Recuento del tiempo lejano (Primera parte)
Nací y me hice niño, no recuerdo haber sido bebé el pasado siglo al promediar la cuarta década. Sin embargo aún percibo la tibieza de las manos maternales en el rostro del bb. que un día fui. Viví feliz junto a mis padres, abuela y hermanos; crecí en La Paz un tiempo, cursando el primer...
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Nací y me hice niño, no recuerdo haber sido bebé el pasado siglo al promediar la cuarta década. Sin embargo aún percibo la tibieza de las manos maternales en el rostro del bb. que un día fui. Viví feliz junto a mis padres, abuela y hermanos; crecí en La Paz un tiempo, cursando el primer año de escuela en La Salle y la familia se vio forzada a cambiar de residencia a la ciudad de Tarija, debido a que mi padre, oficial de ejército, sufrió la baja del servicio activo por no jurar al partido de gobierno (M.N.R.). “Presté un día juramento a la Patria al egresar del Colegio Militar del Ejército, para servirla con honor”, repetía mi progenitor, hombre pacifista que jamás debió ingresar en la milicia, “sin que tenga por qué hacerlo ante un ocasional mandatario del país que no me dio la profesión”.
Qué cúmulo de experiencias derivaron de aquel hecho: viajar a otra ciudad, donde años atrás nacieron mis abuelos y mi madre; ser felices en la pobreza, que en ese tiempo extendía sus tentáculos casi sobre toda la población, plena en verdad de mucha riqueza espiritual y de trato social humanitario; vacacionar en la propiedad de mi abuela materna, donde tuvo que confinar sus días y noches mi padre, Ricardo, convirtiéndose en el padrino de los campesinos a quienes prestaba todo género de ayuda, pues no había médico ni cura pero sí un militar retirado de las filas con voluntad de acero y vocación de servicio al prójimo.
Pasados los años, ya jóvenes los hermanos, un amigo lo bautizó a nuestro padre como Coronel Cañones y él retrucó ese mismo instante, devolviendo el guante lo llamó “H. Durazno” porque en sus visitas a la casa andaba chispas y más duro que un soldadito de plomo en su estado iniciático en las lides del licor. Al sólo probar sorbos de singani, o de un ron que en su retiro papá elaborara artesanalmente, llamado por un pariente Matasiete, en un santiamén le envolvía la embriaguez; cantaba en el grupo musical de mi hermano Fernando e imitaba a cantantes de moda en aquella época romántica y apacible. Gracias a las lecciones impartidas por el mecenas llamado Ernesto La Faye, se formó un semillero de artistas en la ejecución de la guitarra y, de un grupo, surgió la banda en la que participaba Fer.
A tiempo de asistir a la escuela y colegio, hicimos muchos amigos, primero en el barrio Las Panosas, en el que habitamos una casa antigua a media cuadra de la plaza principal en la calle La Madrid, y luego la red de amistades se amplió y seguramente conocimos a todos los de nuestra edad, cada uno con los de su tanda o generación respectiva, en una ciudad intermedia en la que los moradores se conocían, sean viejos, jóvenes o niños. En todos los meses del calendario anual del colegio había un juego específico, sea el trompo, enchoque, canicas, yoyo, o voladores, propios éstos últimos del mes de agosto, en el que cada uno preparaba su volantín con trozos de cañahueca, papel de seda de colores, hilo y engrudo. Algunas noches de invierno y para entrar en calor jugábamos chorromorro, en la plazuela Sucre, bella por sus acicalados jardines en aquel tiempo, sujetándose el primero de un árbol, agachado de medio cuerpo con las manos extendidas, y en cadena tres o cuatro más, consistiendo el juego en saltar varios por turno bruscamente sobre las espaldas de los amigos, amontonándose hasta hacerles perder el equilibrio y caer al suelo. Muchos sufrieron golpes duros y debieron buscar atención médica. Un querido amigo y vecino perdió la sensibilidad en los dedos meñique y anular, por lo que fue trasladado a la Argentina en búsqueda de su restablecimiento. Como hecho anecdótico del reciente campeonato mundial de fútbol celebrado en Rusia, los jugadores del seleccionado inglés festejaron su primer gol frente a Túnez casi al estilo chorromorro de Tarija, arrojándose de modo violento casi todos sobre el delantero que convirtió el tanto.
Qué cúmulo de experiencias derivaron de aquel hecho: viajar a otra ciudad, donde años atrás nacieron mis abuelos y mi madre; ser felices en la pobreza, que en ese tiempo extendía sus tentáculos casi sobre toda la población, plena en verdad de mucha riqueza espiritual y de trato social humanitario; vacacionar en la propiedad de mi abuela materna, donde tuvo que confinar sus días y noches mi padre, Ricardo, convirtiéndose en el padrino de los campesinos a quienes prestaba todo género de ayuda, pues no había médico ni cura pero sí un militar retirado de las filas con voluntad de acero y vocación de servicio al prójimo.
Pasados los años, ya jóvenes los hermanos, un amigo lo bautizó a nuestro padre como Coronel Cañones y él retrucó ese mismo instante, devolviendo el guante lo llamó “H. Durazno” porque en sus visitas a la casa andaba chispas y más duro que un soldadito de plomo en su estado iniciático en las lides del licor. Al sólo probar sorbos de singani, o de un ron que en su retiro papá elaborara artesanalmente, llamado por un pariente Matasiete, en un santiamén le envolvía la embriaguez; cantaba en el grupo musical de mi hermano Fernando e imitaba a cantantes de moda en aquella época romántica y apacible. Gracias a las lecciones impartidas por el mecenas llamado Ernesto La Faye, se formó un semillero de artistas en la ejecución de la guitarra y, de un grupo, surgió la banda en la que participaba Fer.
A tiempo de asistir a la escuela y colegio, hicimos muchos amigos, primero en el barrio Las Panosas, en el que habitamos una casa antigua a media cuadra de la plaza principal en la calle La Madrid, y luego la red de amistades se amplió y seguramente conocimos a todos los de nuestra edad, cada uno con los de su tanda o generación respectiva, en una ciudad intermedia en la que los moradores se conocían, sean viejos, jóvenes o niños. En todos los meses del calendario anual del colegio había un juego específico, sea el trompo, enchoque, canicas, yoyo, o voladores, propios éstos últimos del mes de agosto, en el que cada uno preparaba su volantín con trozos de cañahueca, papel de seda de colores, hilo y engrudo. Algunas noches de invierno y para entrar en calor jugábamos chorromorro, en la plazuela Sucre, bella por sus acicalados jardines en aquel tiempo, sujetándose el primero de un árbol, agachado de medio cuerpo con las manos extendidas, y en cadena tres o cuatro más, consistiendo el juego en saltar varios por turno bruscamente sobre las espaldas de los amigos, amontonándose hasta hacerles perder el equilibrio y caer al suelo. Muchos sufrieron golpes duros y debieron buscar atención médica. Un querido amigo y vecino perdió la sensibilidad en los dedos meñique y anular, por lo que fue trasladado a la Argentina en búsqueda de su restablecimiento. Como hecho anecdótico del reciente campeonato mundial de fútbol celebrado en Rusia, los jugadores del seleccionado inglés festejaron su primer gol frente a Túnez casi al estilo chorromorro de Tarija, arrojándose de modo violento casi todos sobre el delantero que convirtió el tanto.