Monumentos y antimonumentos
La veinteava función de “Monumentos”, obra de teatro coproducida por Altoteatro e Itaú Teatro, sucedió el 25 de mayo en Ñandereko Territorio Cultural.
El público toma su sitio. En la escena hay tres bases de monumentos. Tres placas aluden a las figuras ausentes: “Fue a la lucha en el año 1977, doblegando a las dictaduras militares”, “Gran ser humano, sacrificó su vida en las minas por la patria y los movimientos sociales”, “En gratitud al caudillo valeroso y triunfante que en el año 1932 dio su vida por la patria”. Ningún nombre a la vista. Luego, la oscuridad, el sonido envolvente del viento y unas campanas desoladoras dan inicio a la obra. La luz vuelve con velocidad de amanecer, tres figuras ocupan las bases, emergen del olvido para recordar quiénes son antes que la nada y la Historia, con mayúscula, se lleven su memoria, no sin antes dejar un montón de preguntas repicando en el pensamiento.
Monumentos
“Monumentos” es un hito en la historia del teatro boliviano porque implica el trabajo colaborativo de artistas de territorios diversos para encontrar una poética y un discurso unificado. El actor y dramaturgo Freddy Chipana, fundador de Altoteatro, tuvo hace algunos años la oportunidad y el impulso de visitar Tarija. Desde entonces, trabó amistad con Ronald Millares y los actores de su compañía Itaú Teatro. Millares tiene una experiencia sólida en el teatro de calle, sobre todo en el trabajo de estatuaria humana, que le ha permitido atravesar las fronteras nacionales para mostrar su arte en diversos escenarios latinoamericanos.
Junto a Sadid Arancibia y Estefanía Moya, Millares propuso a Freddy trabajar sobre la poética de las estatuas, de la calle y el espacio público hacia los escenarios de sala. Entre otras ideas y venidas, el resultado fue “Monumentos”, una obra escrita y dirigida por Chipana, quien puso a disposición de Itaú Teatro todo su arsenal de poesía dramática y teatro de imágenes interpeladoras tomando la metáfora de la estatua para hablar de lo que se queda en la memoria. Una obra nostálgica cuyos personajes, piedras sin alma, están condenados a desaparecer, no sin antes remover de sus entrañas toda la humanidad que les fue imbuida, y, de paso, sacudirse las cacas de paloma que se acumularon con el tiempo.
“¿Por qué nos tenemos que quedar quietos como idiotas?”
Todo sucede en apenas 40 minutos. Una secuencia de cuadros, uno amargo seguido de otro hilarante, en los que las estatuas escarban su condición (y hasta se burlan del oficio de actor estatua viviente gracias a la aparición del “Capitán Mamérica”), motivadas por el inminente y cercano final que advierten cada vez que ese extraño viento y esas campanas, o a veces el sonido de máquinas, se lleva a otras estatuas que no vemos. “Monumentos” nos presenta a una humanidad de piedra y metal que tiene su propia lógica y hasta su propia moneda, las guirnaldas. Sus bromas son duras, y sus penas muy pesadas. La obra entera es una gran crítica a la sociedad cuando pregunta “¿por qué nos tenemos que quedar quietos como idiotas?”.
Antimonumentos
“Monumentos” opera igual que una palliri, golpeando, dando pedradas para revelar el brillo mineral de pequeñas frases e imágenes, muy similares a la poesía y la filosofía, que trenzan hitos de la historia nacional a través de tres personajes emblemáticos, evitando siempre ser una obra de teatro didáctico. Es, en sí, un antimonumento que se instala en la escena para interpelar la memoria, para llamar al público a encender el recuerdo del Chaco, de la mina y la relocalización, y de la huelga que destruye dictaduras, hechos que el Estado instrumentaliza en discursos oficiales que, por un momento, dan cuenta de la voluntad y la razón del pueblo, para después dar noticia de cómo han escupido sobre esa voluntad y esa razón.
Pero, por ese mismo procedimiento, el dramaturgo y los actores jamás le dirán claramente al público quiénes eran los personajes que están representando. Para el público adulto, es fácil identificar a esos hombres y mujeres que han marcado la historia boliviana reciente defendiendo una justicia, una igualdad, una equidad y una soberanía que quizá no eran las que interesaron al aparato estatal y sus varios funcionarios. ¿Qué pasa con el público joven? ¿Realmente sale de la obra sabiendo de quiénes se hablaba, con la curiosidad encendida por conocer los motivos que hicieron que un ex minero terminara inmolándose con dinamita la tarde del 30 de marzo de 2004 en el Congreso?
Todas las pistas están ahí, en las estatuas, en las placas, en la forma en que se interpreta a un soldado de 16 años que dio no tres, sino hasta nueve pasos al frente para dejar claro que no sabía que “en la guerra no hay vencedores”, y en las palabras escogidas con las cuáles este teatro poético se arriesga a terminar de sepultar la memoria que se quiere avivar. Como bien dijo la actriz Estefanía Moya, fuera de escena, “¿qué joven conoce a doña Domitila, a Picachuri?”. Las estatuas son conscientes de esto, y dan un sopapo cuando preguntan por los héroes de hoy. De pronto, el mártir de la dinamita se vuelve fiesta cuetillo, la palliri activista se transforma en objeto sexual, y el soldado desconocido agarra mañas y da tres pasos por aquí y por allá.
La estatua de Bolívar será reemplazada por “un vaso de agua medio lleno”.
Fuera de escena, Millares observa que la globalización de la cultura produce una flojera colectiva por recordar, “es más fácil tener presente a Goku o hacer una marcha por Los Simpsons que recordar y cuestionar la historia”, y a la vez nota que los monumentos que hoy tienen algún sentido, al menos en Tarija, ya no son personas, sino cosas como un puente inacabado o un mástil millonario. Arancibia apunta que la escultura monumental tradicional da identidad y nombre a los espacios, “¿qué sería del Parque Bolívar sin su estatua?”, y a la vez le da curiosidad el arte contemporáneo conceptual, bajo cuyos preceptos la estatua de Bolívar será reemplazada por “un vaso de agua medio lleno”.
Sin base ni placa
De alguna manera, este texto arruina la experiencia. Luego de 40 minutos de un trío de voces y gestos que dan alma a una polifonía de voces calladas, lo que queda es la inmolación. “Lo mejor, nada de esto se irá con nosotros”, se escucha decir antes que un bolero de caballería (un estilo musical muy boliviano, exquisito, casi extinto quizá a falta de “guerras”) sostenga el último cuadro de la obra. ¿Qué es lo que se construirá ahora sobre esa destrucción?
Recordatorios por las nuevas guerras que, sin duda, vendrán. Recordatorios que quizá la juventud que no ha sucumbido a la explosión de la inmediatez comercial pueda componer con sus lenguajes. Porque “un vaso de agua medio lleno”, evaporándose en el centro de cualquier parque o plaza, tiene bastante sentido si se piensa en la Historia que viene.