Del Libro: “Santa Cruz y Tarija” de Heriberto Trigo Paz. En la Guerra de La Independencia (Primera parte)
Es en uno de los últimos días del mes de enero de 1817. Con el ruido del trotar de cabalgaduras y el bullicio de sus jinetes, la gente del pueblo de La Concepción despiértase muy temprano. Algunos creen que son los guerrilleros del teniente coronel Francisco de Uriondo, que vuelven al...
Es en uno de los últimos días del mes de enero de 1817.
Con el ruido del trotar de cabalgaduras y el bullicio de sus jinetes, la gente del pueblo de La Concepción despiértase muy temprano.
Algunos creen que son los guerrilleros del teniente coronel Francisco de Uriondo, que vuelven al “pago”. Otros piensan en la fiesta de Santiago. Ni lo uno ni lo otro. Uriondo está por las Salinas. Y al santo patrono se lo celebra el 25 de julio.
Discurriendo sobre aquello, pero sin reparar en detalles, la gente sale presurosa de sus casas y trasládase a “la pampa”, situada en la parte alta del pueblo, lugar consabido de las grandes concentraciones.
Allí descórrese el velo y la verdad queda a la vista de todos. Un escuadrón de caballería de los ejércitos realistas hace evoluciones y escarceos, al trote y al galope.
Hacia el este de la pampa, a la sombra de solitarios y añosos algarrobos, está un militar que es-ni duda cabe- el jefe de aquella unidad. Acompáñanle un comandante y dos lugartenientes, atentos a sus órdenes. Atisba las maniobras de la lucida cabalgata, pero no descuida de mirar a la gente del lugar, que allí se concentra y también le observa.
Su figura es atractiva. Un hombre más bien alto que bajo, de constitución robusta y cuerpo proporcionado, atlético. La tez mate; sus ojos negros, de penetrante mirar; la frente amplia y despejada; los cabellos lacios, oscuros; la nariz pronunciada y recta; el labio inferior prominente, contrasta con el superior, que es de fino trazo.
Impasible soporta los rayos del sol estival y el polvo que levantan las cabalgaduras. Adviértense los frecuentes rictus nerviosos de sus labios. Recoge el entrecejo, mueve la cabeza.
Este hombre joven, con sus veinticuatro años ardientes, se llama Andrés Santa Cruz.
Ostenta el grado de teniente coronel de los ejércitos del rey de España.
En virtud de instrucciones oficiales, se traslada, con su escuadrón de caballería, a la villa de la Concepción y, sin resistencia, toma la plaza.
¿De dónde ha surgido?
Hijo del matrimonio del maestre de campo don Joseph Santa Cruz y Villavicencio y doña Juana Bacilia Calaumana, ha nacido el año 1792.
Don Joseph es hidalgo de sangre española, con antecedentes de clase; y doña Juana Bacilia descendiente de los Incas. Por la rama paterna, Andrés tiene, pues, rancio abolengo hispano, y, por la materna, proviene de la nobleza incaica.
Desde niño, escucha de labios de su madre relatos maravillosos del Imperio de los Incas, que comprendía el Alto y el Bajo Perú, además de otros territorios; de su organización, su cultura, su vida. Una y otra vez Juana Bacilia recita la máxima regla de moral incaica: Ama sua, ama llulla, ama quella (No robes, no mientas, no seas flojo). Y una y otra vez el niño la repite a media voz. Lógico que siente palpitar el alma de sus remotos antepasados...
El padre le habla de la España eterna, su grandeza, sus conquistas, sus reyes, la religión católica... A su hora, le inscribe en el colegio franciscano, de La Paz; más tarde, le traslada al Seminario Conciliar de San Antonio Abad, en el Cuzco. En ellos se educa, dentro del marco religioso y del respeto a la corona española.
Cuando Chuquisaca lanza el primer grito libertario de América, Andrés Santa Cruz ha cumplido diecisiete años de edad. Enrólase en los ejércitos del rey, como alférez del regimiento que comanda su padre. Luego, pasa como ayudante de campo del brigadier José Manuel Goyeneche, que poco antes sofoca la revolución de La Paz, haciendo ejecutar en la horca, el 29 de enero de 1810, a Murillo y otros patriotas.
Las marchas militares llevan a Santa Cruz por el altiplano, el Lago Sagrado, los Andes, el Cuzco... En su espíritu se avivan los recuerdos de su madre, y piensa en la gloria de sus antepasados, los Incas, dueños y señores que fueron del Gran Perú. Le parece un sueño del que se diría que le despierta la reminiscencia de su padre y el real servicio al que él mismo está entregado en el ejército peninsular, bajo protesta de solemne juramento. Una lucha que parece irreconciliable...
La guerra americana alcanza a Andrés Santa Cruz y le compromete. Como ayudante de campo de Goyeneche, tiene su bautizo de fuego y su primer ascenso militar en la batalla de Guaqui (20 de junio de 1811), frente al primer ejército auxiliar argentino, comandado por Castelli, que antes (7 de noviembre de 1810) había triunfado en Suipacha.
Amagando a ese ejército en derrota, que se repliega hacia el sur, está Santa Cruz, junto con otros oficiales que comandan a las tropas realistas. Combate en Chayanta y en Potosí.
A comienzos de 1812, Goyeneche destaca al general Tristán hacia la frontera argentina, mientras él se dirige a Cochabamba, donde le esperan las milicias de Esteban Arce y las mujeres que en la Coronilla ganan, en desigual combate (27 de mayo de 1812), la inmortalidad. Con las fuerzas de Tristán está Andrés Santa Cruz.
Anoticiado de la marcha del segundo ejército auxiliar argentino, jefaturizado por el general Manuel Belgrano, Goyeneche repliega sus fuerzas hacia el norte, y luego resigna el mando, siendo reemplazado por el general .Joaquín de la Pezuela, de relevantes antecedentes en el ejército español.
En Oruro, donde ha instalado su cuartel general, Pezuela reorganiza sus cuadros. a Andrés Santa Cruz le distingue confiándole el mando de un escuadrón de caballería.
Belgrano y Pezuela se enfrentan en Vilcapugio (1º. de octubre de 1813), en una batalla cruenta y encarnizada, que concluye con el triunfo de los realistas. Santa Cruz, a la cabeza de su escuadrón, tiene un comportamiento que abona su hoja de servicios.
No pasan quince días y esos mismos ejércitos trábanse en una nueva batalla: Ayouma (14 de noviembre de 1813). Santa Cruz gana en ella el grado de teniente.
Pezuela avanza hacia el sur. Instala su cuartel general en Tupiza, desde donde destaca a su vanguardia, que llega hasta Salta, contando entre los oficiales a Andrés Santa Cruz.
Los realistas creen tener “pacificado” el Alto Perú; pero no es así. En los primeros meses de 1814 la insurrección brota por todas partes. Este hecho y la caída de Montevideo en manos de los patriotas inducen al mariscal de la Pezuela a replegar sus fuerzas hasta Cotagaita. En el camino llega la noticia del levantamiento del Cuzco (agosto de 1814), la misma que rápidamente se propaga entre los oficiales y hasta entre la tropa. Para Santa Cruz aquella nueva trae un detalle de especial significación. La insurrección del Cuzco está acaudillada por un pariente de su madre, descendiente, como ella, de los incas Mateo Pumakaua. Allí envía Pezuela una división para sofocar la revuelta (17 de septiembre), Al propio tiempo, destaca unidades Agiles a los lugares inmediatos a su cuartel general, especialmente a Cinti y Tarija. La guerra de guerrillas es una nueva experiencia, para Santa Cruz.
