Vida en familia
Por qué los niños deben aprender a gestionar la culpa o la vergüenza
Las emociones autoconscientes son fundamentales en las relaciones sociales. Cuando aparecen, los padres deben acompañarlas, legitimarlas, ponerles nombre y enseñar a sus hijos a manejarlas. Las emociones son el primer espejo donde se reflejan los comportamientos de los niños.



Quién no ha garabateado en la pared de alguna habitación, golpeado alguna de las figuritas colocadas sobre la mesa del salón mientras jugaba con el balón o empujado a un amigo en un momento de enfado cuando era niño, para negar posteriormente a sus padres su participación en cualquiera de esas acciones al ser preguntado al respecto. La forma en que se asume la responsabilidad ante cualquiera de estos actos durante la infancia depende de emociones como la culpabilidad o la vergüenza, que están asociadas a nuestro desarrollo como personas y nos ayudan en nuestras relaciones sociales. Son las emociones autoconscientes: “Emociones plenamente sociales y relacionadas con el sentido del yo. A través de ellas tomamos conciencia de que lo que hacemos tiene un reflejo en los demás y genera una reacción en ellos”, comenta el psicólogo Miguel Marino Rey, del Centro de Psicología Ínsula.
Esas emociones no aparecen de forma innata, al igual que sucede con otras como la tristeza, el enfado o la alegría. Muchos autores las denominan emociones secundarias o derivadas de transformaciones de otras emociones más básicas. “Un niño menor de dos años no identifica emociones por sí mismo ni es capaz de diferenciar unas de otras”, explica Elena Pérez Llorente, psicóloga clínica en el Hospital Universitario Infantil Niño Jesús. “Las emociones autoconscientes serían aquellas que aparecen cuando los padres empiezan a enseñar a sus hijos que hay otros niños y adultos con los que hay que convivir”, prosigue, “y que el niño no está solo y no puede hacer todo lo que quiera”.
Estas emociones son fundamentales para el desarrollo del carácter porque tienen un papel esencial en la capacidad para vivir en sociedad. “Son el primer espejo donde se reflejan los comportamientos de los niños y, según se gestionen el desarrollo de la culpa, la vergüenza o el orgullo, dispondrán al menor de poseer ciertas habilidades para manejarlas”, añade Marino.
El pasado mes de julio, un equipo del Instituto de Investigación sobre Desarrollo y Educación Infantil de la Universidad de Ámsterdam publicó el artículo Socialización parental de la culpa y la vergüenza en la primera infancia [Parental socialization of guilt and shame in early childhood, en inglés]. En él se afirma: “Durante la primera infancia, los padres desempeñan un papel crucial en la socialización de las emociones autoconscientes de los niños”. La investigación, publicada en la revista Nature, también recoge que aquellos progenitores que utilizaron un lenguaje y un comportamiento más cercano y afectuoso con sus hijos facilitaron que estos afrontasen y comprendieran más fácilmente que trasgredieron una norma social y/o causaron daño a otra persona, lo que los lleva a intentar reparar la relación ayudando a la persona perjudicada.
En la gestión y regulación de la culpa o la vergüenza el papel de los padres es determinante. “Estas emociones generan una gran activación en los pequeños y los padres cumplen una función primordial a la hora de ayudarles a generar estrategias para una correcta regulación, aportando seguridad en el vínculo”, sostiene Marino. Para que los niños consigan hacer una adecuada gestión de este tipo de emociones, los progenitores deben permitir a sus hijos sentirlas y no extinguirlas viviéndolas como emociones negativas que no pueden aparecer: “Por eso, es fundamental que los progenitores puedan acompañarlas cuando aparecen, reconocerlas, ponerles nombre, legitimarlas y enseñar a manejarlas”, afirma Pérez Llorente.
Una manera de afrontar su aparición en los hijos es educando a través de la palabra. Así aprenden la manera en que los padres expresan, resuelven y manejan estas emociones autoconscientes. “Alrededor de los dos años, los niños adquieren cierta autonomía, empiezan a interactuar más con sus iguales e identifican que hay otros diferenciados de ellos, que no todos son iguales. Empiezan a interiorizar más las normas, momento en que las relaciones no se circunscriben exclusivamente al terreno de lo familiar y de lo íntimo, y aparece más el espacio público coincidiendo con el control de esfínteres”, continúa la psicóloga.
Las emociones autoconscientes son necesarias, delimitan al niño y sirven para crear lazo social, siempre y cuando no haya un exceso que podría llevar a una dificultad para las relaciones interpersonales. Si esto ocurre, no se puede hacer una buena vinculación. “Tanto en la culpa como en la vergüenza, si hay un exceso, serán niños que no toleren nada negativo que se les señale y tendrán dificultad en la tolerancia a la frustración y los límites”, incide Pérez Llorente. Según aclara la psicóloga, se trata de emociones que se dan en la medida en que los niños se van relacionando con otros niños y van entrando en el escenario social, y añade que son necesarias para poder integrarse y adaptarse a la vida social: “Es decir, tienen un componente adaptativo, por lo que tanto si se dan en exceso o en defecto pueden afectar a la capacidad adaptativa del menor”.
