Morir En Tarija
El autor, Sadid Arancibia, nos da un adelanto de su próximo libro.
A mis 6 años, sufrí la muerte de don Bruno Sánchez, mi papá Bruno. Desde ahí o quizás desde antes, me sentí muy atraído por el tema de la muerte.
En Tarija, tenemos rituales que nos ayudan a convivir con la muerte, a aceptarla y tomarla como parte del ciclo: alimentamos a lo vivo y a lo muerto; antes de tomar algún trago, le damos primero a la tierra, porque la sentimos viva; sentidos que, en el territorio, de a poco, se van negando y relegando a una condena de olvido.
“La gente es malhacer”, hubiera dicho doña Pelagia Rojas, mi abuela, mi mamá Pe, de la que siempre hablo, escribo y a la que hago presente a quienes no la conocieron.
Lejos de ser tabú, a la muerte la festejamos, la tenemos presente desde que nacemos. Antes de ser una época de espantos impuesta por la cultura yankee, y bien aceptada por la nuestra, la fiesta de las almas es un espacio ritual para traer a nuestros muertos a este plano existencial. Comen con nosotros, nos conversan en sueños, nos acompañan por un día para, después, volver allá de donde vinieron.
Hugo Monzón nos dice, “Quiero Morir Cantando”, en esa cueca que no deja de sonar, y Nilo Soruco Arancibia había hecho cantar a todo un pueblo con su partida, el entierro más grande que se haya visto en Tarija.
Pero también tenemos la voz de anónimos que se alistan para morir. Así lo hizo mi tío, un curandero que migró del campo a la ciudad. Un día antes, había visto en el humo del cigarro a “La Calabera”, por eso esa noche se había despedido de su familia, quienes al amanecer lo encontraron sentado con sus mejores ropas en medio del cuarto, durmiendo de la manera más tranquila.
Cuando vemos a enfermos terminales que les cuesta dejarnos, se dice que esto ocurre porque la persona espera a alguien o se siente con deudas. Por esto, debemos disculparnos con una persona que sentimos que se encuentra en sus últimas horas. “Uno no sabe si con algo que dijimos o hicimos, ofendimos a las gentes”, así decía mi mamá.
En esta tierra, hay quienes ofrendan sus vidas a San Roque, también los hay quienes se entregan en las salamancas al Tío. Aquí compartimos con las almas milagrosas de hombres acribillados en el ‘78. En el film “Guía De Cementerio”, nuestro poeta, Julio Barriga, hace un conteo rápido y calcula alrededor de 2000 dólares gastados en flores para estas tumbas.
“Qué jodido es morir y no saber qué será de tu cuerpo”, se mencionaba por la calle. En la mente traigo a Carlos Mantrax, amigo artista que muere sirviendo hasta después de muerto. Encontraron su cuerpo carcomido, había saciado un poco el hambre de sus perros que lo acompañaban.
Mi mamita había visto a la muerte varias veces antes de irse. Su madre la había visto como perros de siete colas, que hochaban como locos, corriendo hacia ella. Gritaba para que espanten a los perros, pero nadie más los veía.
Cuando mueres, el afán es pa’ la familia: comprar cajón, contratar al cura, limpiar la casa, hacer saber a los conocidos, preparar comidas, juegos, tragos, coca, y esperar a que llegue el momento de sacar el ataúd. Sahumar, dar tres vueltas con el cajón (cuidado con que el cajón lo lleven familiares). Quienes salen al último, deben limpiar hasta la última colilla que se haya hecho mientras se velaba al cuerpo, voltear las sillas y mesas antes de irse al panteón. Si es una wawa la que se entierra, se hace el “Jaleo” o “Jaleyo”. Se debe vestir de blanco y llevar el cajón bailando al son de la música, porque es un ángel el que se entrega.
-Sadid Arancibia Sánchez