En febrero de 1815, ingresa al Alto Perú el tercer ejército auxiliar argentino, compuesto de cuatro mil hombres de las tres armas y dos baterías de artillería. Lo jefaturiza el general José Rondeau, vencedor de los realistas en Montevideo (Uruguay). Entre los oficiales está Francisco de Uriondo, que comanda un escuadrón de jinetes chapacos.
Pezuela ordena que sus fuerzas dispersas se reúnan con él y, en abril, abandona Cotagaita. Cuidando que las comunicaciones se mantengan francas, encamínase hacia el Desaguadero y dispone que se le incorporen las guarniciones de Potosí y Chuquisaca y la división que fue a sofocar la revolución del Cuzco.
El ejército de Rondeau viene ocupando sin resistencia el territorio que abandonan los realistas.
Recelosos caminan unos y otros. Cuatro, cinco meses, y no hay acciones de armas de envergadura. Las circunstancias precipitan el combate de Venta y Media (20 de octubre), en el que fracciones de los dos ejércitos trábanse en sangriento combate, que concluye con la derrota de los patriotas.
Rondeau repliégase a Cochabamba. Pezuela baja en su persecución. El 29 de noviembre se produce la batalla de Sipesipe (Viloma o Viluma, según los registros españoles), que es de desastre, y muy grande, para las armas americanas, y de victoria trascendental para las del rey.
En todas esas acciones está Andrés Santa Cruz, haciendo méritos y ganando ascensos militares.
Repliéganse los restos del tercer ejército auxiliar argentino. Lo hacen en forma desordenada y en marchas que duran más de un mes, hasta llegar a los dominios del marqués de Tojo, don Juan José Fernández Campero Martiarena del Barranco, opulento señor que, a su propia costa, organiza un regimiento y lo pone al servicio de la causa patriota. Esa unidad cubre el camino de Rondeau, controlando el ingreso a la quebrada de Humahuaca.
Sometidas las provincias del Alto Perú, éstas quedan aisladas, sin auxilio, libradas a su propia suerte...
El ejército victorioso dirígese hacia el sur como desandando el camino. Va hostigando a las maltrechas tropas de Rondeau, y decidido a invadir las provincias argentinas. El plan es de proyecciones: impedir que los ejércitos que están organizando Belgrano en Tucumán, y San Martín, en Mendoza, progresen y traspasen la cordillera de los Andes, para dar libertad al Perú y Chile.
Pero debe caminarse con cuidado. En los valles, en las montañas, hasta en los riscos y las quebradas están las montoneras patriotas, los insurrectos. Entre sus comandantes algunos han alcanzado nombradía: Rojas, Uriondo, Camargo, Méndez... Con ellos hay que enfrentarse y a ellos hay que vencer para ganar la frontera argentina. Pezuela es prudente. Establece su cuartel general otra vez, en Cotagaita y serenamente va adoptando providencias.
Cuidando el flanco izquierdo, destaca patrullas y recaba informaciones sobre el valle de Cinti. Si sorpresa es para el mariscal saber que allí “se ha levantado de nuevo el pendón de la insurrección”, es mayor al conocer que el movimiento está acaudillado por el famoso coronel Vicente Camargo y que, al lado de éste, se encuentra el mayor Gregorio Aráoz de La Madrid, con “algunos dispersos” del ejército derrotado en Sipesipe.
Pezuela refuerza la vanguardia que comanda el general Olañeta e imparte expresas instrucciones para eliminar esos peligros.
A fines de enero de 1816, se desprenden de aquella vanguardia quinientos hombres, al mando del brigadier Antonio María Álvarez, y marchan sobre Cinti. A poco de entrar al valle, divisan hogueras encendidas en la cima de los cerros. Es anuncio y presagio. Allí están los indios armados de coraje, hondas y piedras. En la explanada, la caballería de La Madrid y los infantes de Camargo. “Sólo un héroe a lo Carlos XII—dirá Mitre—, con cascos a la gineta, podía adoptar esta disposición de combate, y sólo él podía realizar las extraordinarias hazañas”. Protegido por los nativos, maniobra La Madrid, engaña al enemigo, le ataca y desconcierta, hasta derrotarlo.
¡Sorpresa y desazón en el ejército del rey! ¡Alarma en la vanguardia! Pezuela imparte órdenes y Olañeta, en persona, comanda la fuerza que alcanza a La Madrid en el río de San Juan, donde llega imprudentemente desprendido de Camargo. Es el doce de febrero cuando los realistas vengan la derrota de Álvarez imprimiendo duro golpe a las fuerzas patriotas. La Madrid puede replegarse con 150 hombres hasta Tarija, al cuartel general de Uriondo.
Eso no basta a Pezuela. La base de operaciones en el valle de Cinti, para invadir las provincias argentinas, continúa afectada, y la impresión del descalabro de Álvarez no se borra en su ejército. En marzo organiza una nueva expedición. La comanda el temerario coronel Buenaventura Centeno. Entre las unidades que la integran, está el escuadrón de caballería de la propia guardia del General en Jefe, al mando del capitán Andrés Santa Cruz.
Las órdenes son terminantes. La guerra es a muerte. Las fuerzas de Centeno arrollan a las avanzadas patriotas, prosiguen impetuosamente, se apoderan del pueblo de Cinti pero allí chocan con las milicias que, personalmente, dirige el coronel Camargo; éstas rodean al enemigo, le hacen muchas bajas y luchan con tal bravura que—dirá el parte— Asaltan los fusiles como si no ofendiesen”. Los patriotas —casi todos indiecitos curtidos por el sol y la vida de sometimiento— ponen a las tropas del rey en tremendas dificultades, de las que saldrán, gracias, principalmente. a los refuerzos humanos que les llegan con oportunidad, y a las valiosas informaciones que les proporcionan dos traidores.
La batalla es de muchos episodios crueles, sangrientos, desarrollados del 27 de marzo al 3 de abril. Al amanecer de este día, los realistas toman de sorpresa el campamento de los patriotas. Herido, cae prisionero el guerrillero Camargo. En el acto es pasado a degüello. No es el único inmolado, pero su nombre seguirá siendo de gloria y bandera de combate.
Mientras Santa Cruz —que ostenta un nuevo grado militar, ganado en aquella batalla— camina por el valle de Cinti, en otros puntos de la vasta región ocurren sucesos que le incumben. Pezuela avanza su cuartel general a Moraya. Olañeta, que comanda la vanguardia, marcha sobre Tarija y libra cruento combate con el guerrillero Ramón Rojas muriendo éste en la acción. El general Pezuela es nombrado virrey del Perú y se dirige a Lima (10 de abril) para asumir sus nuevas funciones; Ramírez queda a la cabeza del ejército, hasta que llegue el general José de la Serna. Olañeta ocupa Tarija y luego, al marchar sobre Yavi, deja la plaza a cargo del coronel Lavín. Uriondo, que acosa a los vencedores de Camargo, repliega su cuartel general al valle de la Concepción. Quedan Méndez, y Mendieta para hostigar de cerca a Lavín. Tarija, situada entre el Alto Perú y las Provincias del Río de La Plata, es el teatro de la lucha. En agosto, Uriondo convoca a los guerrilleros a una Junta de Guerra, que tiene lugar en Canasmoro, en la que se toman acuerdos cuya ejecución pone en serios apuros a los realistas, pues los guerrilleros están tan pronto en el río de San Juan, como en el Pilaya, en San Lorenzo, en Santa Victoria, en San Andrés, en Concepción, en Padcaya, en Orosas, en Yavi o en la propia villa de Tarija...
