchaban, con aire delgado, desde el Pajonal. Se robusteció la autoridad del padre Ángel Totti y se facilitó su evangelización a ciegas y con marchas forzadas de los pueblos originarios, aunque muchas veces le sucedió que, ante el descuido de su fe milenaria, los sorprendió bailando calatos en los claros del monte, borrachos, jugando a machetazos desalmados y absorbiendo víboras desde el hoyo de las colas.
La iglesia generó un prestigio de Entreríos, y sus vecinos elevaron su autoestima lo suficiente como para imaginar más progreso. De inmediato llegó un oficial de policía a instalarse en una de las aulas de la escuela, pero el padre Ángel Totti tuvo que intervenir para que no convirtiera en cárcel el aula contigua. Casi como una convicción general, Entreríos se propuso no tener celda alguna, ni siquiera juez, y fortalecer la censura social como el mejor instrumento en la lucha contra la delincuencia. Las labores esenciales del policía quedaron subsumidas en la reflexión y en la pura amonestación.
Ni siquiera los enojos de la maestra Inés Palmasola impidieron que los muchachos continuaran con, sus excursiones. De pronto, molesta por la conducta de macho cabrío de Leoncio Arauz, empezó con esa cantaleta del peligro para las mujeres de internarse en el monte. “Hay arañas peludas”, dijo, y se retorció las manos. Luego fue imposible pararla: víboras, espinos, cuchis salvajes, plantas venenosas, garrapatas, salvajes, ríos de traición, impulsos irrefrenables de los mismos muchachos, indefensión, retomo al campo abierto para las más elementales necesidades... Los excursionistas se reunían en la plaza, en la puerta del hotel, y se organizaban a gritos y con bromas a cuál más atrevida. Cuando ya todos estaban montados, se seguía insistiendo en convocarla, hasta que Leoncio hincaba los talones en los flancos de la bestia y salía al frente como un guerrillero, en la guerra de la independencia, jalando la columna bulliciosa.
Así se vivió un tiempo tan largo que la misma gente consideró que de ese amor inverosímil no quedaban ni rastros de cenizas, como tampoco huellas de los besos de pasión que nunca se dieron. Los alardes vivos del muchacho, en su afán de mostrarse como un hombre de verdad, pronto se exacerbaron hasta alcanzar la cima misma de lo ridículo. Y la indiferencia falsa de la maestra se configuró peligrosa como una gran tumba abierta. Su tez blanca empalideció como la luna fría del crudo invierno, sus manos de pizarrón comenzaron un temblor propio de las hojas de los almendros en el otoño, y su sonrisa afable y dulce quedó petrificada en un gesto de terror y vacío que espantaba hasta a los recién nacidos.
Debido a la tozudez de las posiciones marcadas, la historia pareció dar un vuelque de panqueque: la maestra Inés Palmasola adquirió solidez en su postura estoica y el alumno Leoncio Arauz resbaló por el tobogán de la felicidad falsa a los brazos del alcohol y la guitarra. En su borrachera de cada noche la lloraba con retazos del alma en las manos abiertas. Al filo de la madrugada, cuando no quedaba compañero alguno para otra ronda de tragos, se apostaba en la plaza desierta, cerca al lapacho y frente al hotel, y comenzaba su canto con la voz desgarrada propia del hombre desgraciado. La ventana del segundo piso continuaba con los visillos corridos.
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Ambos se volvieron almas en pena. El pueblo íntegro fue testigo de sus vagancias fantasmales por las calles y la plaza, por los senderos de las mariposas amarillas, por las riveras de los ríos y por las sombras divinas de los sauces, y sufrieron tanto como ellos con sus suspiros cargados de arena. El padre Ángel Totti se alarmó al verlos flotar vacilantes apenas con un pie en este mundo y reaccionó de inmediato con sendas misas de salud que no sirvieron para un carajo. Muy lejos de darse por vencido, los convocó con mando al confesonario de los secretos pero ninguno de los dos nombró al otro en sus penas de amor.
