Las pequeñas tiendas, el alma de los barrios en la Tarija de antaño
Las tiendas desde siempre son el alma de los barrios y la salvación cuando se nos olvida comprar algo de los mercados habituales. Hoy más que nunca juegan un rol fundamental, pues ir al mercado es más complicado y restringido. Hoy recordamos las tiendas de antaño. Se dice que éstas...



Las tiendas desde siempre son el alma de los barrios y la salvación cuando se nos olvida comprar algo de los mercados habituales. Hoy más que nunca juegan un rol fundamental, pues ir al mercado es más complicado y restringido.
Hoy recordamos las tiendas de antaño. Se dice que éstas tenían un toque singular y muchos recuerdos se tejen en torno a ellas. Su esencia radicaba en lo que ofrecían, el trato humano y en quien las atendía.
De esta manera, los pequeños negocios para la provisión diaria de pan, azúcar, café y golosinas fueron muy conocidos y "mentados", ya sea debido a su propietario o por la especialidad de ciertos artículos.
Magaly Rosas de 90 años cuenta que en la zona central existieron tiendas que constituyeron algo así como una imprescindible institución porque vendían lo más indispensable para el desayuno o el diario vivir.
Pero más importantes resultaban para los pequeños porque para ellos eran verdaderos emporios de dulces y golosinas. Según escribe el escritor Agustín Morales Durán entre las más antiguas estuvieron las tiendas de doña María Oliva, situada en la esquina Campero-15 de Abril.
Más aún, las más afamadas por su central ubicación y variedad de provisiones estaban en la primera cuadra de La Matriz y eran las tiendas de doña Clotilde Galarza, que tenía por especialidad ricas hojarascas, bollos “ubaldinos”, además de otras reposterías.
Al frente estaba la confitería de La familia Delgadillo, famosísima por sus riquísimos y enormes confites; a los que les decían "las vuelan-vuelan", posiblemente porque cuando se preguntaba por esos exquisitos manjares -que con solo uno se llenaba la boca- la respuesta que se recibía era “ya no hay, vuelan, vuelan”.
Más allá estaba la tienda de doña Mericia siempre repleta de pan fresco y su deliciosa especialidad como eran las "butifarras", el enrollado y el queso de chancho. También estaba la bodega de la familia Trigo, que después se convirtió en la tienda de doña Perfecta, donde no faltaban los ricos ancucos y otras delicias para los pequeños.
Un poco más distante y frente a la iglesia San Francisco estaban las tiendas de las hermanas Maddalleno, cuya especialidad fueron las "tablillas" de leche que las hacían ellas mismas y sabían a manjar.
En la esquina Potosí-Sucre existió durante muchos años una tienda de mucha fama por la abundancia de cositas dulces como "panales", chupetes, confites, etc., y que fue conocida como la "tienda de las surtidas".
Sumado a esto estaban en las esquinas de las plazuelas Sucre y del Molino tiendas que tenían de todo. Así en otras calles y barrios había negocios o tiendas que se convertían en algo peculiar para el vecindario, sea porque se vendían ricos bollos, agradable aloja o ciertas especialidades que no se encontraban en otros comercios.
Las vendedoras callejeras
Aunque las tiendas eran surtidas, otro de los recuerdos hermosos que contempla Tarija es el de los vendedores ambulantes. Según relata el escritor Agustín Morales Durán estos resultaban figuras familiares e interesantes.
Ciertas vendedoras ambulantes-según lo que ofrecían- aparecían desde la mañanita por las principales calles de la ciudad. Muy alegres llegaban casa por casa. El escritor cuenta que entre ellas estaba doña Simona, una buena mujer del pueblo que casi durante todo el año -pero principalmente en el invierno- vendía una agradable gelatina preparada por la conocida familia Araoz en base a patas de vaca.
Lo singular de ella era que no la pregonaba ni gritaba como lo solían hacer ciertos vendedores, si no que con su bandeja colmada de vasos multicolores llegaba a las casas para ofrecer su rica gelatina.