El 19 de septiembre, el general La Serna asume la jefatura del ejército realista, en el cuartel general de Tupiza. Con él se incorporan nuevas fuerzas peninsulares, al mando de jefes experimentados que en Europa lucharon contra Napoleón.
Santa Cruz se reintegra, con su escuadrón a la guardia del General en Jefe.
Desde Lima, el virrey Pezuela insta a La Serna a invadir las provincias argentinas, donde es notoria la decisión del general San Martín de traspasar los Andes, hacia el Pacífico. Prudente, La Serna objeta, cavila, quizá duda, pero al fin se decide. Destaca sobre Yavi y Tojo a la vanguardia del general Olañeta que, dos meses después (6 de enero de 1817), enarbola en Jujuy el estandarte de los reyes de España. Luego, el 24 de noviembre, el General en Jefe, en persona, se pone en marcha desde su cuartel general. En Tojo exhorta a la tropa y prosigue hacia Tarija, que peligrosamente compromete el flanco izquierdo del ejército invasor. El primero de diciembre, La Serna hace su ingreso a la villa de San Bernardo, evacuada la noche anterior por el gobernador y comandante patriota Francisco de Uriondo. Recuperada la plaza, el General en Jefe nombra gobernador al coronel Mateo Ramírez, quien trasládase expresamente desde el cuartel general, a asumir el mando. Consigo vienen fuerzas de infantería y aquel escuadrón de caballería de tropa seleccionada que comanda el teniente coronel Andrés Santa Cruz.
La Serna vuelve la grupa allí donde quedó la vanguardia de Olañeta, preparando la invasión a las provincias argentinas. Para ingresar a Humahuaca e internarse al territorio platense, primero tiene que luchar y derrotar al marqués de Tojo, quien, hecho prisionero, sometido a consejo de guerra, como coronel de los ejércitos del rey, es remitido a España, muriendo en el camino.
Entretanto, en la villa de Tarija el coronel Ramírez y el teniente coronel Santa Cruz hacen consciencia de los peligros que acechan, y no demoran en tener bien organizados sus cuadros, además de reforzarlos. Muy pronto los guerrilleros comenzarán a hostigarlos.
En la composición general de la inmensa zona convulsionada, el valle de la Concepción llene valor estratégico excepcional. Allí llega el teniente coronel Andrés Santa Cruz, a la cabeza de su escuadrón de caballería, una mañana de los últimos días de enero de 1817...
Santa Cruz observa y hace observar a sus subordinados un comportamiento honorable en el pueblo de la Concepción. ¡Qué contraste con otros realistas, especialmente con aquel coronel Lavín que el año anterior allanó hogares tarijeños, hizo fusilar a casi un centenar de vecinos, degollar prisioneros, y pasear por calles y plazas sus cabezas sangrantes, atadas a la cola de los caballos! ¡Horror!... Santa Cruz no puede ni concebir semejantes desmanes.
Cero no sólo eso. A un tiempo de no permitir abusos, el comandante de la guarnición valluna trata de atenuar en lo posible los males que pesan sobre el pueblo. ¿Acaso no es esa la política que proclama el general La Serna, al asumir el mando del ejército, prohibiendo las confiscaciones y castigando las depravaciones de sus soldados?
Con el correr de los días, y pese a los recelos y a los odios de la guerra, los vecinos de la Concepción comienzan a mirar a Andrés Santa Cruz sin prevención. Y él sabe ganar la amistad de esa gente, cuyos hijos, hermanos, esposos o padres están incorporados en las milicias patriotas, guerreando por todas partes. Seguramente Santa Cruz los comprende. Por venas de ellos y de él corre sangre india y española. Son del mismo origen. Quizá el teniente coronel lamenta la altanera negativa dada el 11 de diciembre por Uriondo a La Serna, para olvidar el pasado y acogerle “sin faltar a nada” de lo ofrecido... No desconoce que Uriondo habla, y con pleno derecho, de la patria y del pueblo, de los sufrimientos de éste, en manos de los “desaforados tiranos”... que “han infamado hasta los extremos más degradantes las armas del rey”.... ¡Oh, Lavín! Los sentimientos de Santa Cruz se duelen; pero él tiene prestado juramento de fidelidad al rey de España, y obligado está a respetarlo.
En lo recóndito e impenetrable del alma de este joven teniente coronel hay una tremenda lucha. A veces, él se encierra en su tienda de campaña y allí, durante horas, permanece solo, absolutamente solo. Las noches, llenas de soledad y misterio, pueblan de ilusiones e idealidades su mente y su corazón. No es extraño que, a la luz mortecina de una vela de cebo, lea y escriba, piense y sueñe..., ¿Es justa la causa que él defiende? Es la causa que su padre le enseñó a respetar, si no a amar, y a la que él juró fidelidad; es la causa por la que murió su progenitor... Pero ¿acaso no es él, también, un descendiente de los Incas, hijo de Juana Bacilia Calaumana? Difícil desiderátum.
Entretanto, el deber militar le llama. Su grado, sus servicios, su responsabilidad como comandante de guarnición, impónenle resguardar la plaza de la Concepción, patrullar la región, hostigar al enemigo. Hay que proscribir otras preocupaciones, ahuyentar cavilaciones y cumplir el deber.
Los patrullajes son constantes. Sus soldados tienen que vérselas con fuerzas de astutos guerrilleros que, sorpresivamente, aparecen, dan un “golpe de mano” y se pierden como sombras de la noche.
El propio Santa Cruz hace reconocimientos de la zona. Más de una vez se escurre sigilosamente hasta la villa de Tarija, donde se entrevista con su superior, el coronel Mateo Ramírez, y vuelve a su guarnición, a vivir en la sencillez del pueblo. Más tarde, recordará emocionado esas horas vallunas que, en lo esencial, son para él de meditación.
Si por ahí tuvo Santa Cruz un amorío, nadie lo sabe. La discreción fue siempre norma de este hombre.
Mirando las montañas azules que rodean el valle de la Concepción, parécele al teniente coronel Santa Cruz que su plaza es inexpugnable. Pero él no se mueve a engaño. Está consciente de que hay que mantener el contacto con la villa de Tarija, controlar toda 1a. zona, tener expeditos los caminos... Sabe que los guerrilleros se mueven constantemente de un punto a otro y que se concentran en Bermejo, en Salinas. .. Cierto que en el pueblo hay paz, o cuando menos calma, que es como un remanso para las fatigas del guerrero; pero todo soldado conoce que la calma es presagio de turbaciones. Y así esta vez. La tromba de la guerra — que sigue desgarrando vidas y destruyendo bienes en diversas latitudes de la tierra morena— vuélvese por estos lares.
No hay duda que el cerebro del estratega Francisco de Uriondo ha concebido un plan extraordinario. Para explicarlo, bueno será hacer una composición de lugar y de elementos.