Las excursiones se echaron a perder y el mismo pueblo pareció vivir lo peor desde la guerra del Chaco. Las mañanas, otrora bulliciosas con el canto de los pájaros, se volvieron de invierno y de camposanto. La escuela sucumbió en el desánimo y afloró el mal de la deserción irremediable entre los pequeños y los adolescentes. Las noches se vaciaron de canto para dar lugar a los lamentos de pavor de los dos enamorados sin comunión. Estaba claro que más sano era morir.
En la fiesta de la virgen de Guadalupe, bajo el rigor de la fría nevada, Entreríos abrió los brazos a los indios matacos y chiriguanos para que una vez más vivieran su milagro. Antes incluso de que el pueblo se llamara San Luís, cuando todo ese paraíso era el escenario de los combates a muerte de ambas tribus, se apareció la virgen para hermanarlos de una vez por todas. Los españoles consideraron fundamental fundar un caserío para recordar siempre lo acontecido sin que les importara que terminara llamándose, a sí mismo, sencillamente Entreríos. En esa misma fiesta de cada octubre, pero muchísimos años después, habría de morir para siempre el padre de buen recuerdo Ángel Totti, producto de un ataque al débil corazón causado por la súbita aparición, en las tinieblas de la nave central de su iglesia, de un mataco vestido con hierbas y huesos para afrontar la batalla de mentiras y que sólo requería su santa y contundente bendición previa.
Los indios llegaron desde la víspera y tomaron la plaza con absoluta naturalidad. Las latas de alcohol iniciaron su recorrido de fuego hirviente mientras la noche se organizaba con calma. En medio de ese gentío surgido de lo profundo del monte, aturdido del todo por su habla de pájaros, con la mirada más triste de este mundo caminaba el adolescente hermoso Leoncio Arauz. Llevaba días extraviado de las manos de su madre, de su tío y de las personas que lo querían para el bien. Tenía el corazón marchito y la férrea convicción de que esta vida ya no valía la pena. Sin nada que decir, se hizo campo en la ronda acuclillada de tragos y continuó bebiendo con esa gente que no lo conocía. Así vio llegar el alba y apagarse la débil luz del cuarto de hotel en el segundo piso. No tuvo conciencia de haber quedado solo y ni siquiera reparó en los cuerpos tendidos en completo desorden sobre la fría tierra roja.
Siguió caminando por la madrugada desierta y muy pronto asumió el sendero principal de sus recuerdos para llegar al río. En ese tremendo frío ocasional, las aguas parecían de metal y absolutamente filosas, capaces de destrozar un cuerpo extraño y de detenerle la vida a quien se le sumergiera. Pero Leoncio Arauz no tenía una razón valedera para vivir. De nada sirvió que fungiera de gallo ante las muchachas batiéndoles el ala, como tampoco le sirvió embestir contra los borrachos confundiendo su pena esencial con cuestiones de honor, ni recibir sin moverse los palos aleccionadores de su madre que le cayeron en el cuerpo como una granizada. Era sencillamente un hombre quebrado por un amor contrariado.
La maestra Inés Palmasola lo había observado toda la noche. Lo vio acuclillado en la ronda de los salvajes tomando alcohol con extraña furia, y lo vio limpiándose de lágrimas, un millón de veces, el rostro marcado para siempre por un profundo desaliento, y lo vio quedar solo y tan desorientado cuando el gentío inconsciente terminó de bruces sobre la fría tierra, y lo vio caminar vacilante de piernas, pero obstinado en la determinación, hacia el sendero de las mariposas con rumbo al río de aguas criminales. Pensó que no merecería la vida si no actuaba resuelta de acuerdo a sus sentimientos. Bajó todas las gradas posibles con una agilidad ajena a su cuerpo, manoteó a los cuatros costados (metiendo una bulla de los mil demonios) todos los trastos amontonados durante tanto tiempo, y sacó a luz la vieja bicicleta de los comienzos de esta historia. Se montó de un brinco y corrió detrás de su amor echando a volar la música sin igual de su campanilla feliz, y no cesó de pedalear hasta montar en la parrilla a la única razón de su existencia.