Claro que había otras vendedoras de este producto, pero doña Simona fue preferida porque se conocía la buena calidad de su producto. Este afán generalmente se cumplía en las primeras horas de la mañana, pues había gente que le gustaba servirse esta delicia desde muy temprano.
Según relata doña Justina López de 80 años, entrada la mañana aparecían otras vendedoras como las de empanadas de caldo. Entre las más mentadas y preferidas estaban las que hacían las señoras María Vacaflor y Teolinda Trigo. Ellas constituían algo especial, pues se tenía la seguridad que estaban bien hechas, agradables y limpias. Se cuenta que varias vendedoras se encargaban de ofrecer este tipo de empanadas, pero la mayoría de regular calidad.
“No sé por qué en cierta época a las famosas empanadas de caldo carne y pollo se les dio por llamarlas salteñas como si las trajeran de Salta cuando su preparación fue esencialmente tarijeña”, escribe Morales Durán.
Por las tardes, pasadas las dos, ya salían otras empanaderas a ofrecer empanadas de queso, cebolla y ají, que vendían calientitas. Éstas acudían a oficinas públicas, juzgados y principales calles, de acuerdo al mayor prestigio y bondad del producto ganaban su clientela consumidora segura.
También en otras épocas del año –inverno y primavera- pero especialmente para ciertas fiestas aparecían otro tipo de empanadas dulces y muy agradables, se trataba de las famosas empanadas blanqueadas con relleno de dulce de lacayote y embadurnadas con batido de huevo y azúcar, por tal motivo las llamaban blanqueadas y eran muy apetecidas, pues por su precio resultaban ventajosas, apenas costaban “medio” cada una. Éstas tenían 25 centímetros de largo por 10 de ancho.
Finalmente cuenta Justina que había las empanaditas más chiquititas, pero sabrosas golosinas, sean con dulce de lacayote o de leche, pero más chiquitas y deliciosas, también se las ofrecía por las calles y plazas, para antojo de los muchachos que no siempre tenían “medio”.
Más aún, el escritor Morales Durán explica que no todos los vendedoras y vendedoras ambulantes vendían sólo empanadas, también estaban los heladores con ricos helados como los de fruta, leche o canela del “Gringo” Wagner o los que llevaban en carritos para servirse en barquillo que se comían después de gozar el helado.
Hoy recordamos las tiendas de antaño. Se dice que éstas tenían un toque singular y muchos recuerdos se tejen en torno a ellas. Su esencia radicaba en lo que ofrecían, el trato humano y en quien las atendía.
De esta manera, los pequeños negocios para la provisión diaria de pan, azúcar, café y golosinas fueron muy conocidos y "mentados", ya sea debido a su propietario o por la especialidad de ciertos artículos.
Magaly Rosas de 90 años cuenta que en la zona central existieron tiendas que constituyeron algo así como una imprescindible institución porque vendían lo más indispensable para el desayuno o el diario vivir.
Pero más importantes resultaban para los pequeños porque para ellos eran verdaderos emporios de dulces y golosinas. Según escribe el escritor Agustín Morales Durán entre las más antiguas estuvieron las tiendas de doña María Oliva, situada en la esquina Campero-15 de Abril.
Más aún, las más afamadas por su central ubicación y variedad de provisiones estaban en la primera cuadra de La Matriz y eran las tiendas de doña Clotilde Galarza, que tenía por especialidad ricas hojarascas, bollos “ubaldinos”, además de otras reposterías.
Al frente estaba la confitería de La familia Delgadillo, famosísima por sus riquísimos y enormes confites; a los que les decían "las vuelan-vuelan", posiblemente porque cuando se preguntaba por esos exquisitos manjares -que con solo uno se llenaba la boca- la respuesta que se recibía era “ya no hay, vuelan, vuelan”.
Más allá estaba la tienda de doña Mericia siempre repleta de pan fresco y su deliciosa especialidad como eran las "butifarras", el enrollado y el queso de chancho. También estaba la bodega de la familia Trigo, que después se convirtió en la tienda de doña Perfecta, donde no faltaban los ricos ancucos y otras delicias para los pequeños.