Bajo el comando superior del teniente coronel Uriondo, los guerrilleros capitaneados por Méndez, Rojas y otros controlan un vasto territorio, que comprende todo el valle de Tarija, desde el río de San Juan hasta el Chaco, Orán y demás puntos del sur y del sudeste, manteniendo expeditas las comunicaciones con Chuquisaca, Tucumán y otros centros. Fundamentalmente, controlan los movimientos del enemigo y le acosan, sin darle batalla formal, a la espera del momento oportuno. Por Orán y Santa Victoria, sostienen permanente contacto con el coronel Martín Güemes, famoso caudillo del norte argentino. Este, a su vez, opera con el ejército del general Manuel Belgrano, que tiene su cuartel general en Tucumán. Por Salinas, están en comunicación con las montoneras reorganizadas a la muerte de Manuel Asencio Padilla. La villa de Tarija y el pueblo de la Concepción están ocupados por fuerzas del ejército del rey, comandadas por Ramírez y Santa Cruz, respectivamente. Además, los realistas ejercen dominio en Cotagaita, Tupiza, Cinti, Yavi, Humahuaca y Salta.
El cuadro se completa con la excursión del comandante Gregorio Aráoz de La Madrid (18 de marzo de 1817), desde el cuartel general del ejército auxiliar argentino, en Tucumán, a la cabeza de una división volante, compuesta de cuatrocientos hombres y dos piezas de artillería, obedeciendo órdenes del general Belgrano, jefe de ese ejército, quien confía aquella delicada misión a La Madrid, teniendo presente las relevantes cualidades de dicho militar, probadas en las batallas de Sipesipe y Ayohuma, y en muchos combates; amén de las personales relaciones del mismo con los más connotados caudillos, como Güemes, Uriondo, Méndez y otros.
La misión esencial de La Madrid es “cooperar” a los guerrilleros que operan en el norte; luego, “amenazar” Tupiza y Cotagaita, y, “si es posible”, penetrar “hasta Oruro”.
Sale, pues, la división argentina, y el primer suceso digno de mención se registra en Cangrejillos, dentro de los feudos del marqués de Tojo, donde sorprende a doce soldados que conducen el correo realista a Salta. Seis de ellos mueren en la escaramuza y otros tantos caen prisioneros.
Acelera La Madrid su marcha, tomando dirección noreste, es decir, hacia Tarija, seguro de que allí le esperan Uriondo, Méndez, Rojas...
¡El plan que hará historia está en ejecución!
En duras jornadas, la división llega a la alta serranía y, tramontándola, penetra por la Puerta del Gallinazo, donde toma contacto con las avanzadas del comandante Eustaquio Méndez, que vigilan la zona. Ese mismo día (12 de abril), desciende por la Cuesta del Inca. Al pie de ella, La Madrid encuéntrase con el famoso “Moto”, con quien se confunde en simbólico y expresivo abrazo. No puede haber sorpresa. Desde días antes, allí está Méndez al mando de cien jinetes sanlorenceños, esperando a las fuerzas auxiliares argentinas. Nadie sabe cómo ni cuándo él y sus milicias abandonan sus dominios del valle de San Lorenzo y trasládanse a aquel lugar.
La división se apresta a proseguir caminando, y con ella, el escuadrón Méndez.
El “Moto” adelanta por la ruta a diez de sus jinetes y, mientras tanto, informa al comandante La Madrid de la situación: los guerrilleros situados en puntos estratégicos; control de movimientos y comunicaciones del enemigo; el escuadrón Santa Cruz, en Concepción, y su comandante, ocasionalmente, en la villa de Tarija; ésta, guarnecida por los granaderos del Cuzco, con el comando del coronel Mateo Ramírez, ha sido fortificada, principalmente en los caminos de acceso, y levantáronse trincheras en los contornos de la plaza...
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Continúa la marcha de los auxiliares. Les preceden los hombres de Méndez, y, en seguida, van las dos piezas de artillería, como armas preciosas de las que carecen los guerrilleros.
Los jinetes sanlorenceños de avanzada, secuestran a cuanta persona encuentran en el camino, a fin de evitar que el enemigo se entere del avance de la división. Y bien que lo consiguen.
Empieza a clarear el alba del día trece.
La tibieza del aire y el rumor del agua del río de Tolomoza saludan el encuentro de dos hermanos de armas en la causa común de la patria: Francisco de Uriondo y Aráoz de la Madrid. Ambos prohombres se abrazan en presencia de Méndez y de toda la oficialidad. Nadie oculta la emoción y todos retozan de alegría.
Un poco más adelante, acampa la tropa. Es necesario reparar energías y tomar alimentos.
Mientras tanto, la plática entre los jefes guerrilleros se aviva.
Por la noche, la división reinicia la marcha. Uriondo, La Madrid y Méndez, juntos, cabalgando a la cabeza de los paisanos, convertidos en soldados aguerridos.
Baja por la quebrada y alcanza la pampa, cuidando que la guarnición de la Concepción, situada a la derecha de la ruta, no se informe de lo que viene aconteciendo.
Al amanecer del día catorce, la columna desciende a La Tablada, teniendo a la vista la villa de Tarija, convertida en plaza fortificada.
Sorprendidos por ese movimiento de tropas, los comandantes realistas creen que se trata, de una de las tantas montoneras que constantemente les acosan.
-”Vamos a desparpajar a esos gauchos”, dice Ramírez.
Mientras tanto, Santa Cruz — que por segundo día consecutivo permanece en Tarija — sale, comandando cien granaderos del Cuzco, al encuentro de los patriotas. Temerariamente está atravesando el río Guadalquivir, cuando el fuego y la carga de los guerrilleros siembra el desconcierto entre sus soldados, que pronto tienen que replegarse a las trincheras. Santa Cruz puede evidenciar que no se trata de una simple montonera, sino de fuerzas regulares, de las tres armas, bien equipadas. Obra en consecuencia, e informa a Ramírez, que está absorto.
La Madrid, guiado por Méndez –gran conocedor de la zona- gana la orilla opuesta del río y ocupa el Morro de San Juan, donde emplaza la artillería.
Desde allí, intima a Ramírez la rendición inmediata. Este contesta que “un jefe de honor no se entrega por el hecho de dispararle cuatro tiros”. La Madrid responde con sus cañones que desde el Morro, comienzan a bombardear las fortificaciones del enemigo.
Por otra parte, los guerrillero –que prácticamente tienen rodeada a la villa -acosan al atrincherado ejército del rey.
El fuego es intermitente por los cuatro puntos cardinales, y no cesa en todo el día y hasta bien entrada la noche.
La Madrid ha dejado constancia escrita de que “esa noche fueron tomados varios chasquis que mandaba Ramirez a las fuerzas que guarnecían Concepción, y a las del general Vivero que se encontraba en el partido de Cinti Pidiendo auxilio, y que .el teniente coronel don Andrés Santa Cruz repetidas veces hizo inútiles esfuerzos por salir de la villa para traer las fuerzas de su comando”.
Al amanecer siguiente (15 de abril), multiplícanse las actividades de los bandos contendientes y se desencadenan sucesos culminantes.
Desde Concepción está en marcha la fuerza de la guarnición que, en ausencia del teniente coronel Santa Cruz, jefaturiza el segundo de éste, comandante Malacabeza. Dirígese en auxilio de los sitiados en la plaza de Tarija.
Los patriotas, oportunamente anoticiados de ello, adoptan inmediatas providencias. Más de seiscientos guerrilleros cubren puntos estratégicos y mantienen en asedio a la villa.
La Madrid parte del Morro de San Juan, comandando sus “húsares”, para dar batalla a Malacabeza. El comandante argentino necesita presidir esa acción de armas y cuantas más se presenten en Tarija, para justificar su conducta ante el general Belgrano. Uriondo, Méndez, Rojas le cubren la retaguardia y los flancos. Ni vanidad ni nada.
Los realistas avanzan de sus trincheras en el sur de la villa y se precipitan por el río Guadalquivir, tratando de cortar el paso a La Madrid. Los guerrilleros tarijeños cargan sobre ellos, trabándose cruento combate, en el que los cuchillos son las mejores armas. Las cristalinas aguas se tiñen de sangre y los cuzqueños que quedan en pie, tienen que replegarse a la plaza.
Con el ruido del trotar de cabalgaduras y el bullicio de sus jinetes, la gente del pueblo de La Concepción despiértase muy temprano.
Algunos creen que son los guerrilleros del teniente coronel Francisco de Uriondo, que vuelven al “pago”. Otros piensan en la fiesta de Santiago. Ni lo uno ni lo otro. Uriondo está por las Salinas. Y al santo patrono se lo celebra el 25 de julio.
Discurriendo sobre aquello, pero sin reparar en detalles, la gente sale presurosa de sus casas y trasládase a “la pampa”, situada en la parte alta del pueblo, lugar consabido de las grandes concentraciones.
Allí descórrese el velo y la verdad queda a la vista de todos. Un escuadrón de caballería de los ejércitos realistas hace evoluciones y escarceos, al trote y al galope.
Hacia el este de la pampa, a la sombra de solitarios y añosos algarrobos, está un militar que es-ni duda cabe- el jefe de aquella unidad. Acompáñanle un comandante y dos lugartenientes, atentos a sus órdenes. Atisba las maniobras de la lucida cabalgata, pero no descuida de mirar a la gente del lugar, que allí se concentra y también le observa.
Su figura es atractiva. Un hombre más bien alto que bajo, de constitución robusta y cuerpo proporcionado, atlético. La tez mate; sus ojos negros, de penetrante mirar; la frente amplia y despejada; los cabellos lacios, oscuros; la nariz pronunciada y recta; el labio inferior prominente, contrasta con el superior, que es de fino trazo.
Impasible soporta los rayos del sol estival y el polvo que levantan las cabalgaduras. Adviértense los frecuentes rictus nerviosos de sus labios. Recoge el entrecejo, mueve la cabeza.
Este hombre joven, con sus veinticuatro años ardientes, se llama Andrés Santa Cruz.
Ostenta el grado de teniente coronel de los ejércitos del rey de España.
En virtud de instrucciones oficiales, se traslada, con su escuadrón de caballería, a la villa de la Concepción y, sin resistencia, toma la plaza.
¿De dónde ha surgido?
Hijo del matrimonio del maestre de campo don Joseph Santa Cruz y Villavicencio y doña Juana Bacilia Calaumana, ha nacido el año 1792.
Don Joseph es hidalgo de sangre española, con antecedentes de clase; y doña Juana Bacilia descendiente de los Incas. Por la rama paterna, Andrés tiene, pues, rancio abolengo hispano, y, por la materna, proviene de la nobleza incaica.
Desde niño, escucha de labios de su madre relatos maravillosos del Imperio de los Incas, que comprendía el Alto y el Bajo Perú, además de otros territorios; de su organización, su cultura, su vida. Una y otra vez Juana Bacilia recita la máxima regla de moral incaica: Ama sua, ama llulla, ama quella (No robes, no mientas, no seas flojo). Y una y otra vez el niño la repite a media voz. Lógico que siente palpitar el alma de sus remotos antepasados...
El padre le habla de la España eterna, su grandeza, sus conquistas, sus reyes, la religión católica... A su hora, le inscribe en el colegio franciscano, de La Paz; más tarde, le traslada al Seminario Conciliar de San Antonio Abad, en el Cuzco. En ellos se educa, dentro del marco religioso y del respeto a la corona española.
Cuando Chuquisaca lanza el primer grito libertario de América, Andrés Santa Cruz ha cumplido diecisiete años de edad. Enrólase en los ejércitos del rey, como alférez del regimiento que comanda su padre. Luego, pasa como ayudante de campo del brigadier José Manuel Goyeneche, que poco antes sofoca la revolución de La Paz, haciendo ejecutar en la horca, el 29 de enero de 1810, a Murillo y otros patriotas.
Las marchas militares llevan a Santa Cruz por el altiplano, el Lago Sagrado, los Andes, el Cuzco... En su espíritu se avivan los recuerdos de su madre, y piensa en la gloria de sus antepasados, los Incas, dueños y señores que fueron del Gran Perú. Le parece un sueño del que se diría que le despierta la reminiscencia de su padre y el real servicio al que él mismo está entregado en el ejército peninsular, bajo protesta de solemne juramento. Una lucha que parece irreconciliable...
La guerra americana alcanza a Andrés Santa Cruz y le compromete. Como ayudante de campo de Goyeneche, tiene su bautizo de fuego y su primer ascenso militar en la batalla de Guaqui (20 de junio de 1811), frente al primer ejército auxiliar argentino, comandado por Castelli, que antes (7 de noviembre de 1810) había triunfado en Suipacha.
Amagando a ese ejército en derrota, que se repliega hacia el sur, está Santa Cruz, junto con otros oficiales que comandan a las tropas realistas. Combate en Chayanta y en Potosí.
A comienzos de 1812, Goyeneche destaca al general Tristán hacia la frontera argentina, mientras él se dirige a Cochabamba, donde le esperan las milicias de Esteban Arce y las mujeres que en la Coronilla ganan, en desigual combate (27 de mayo de 1812), la inmortalidad. Con las fuerzas de Tristán está Andrés Santa Cruz.
Anoticiado de la marcha del segundo ejército auxiliar argentino, jefaturizado por el general Manuel Belgrano, Goyeneche repliega sus fuerzas hacia el norte, y luego resigna el mando, siendo reemplazado por el general .Joaquín de la Pezuela, de relevantes antecedentes en el ejército español.
En Oruro, donde ha instalado su cuartel general, Pezuela reorganiza sus cuadros. a Andrés Santa Cruz le distingue confiándole el mando de un escuadrón de caballería.
Belgrano y Pezuela se enfrentan en Vilcapugio (1º. de octubre de 1813), en una batalla cruenta y encarnizada, que concluye con el triunfo de los realistas. Santa Cruz, a la cabeza de su escuadrón, tiene un comportamiento que abona su hoja de servicios.
No pasan quince días y esos mismos ejércitos trábanse en una nueva batalla: Ayouma (14 de noviembre de 1813). Santa Cruz gana en ella el grado de teniente.
Pezuela avanza hacia el sur. Instala su cuartel general en Tupiza, desde donde destaca a su vanguardia, que llega hasta Salta, contando entre los oficiales a Andrés Santa Cruz.
Los realistas creen tener “pacificado” el Alto Perú; pero no es así. En los primeros meses de 1814 la insurrección brota por todas partes. Este hecho y la caída de Montevideo en manos de los patriotas inducen al mariscal de la Pezuela a replegar sus fuerzas hasta Cotagaita. En el camino llega la noticia del levantamiento del Cuzco (agosto de 1814), la misma que rápidamente se propaga entre los oficiales y hasta entre la tropa. Para Santa Cruz aquella nueva trae un detalle de especial significación. La insurrección del Cuzco está acaudillada por un pariente de su madre, descendiente, como ella, de los incas Mateo Pumakaua. Allí envía Pezuela una división para sofocar la revuelta (17 de septiembre), Al propio tiempo, destaca unidades Agiles a los lugares inmediatos a su cuartel general, especialmente a Cinti y Tarija. La guerra de guerrillas es una nueva experiencia, para Santa Cruz.