Un poco más distante y frente a la iglesia San Francisco estaban las tiendas de las hermanas Maddalleno, cuya especialidad fueron las "tablillas" de leche que las hacían ellas mismas y sabían a manjar.
En la esquina Potosí-Sucre existió durante muchos años una tienda de mucha fama por la abundancia de cositas dulces como "panales", chupetes, confites, etc., y que fue conocida como la "tienda de las surtidas".
Sumado a esto estaban en las esquinas de las plazuelas Sucre y del Molino tiendas que tenían de todo. Así en otras calles y barrios había negocios o tiendas que se convertían en algo peculiar para el vecindario, sea porque se vendían ricos bollos, agradable aloja o ciertas especialidades que no se encontraban en otros comercios.
Las vendedoras callejeras
Aunque las tiendas eran surtidas, otro de los recuerdos hermosos que contempla Tarija es el de los vendedores ambulantes. Según relata el escritor Agustín Morales Durán estos resultaban figuras familiares e interesantes.
Ciertas vendedoras ambulantes-según lo que ofrecían- aparecían desde la mañanita por las principales calles de la ciudad. Muy alegres llegaban casa por casa. El escritor cuenta que entre ellas estaba doña Simona, una buena mujer del pueblo que casi durante todo el año -pero principalmente en el invierno- vendía una agradable gelatina preparada por la conocida familia Araoz en base a patas de vaca.
Lo singular de ella era que no la pregonaba ni gritaba como lo solían hacer ciertos vendedores, si no que con su bandeja colmada de vasos multicolores llegaba a las casas para ofrecer su rica gelatina.
Claro que había otras vendedoras de este producto, pero doña Simona fue preferida porque se conocía la buena calidad de su producto. Este afán generalmente se cumplía en las primeras horas de la mañana, pues había gente que le gustaba servirse esta delicia desde muy temprano.
Según relata doña Justina López de 80 años, entrada la mañana aparecían otras vendedoras como las de empanadas de caldo. Entre las más mentadas y preferidas estaban las que hacían las señoras María Vacaflor y Teolinda Trigo. Ellas constituían algo especial, pues se tenía la seguridad que estaban bien hechas, agradables y limpias. Se cuenta que varias vendedoras se encargaban de ofrecer este tipo de empanadas, pero la mayoría de regular calidad.
“No sé por qué en cierta época a las famosas empanadas de caldo carne y pollo se les dio por llamarlas salteñas como si las trajeran de Salta cuando su preparación fue esencialmente tarijeña”, escribe Morales Durán.
Por las tardes, pasadas las dos, ya salían otras empanaderas a ofrecer empanadas de queso, cebolla y ají, que vendían calientitas. Éstas acudían a oficinas públicas, juzgados y principales calles, de acuerdo al mayor prestigio y bondad del producto ganaban su clientela consumidora segura.
También en otras épocas del año –inverno y primavera- pero especialmente para ciertas fiestas aparecían otro tipo de empanadas dulces y muy agradables, se trataba de las famosas empanadas blanqueadas con relleno de dulce de lacayote y embadurnadas con batido de huevo y azúcar, por tal motivo las llamaban blanqueadas y eran muy apetecidas, pues por su precio resultaban ventajosas, apenas costaban “medio” cada una. Éstas tenían 25 centímetros de largo por 10 de ancho.
Finalmente cuenta Justina que había las empanaditas más chiquititas, pero sabrosas golosinas, sean con dulce de lacayote o de leche, pero más chiquitas y deliciosas, también se las ofrecía por las calles y plazas, para antojo de los muchachos que no siempre tenían “medio”.
Más aún, el escritor Morales Durán explica que no todos los vendedoras y vendedoras ambulantes vendían sólo empanadas, también estaban los heladores con ricos helados como los de fruta, leche o canela del “Gringo” Wagner o los que llevaban en carritos para servirse en barquillo que se comían después de gozar el helado.