En febrero de 1815, ingresa al Alto Perú el tercer ejército auxiliar argentino, compuesto de cuatro mil hombres de las tres armas y dos baterías de artillería. Lo jefaturiza el general José Rondeau, vencedor de los realistas en Montevideo (Uruguay). Entre los oficiales está Francisco de Uriondo, que comanda un escuadrón de jinetes chapacos.
Pezuela ordena que sus fuerzas dispersas se reúnan con él y, en abril, abandona Cotagaita. Cuidando que las comunicaciones se mantengan francas, encamínase hacia el Desaguadero y dispone que se le incorporen las guarniciones de Potosí y Chuquisaca y la división que fue a sofocar la revolución del Cuzco.
El ejército de Rondeau viene ocupando sin resistencia el territorio que abandonan los realistas.
Recelosos caminan unos y otros. Cuatro, cinco meses, y no hay acciones de armas de envergadura. Las circunstancias precipitan el combate de Venta y Media (20 de octubre), en el que fracciones de los dos ejércitos trábanse en sangriento combate, que concluye con la derrota de los patriotas.
Rondeau repliégase a Cochabamba. Pezuela baja en su persecución. El 29 de noviembre se produce la batalla de Sipesipe (Viloma o Viluma, según los registros españoles), que es de desastre, y muy grande, para las armas americanas, y de victoria trascendental para las del rey.
En todas esas acciones está Andrés Santa Cruz, haciendo méritos y ganando ascensos militares.
Repliéganse los restos del tercer ejército auxiliar argentino. Lo hacen en forma desordenada y en marchas que duran más de un mes, hasta llegar a los dominios del marqués de Tojo, don Juan José Fernández Campero Martiarena del Barranco, opulento señor que, a su propia costa, organiza un regimiento y lo pone al servicio de la causa patriota. Esa unidad cubre el camino de Rondeau, controlando el ingreso a la quebrada de Humahuaca.
Sometidas las provincias del Alto Perú, éstas quedan aisladas, sin auxilio, libradas a su propia suerte...
El ejército victorioso dirígese hacia el sur como desandando el camino. Va hostigando a las maltrechas tropas de Rondeau, y decidido a invadir las provincias argentinas. El plan es de proyecciones: impedir que los ejércitos que están organizando Belgrano en Tucumán, y San Martín, en Mendoza, progresen y traspasen la cordillera de los Andes, para dar libertad al Perú y Chile.
Pero debe caminarse con cuidado. En los valles, en las montañas, hasta en los riscos y las quebradas están las montoneras patriotas, los insurrectos. Entre sus comandantes algunos han alcanzado nombradía: Rojas, Uriondo, Camargo, Méndez... Con ellos hay que enfrentarse y a ellos hay que vencer para ganar la frontera argentina. Pezuela es prudente. Establece su cuartel general otra vez, en Cotagaita y serenamente va adoptando providencias.
Cuidando el flanco izquierdo, destaca patrullas y recaba informaciones sobre el valle de Cinti. Si sorpresa es para el mariscal saber que allí “se ha levantado de nuevo el pendón de la insurrección”, es mayor al conocer que el movimiento está acaudillado por el famoso coronel Vicente Camargo y que, al lado de éste, se encuentra el mayor Gregorio Aráoz de La Madrid, con “algunos dispersos” del ejército derrotado en Sipesipe.
Pezuela refuerza la vanguardia que comanda el general Olañeta e imparte expresas instrucciones para eliminar esos peligros.
A fines de enero de 1816, se desprenden de aquella vanguardia quinientos hombres, al mando del brigadier Antonio María Álvarez, y marchan sobre Cinti. A poco de entrar al valle, divisan hogueras encendidas en la cima de los cerros. Es anuncio y presagio. Allí están los indios armados de coraje, hondas y piedras. En la explanada, la caballería de La Madrid y los infantes de Camargo. “Sólo un héroe a lo Carlos XII—dirá Mitre—, con cascos a la gineta, podía adoptar esta disposición de combate, y sólo él podía realizar las extraordinarias hazañas”. Protegido por los nativos, maniobra La Madrid, engaña al enemigo, le ataca y desconcierta, hasta derrotarlo.
¡Sorpresa y desazón en el ejército del rey! ¡Alarma en la vanguardia! Pezuela imparte órdenes y Olañeta, en persona, comanda la fuerza que alcanza a La Madrid en el río de San Juan, donde llega imprudentemente desprendido de Camargo. Es el doce de febrero cuando los realistas vengan la derrota de Álvarez imprimiendo duro golpe a las fuerzas patriotas. La Madrid puede replegarse con 150 hombres hasta Tarija, al cuartel general de Uriondo.
Eso no basta a Pezuela. La base de operaciones en el valle de Cinti, para invadir las provincias argentinas, continúa afectada, y la impresión del descalabro de Álvarez no se borra en su ejército. En marzo organiza una nueva expedición. La comanda el temerario coronel Buenaventura Centeno. Entre las unidades que la integran, está el escuadrón de caballería de la propia guardia del General en Jefe, al mando del capitán Andrés Santa Cruz.
Las órdenes son terminantes. La guerra es a muerte. Las fuerzas de Centeno arrollan a las avanzadas patriotas, prosiguen impetuosamente, se apoderan del pueblo de Cinti pero allí chocan con las milicias que, personalmente, dirige el coronel Camargo; éstas rodean al enemigo, le hacen muchas bajas y luchan con tal bravura que—dirá el parte— Asaltan los fusiles como si no ofendiesen”. Los patriotas —casi todos indiecitos curtidos por el sol y la vida de sometimiento— ponen a las tropas del rey en tremendas dificultades, de las que saldrán, gracias, principalmente. a los refuerzos humanos que les llegan con oportunidad, y a las valiosas informaciones que les proporcionan dos traidores.
La batalla es de muchos episodios crueles, sangrientos, desarrollados del 27 de marzo al 3 de abril. Al amanecer de este día, los realistas toman de sorpresa el campamento de los patriotas. Herido, cae prisionero el guerrillero Camargo. En el acto es pasado a degüello. No es el único inmolado, pero su nombre seguirá siendo de gloria y bandera de combate.
Mientras Santa Cruz —que ostenta un nuevo grado militar, ganado en aquella batalla— camina por el valle de Cinti, en otros puntos de la vasta región ocurren sucesos que le incumben. Pezuela avanza su cuartel general a Moraya. Olañeta, que comanda la vanguardia, marcha sobre Tarija y libra cruento combate con el guerrillero Ramón Rojas muriendo éste en la acción. El general Pezuela es nombrado virrey del Perú y se dirige a Lima (10 de abril) para asumir sus nuevas funciones; Ramírez queda a la cabeza del ejército, hasta que llegue el general José de la Serna. Olañeta ocupa Tarija y luego, al marchar sobre Yavi, deja la plaza a cargo del coronel Lavín. Uriondo, que acosa a los vencedores de Camargo, repliega su cuartel general al valle de la Concepción. Quedan Méndez, y Mendieta para hostigar de cerca a Lavín. Tarija, situada entre el Alto Perú y las Provincias del Río de La Plata, es el teatro de la lucha. En agosto, Uriondo convoca a los guerrilleros a una Junta de Guerra, que tiene lugar en Canasmoro, en la que se toman acuerdos cuya ejecución pone en serios apuros a los realistas, pues los guerrilleros están tan pronto en el río de San Juan, como en el Pilaya, en San Lorenzo, en Santa Victoria, en San Andrés, en Concepción, en Padcaya, en Orosas, en Yavi o en la propia villa de Tarija...
El 19 de septiembre, el general La Serna asume la jefatura del ejército realista, en el cuartel general de Tupiza. Con él se incorporan nuevas fuerzas peninsulares, al mando de jefes experimentados que en Europa lucharon contra Napoleón.
Santa Cruz se reintegra, con su escuadrón a la guardia del General en Jefe.
Desde Lima, el virrey Pezuela insta a La Serna a invadir las provincias argentinas, donde es notoria la decisión del general San Martín de traspasar los Andes, hacia el Pacífico. Prudente, La Serna objeta, cavila, quizá duda, pero al fin se decide. Destaca sobre Yavi y Tojo a la vanguardia del general Olañeta que, dos meses después (6 de enero de 1817), enarbola en Jujuy el estandarte de los reyes de España. Luego, el 24 de noviembre, el General en Jefe, en persona, se pone en marcha desde su cuartel general. En Tojo exhorta a la tropa y prosigue hacia Tarija, que peligrosamente compromete el flanco izquierdo del ejército invasor. El primero de diciembre, La Serna hace su ingreso a la villa de San Bernardo, evacuada la noche anterior por el gobernador y comandante patriota Francisco de Uriondo. Recuperada la plaza, el General en Jefe nombra gobernador al coronel Mateo Ramírez, quien trasládase expresamente desde el cuartel general, a asumir el mando. Consigo vienen fuerzas de infantería y aquel escuadrón de caballería de tropa seleccionada que comanda el teniente coronel Andrés Santa Cruz.
La Serna vuelve la grupa allí donde quedó la vanguardia de Olañeta, preparando la invasión a las provincias argentinas. Para ingresar a Humahuaca e internarse al territorio platense, primero tiene que luchar y derrotar al marqués de Tojo, quien, hecho prisionero, sometido a consejo de guerra, como coronel de los ejércitos del rey, es remitido a España, muriendo en el camino.
Entretanto, en la villa de Tarija el coronel Ramírez y el teniente coronel Santa Cruz hacen consciencia de los peligros que acechan, y no demoran en tener bien organizados sus cuadros, además de reforzarlos. Muy pronto los guerrilleros comenzarán a hostigarlos.
En la composición general de la inmensa zona convulsionada, el valle de la Concepción llene valor estratégico excepcional. Allí llega el teniente coronel Andrés Santa Cruz, a la cabeza de su escuadrón de caballería, una mañana de los últimos días de enero de 1817...
Santa Cruz observa y hace observar a sus subordinados un comportamiento honorable en el pueblo de la Concepción. ¡Qué contraste con otros realistas, especialmente con aquel coronel Lavín que el año anterior allanó hogares tarijeños, hizo fusilar a casi un centenar de vecinos, degollar prisioneros, y pasear por calles y plazas sus cabezas sangrantes, atadas a la cola de los caballos! ¡Horror!... Santa Cruz no puede ni concebir semejantes desmanes.
Cero no sólo eso. A un tiempo de no permitir abusos, el comandante de la guarnición valluna trata de atenuar en lo posible los males que pesan sobre el pueblo. ¿Acaso no es esa la política que proclama el general La Serna, al asumir el mando del ejército, prohibiendo las confiscaciones y castigando las depravaciones de sus soldados?
Con el correr de los días, y pese a los recelos y a los odios de la guerra, los vecinos de la Concepción comienzan a mirar a Andrés Santa Cruz sin prevención. Y él sabe ganar la amistad de esa gente, cuyos hijos, hermanos, esposos o padres están incorporados en las milicias patriotas, guerreando por todas partes. Seguramente Santa Cruz los comprende. Por venas de ellos y de él corre sangre india y española. Son del mismo origen. Quizá el teniente coronel lamenta la altanera negativa dada el 11 de diciembre por Uriondo a La Serna, para olvidar el pasado y acogerle “sin faltar a nada” de lo ofrecido... No desconoce que Uriondo habla, y con pleno derecho, de la patria y del pueblo, de los sufrimientos de éste, en manos de los “desaforados tiranos”... que “han infamado hasta los extremos más degradantes las armas del rey”.... ¡Oh, Lavín! Los sentimientos de Santa Cruz se duelen; pero él tiene prestado juramento de fidelidad al rey de España, y obligado está a respetarlo.
En lo recóndito e impenetrable del alma de este joven teniente coronel hay una tremenda lucha. A veces, él se encierra en su tienda de campaña y allí, durante horas, permanece solo, absolutamente solo. Las noches, llenas de soledad y misterio, pueblan de ilusiones e idealidades su mente y su corazón. No es extraño que, a la luz mortecina de una vela de cebo, lea y escriba, piense y sueñe..., ¿Es justa la causa que él defiende? Es la causa que su padre le enseñó a respetar, si no a amar, y a la que él juró fidelidad; es la causa por la que murió su progenitor... Pero ¿acaso no es él, también, un descendiente de los Incas, hijo de Juana Bacilia Calaumana? Difícil desiderátum.
Entretanto, el deber militar le llama. Su grado, sus servicios, su responsabilidad como comandante de guarnición, impónenle resguardar la plaza de la Concepción, patrullar la región, hostigar al enemigo. Hay que proscribir otras preocupaciones, ahuyentar cavilaciones y cumplir el deber.
Los patrullajes son constantes. Sus soldados tienen que vérselas con fuerzas de astutos guerrilleros que, sorpresivamente, aparecen, dan un “golpe de mano” y se pierden como sombras de la noche.
El propio Santa Cruz hace reconocimientos de la zona. Más de una vez se escurre sigilosamente hasta la villa de Tarija, donde se entrevista con su superior, el coronel Mateo Ramírez, y vuelve a su guarnición, a vivir en la sencillez del pueblo. Más tarde, recordará emocionado esas horas vallunas que, en lo esencial, son para él de meditación.
Si por ahí tuvo Santa Cruz un amorío, nadie lo sabe. La discreción fue siempre norma de este hombre.
Mirando las montañas azules que rodean el valle de la Concepción, parécele al teniente coronel Santa Cruz que su plaza es inexpugnable. Pero él no se mueve a engaño. Está consciente de que hay que mantener el contacto con la villa de Tarija, controlar toda 1a. zona, tener expeditos los caminos... Sabe que los guerrilleros se mueven constantemente de un punto a otro y que se concentran en Bermejo, en Salinas. .. Cierto que en el pueblo hay paz, o cuando menos calma, que es como un remanso para las fatigas del guerrero; pero todo soldado conoce que la calma es presagio de turbaciones. Y así esta vez. La tromba de la guerra — que sigue desgarrando vidas y destruyendo bienes en diversas latitudes de la tierra morena— vuélvese por estos lares.
No hay duda que el cerebro del estratega Francisco de Uriondo ha concebido un plan extraordinario. Para explicarlo, bueno será hacer una composición de lugar y de elementos.
Bajo el comando superior del teniente coronel Uriondo, los guerrilleros capitaneados por Méndez, Rojas y otros controlan un vasto territorio, que comprende todo el valle de Tarija, desde el río de San Juan hasta el Chaco, Orán y demás puntos del sur y del sudeste, manteniendo expeditas las comunicaciones con Chuquisaca, Tucumán y otros centros. Fundamentalmente, controlan los movimientos del enemigo y le acosan, sin darle batalla formal, a la espera del momento oportuno. Por Orán y Santa Victoria, sostienen permanente contacto con el coronel Martín Güemes, famoso caudillo del norte argentino. Este, a su vez, opera con el ejército del general Manuel Belgrano, que tiene su cuartel general en Tucumán. Por Salinas, están en comunicación con las montoneras reorganizadas a la muerte de Manuel Asencio Padilla. La villa de Tarija y el pueblo de la Concepción están ocupados por fuerzas del ejército del rey, comandadas por Ramírez y Santa Cruz, respectivamente. Además, los realistas ejercen dominio en Cotagaita, Tupiza, Cinti, Yavi, Humahuaca y Salta.
El cuadro se completa con la excursión del comandante Gregorio Aráoz de La Madrid (18 de marzo de 1817), desde el cuartel general del ejército auxiliar argentino, en Tucumán, a la cabeza de una división volante, compuesta de cuatrocientos hombres y dos piezas de artillería, obedeciendo órdenes del general Belgrano, jefe de ese ejército, quien confía aquella delicada misión a La Madrid, teniendo presente las relevantes cualidades de dicho militar, probadas en las batallas de Sipesipe y Ayohuma, y en muchos combates; amén de las personales relaciones del mismo con los más connotados caudillos, como Güemes, Uriondo, Méndez y otros.
La misión esencial de La Madrid es “cooperar” a los guerrilleros que operan en el norte; luego, “amenazar” Tupiza y Cotagaita, y, “si es posible”, penetrar “hasta Oruro”.
Sale, pues, la división argentina, y el primer suceso digno de mención se registra en Cangrejillos, dentro de los feudos del marqués de Tojo, donde sorprende a doce soldados que conducen el correo realista a Salta. Seis de ellos mueren en la escaramuza y otros tantos caen prisioneros.
Acelera La Madrid su marcha, tomando dirección noreste, es decir, hacia Tarija, seguro de que allí le esperan Uriondo, Méndez, Rojas...
¡El plan que hará historia está en ejecución!
En duras jornadas, la división llega a la alta serranía y, tramontándola, penetra por la Puerta del Gallinazo, donde toma contacto con las avanzadas del comandante Eustaquio Méndez, que vigilan la zona. Ese mismo día (12 de abril), desciende por la Cuesta del Inca. Al pie de ella, La Madrid encuéntrase con el famoso “Moto”, con quien se confunde en simbólico y expresivo abrazo. No puede haber sorpresa. Desde días antes, allí está Méndez al mando de cien jinetes sanlorenceños, esperando a las fuerzas auxiliares argentinas. Nadie sabe cómo ni cuándo él y sus milicias abandonan sus dominios del valle de San Lorenzo y trasládanse a aquel lugar.
La división se apresta a proseguir caminando, y con ella, el escuadrón Méndez.
El “Moto” adelanta por la ruta a diez de sus jinetes y, mientras tanto, informa al comandante La Madrid de la situación: los guerrilleros situados en puntos estratégicos; control de movimientos y comunicaciones del enemigo; el escuadrón Santa Cruz, en Concepción, y su comandante, ocasionalmente, en la villa de Tarija; ésta, guarnecida por los granaderos del Cuzco, con el comando del coronel Mateo Ramírez, ha sido fortificada, principalmente en los caminos de acceso, y levantáronse trincheras en los contornos de la plaza...
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Continúa la marcha de los auxiliares. Les preceden los hombres de Méndez, y, en seguida, van las dos piezas de artillería, como armas preciosas de las que carecen los guerrilleros.
Los jinetes sanlorenceños de avanzada, secuestran a cuanta persona encuentran en el camino, a fin de evitar que el enemigo se entere del avance de la división. Y bien que lo consiguen.
Empieza a clarear el alba del día trece.
La tibieza del aire y el rumor del agua del río de Tolomoza saludan el encuentro de dos hermanos de armas en la causa común de la patria: Francisco de Uriondo y Aráoz de la Madrid. Ambos prohombres se abrazan en presencia de Méndez y de toda la oficialidad. Nadie oculta la emoción y todos retozan de alegría.
Un poco más adelante, acampa la tropa. Es necesario reparar energías y tomar alimentos.
Mientras tanto, la plática entre los jefes guerrilleros se aviva.
Por la noche, la división reinicia la marcha. Uriondo, La Madrid y Méndez, juntos, cabalgando a la cabeza de los paisanos, convertidos en soldados aguerridos.
Baja por la quebrada y alcanza la pampa, cuidando que la guarnición de la Concepción, situada a la derecha de la ruta, no se informe de lo que viene aconteciendo.
Al amanecer del día catorce, la columna desciende a La Tablada, teniendo a la vista la villa de Tarija, convertida en plaza fortificada.
Sorprendidos por ese movimiento de tropas, los comandantes realistas creen que se trata, de una de las tantas montoneras que constantemente les acosan.
-”Vamos a desparpajar a esos gauchos”, dice Ramírez.
Mientras tanto, Santa Cruz — que por segundo día consecutivo permanece en Tarija — sale, comandando cien granaderos del Cuzco, al encuentro de los patriotas. Temerariamente está atravesando el río Guadalquivir, cuando el fuego y la carga de los guerrilleros siembra el desconcierto entre sus soldados, que pronto tienen que replegarse a las trincheras. Santa Cruz puede evidenciar que no se trata de una simple montonera, sino de fuerzas regulares, de las tres armas, bien equipadas. Obra en consecuencia, e informa a Ramírez, que está absorto.
La Madrid, guiado por Méndez –gran conocedor de la zona- gana la orilla opuesta del río y ocupa el Morro de San Juan, donde emplaza la artillería.
Desde allí, intima a Ramírez la rendición inmediata. Este contesta que “un jefe de honor no se entrega por el hecho de dispararle cuatro tiros”. La Madrid responde con sus cañones que desde el Morro, comienzan a bombardear las fortificaciones del enemigo.
Por otra parte, los guerrillero –que prácticamente tienen rodeada a la villa -acosan al atrincherado ejército del rey.
El fuego es intermitente por los cuatro puntos cardinales, y no cesa en todo el día y hasta bien entrada la noche.
La Madrid ha dejado constancia escrita de que “esa noche fueron tomados varios chasquis que mandaba Ramirez a las fuerzas que guarnecían Concepción, y a las del general Vivero que se encontraba en el partido de Cinti Pidiendo auxilio, y que .el teniente coronel don Andrés Santa Cruz repetidas veces hizo inútiles esfuerzos por salir de la villa para traer las fuerzas de su comando”.
Al amanecer siguiente (15 de abril), multiplícanse las actividades de los bandos contendientes y se desencadenan sucesos culminantes.
Desde Concepción está en marcha la fuerza de la guarnición que, en ausencia del teniente coronel Santa Cruz, jefaturiza el segundo de éste, comandante Malacabeza. Dirígese en auxilio de los sitiados en la plaza de Tarija.
Los patriotas, oportunamente anoticiados de ello, adoptan inmediatas providencias. Más de seiscientos guerrilleros cubren puntos estratégicos y mantienen en asedio a la villa.
La Madrid parte del Morro de San Juan, comandando sus “húsares”, para dar batalla a Malacabeza. El comandante argentino necesita presidir esa acción de armas y cuantas más se presenten en Tarija, para justificar su conducta ante el general Belgrano. Uriondo, Méndez, Rojas le cubren la retaguardia y los flancos. Ni vanidad ni nada.
Los realistas avanzan de sus trincheras en el sur de la villa y se precipitan por el río Guadalquivir, tratando de cortar el paso a La Madrid. Los guerrilleros tarijeños cargan sobre ellos, trabándose cruento combate, en el que los cuchillos son las mejores armas. Las cristalinas aguas se tiñen de sangre y los cuzqueños que quedan en pie, tienen que replegarse a la plaza.