Por lo tanto, alcanzar el equilibrio entre la culpa (que nos lleva a comportamientos prosociales, dirigidos a los demás) y la vergüenza (al retraimiento y la evitación de contacto social), según Marino, ayuda al proceso reflexivo sobre uno mismo y los demás y mejora la capacidad para adaptarse a diferentes estilos de personas.
La sobreprotección en la adolescencia cría hijos cobardes
Qué complicado resulta en ocasiones para las familias con un hijo adolescente en casa darle la libertad y la autonomía que precisa para crecer. Regalarle el espacio que necesita para empezar a volar solo y conocer el mundo que le rodea como él desea. Permitirle que empiece a tomar sus propias decisiones, aunque cometa errores. Qué difícil resulta aceptar que un hijo o hija ha llegado a la adolescencia casi sin darnos cuenta. A los padres es habitual que el instinto les mueva a protegerles de situaciones retadoras que puedan ponerles en peligro o hacerles sentir mal. Sienten la necesidad de evitarles el sufrimiento, protegerles de posibles riesgos, rescatarles de emociones complejas o evitarles que se frustren por miedo a dañar su autoestima. Una protección natural e instintiva que puede acabar siendo excesiva, limitando al joven más que ayudándolo.
Sobreproteger es proteger a un adolescente cuando no lo necesita y, normalmente, los padres y madres actúan movidos por los propios miedos, inseguridades o expectativas desacertadas. Un acompañamiento basado en la dependencia que lleva a no dejar que los hijos se equivoquen, que se responsabilicen de sus tareas o encuentren la solución a sus problemas, en ocasiones después de equivocarse o no conseguir lo que pretenden a la primera. Mostrando una preocupación excesiva por su seguridad, tendiendo a monitorizar las actividades que realizan o controlando las relaciones personales que establecen, llegando a colmarle de regalos que no necesita para que se sienta feliz, a cuidarlo de forma innecesaria o a alabar desmesuradamente sus cualidades olvidando sus defectos. Llegando a justificar las malas actitudes o los errores que comente para que no se frustre o tenga consecuencias negativas.
Las familias sobreprotectoras suelen ver riesgos donde no existen e intentan allanar el camino de sus hijos para que consigan todo aquello que desean por pavor a que sufran o se frustren. Una hiperprotección que impide a los adolescentes aprender y desarrollar las habilidades y competencias esenciales para su desarrollo integral, convirtiéndoles en agentes pasivos que esperan que sean sus padres los que solucionen los problemas o contratiempos. Un proteccionismo que le roba al adolescente la posibilidad de desarrollar su autonomía y autoconfianza, que le impide cultivar su esfuerzo, paciencia y disciplina. Que pueda descubrir sus fortalezas, trabajar las debilidades y buscar soluciones creativas a las dificultades.
Un joven sobreprotegido tendrá pánico al error, no será capaz de responsabilizarse de sus obligaciones ni modular y gestionar correctamente sus emociones. Se sentirá ansioso, deprimido e incapaz de hacer frente a las situaciones estresantes, y ante cualquier obstáculo se desmotivará con facilidad y se sentirá desvalido pudiéndose convertir en un pequeño tirano dependiente y muy influenciable. Tendrá, además, muchas dificultades para mantener una buena relación con sus iguales, pudiendo mostrar conductas erróneas para llamar la atención de los demás.
Con este acompañamiento tan proteccionista lo único que conseguimos es desprotegerle para la vida. El adolescente necesita protección, qué duda cabe, pero una protección adecuada a su edad y a sus necesidades educativas, sociales y emocionales. La mejor forma que tienen las familias de preocuparse por el bienestar y la seguridad de su hijo es encontrando un equilibrio entre la protección y la independencia. En este período de desarrollo tan convulso y repleto de cambios físicos, psicológicos, sociales y emocionales, el joven necesita sentirse capaz, libre y autónomo para poder explorar con independencia nuevas experiencias, construir y definir una nueva identidad, para decidir lo que le conviene o no y elegir lo que le hace o no feliz.
Necesita a su lado adultos que le muestren su confianza, que le animen a marcarse objetivos, que le regalen el tiempo que necesita para aprender. Que le recuerden a diario que la vida se compone de aciertos y desaciertos y que están a su lado sin condición.
Allanarle la vida a un adolescente no es la mejor manera de quererle. El joven necesita equivocarse, probar, desarrollar estrategias que le permitan llegar a ser un adulto comprometido y que se sienta con la capacidad de hacer frente a todos los desafíos que le deparará la vida.
Tres claves para dejar de proteger a un adolescente
1 Tomar decisiones
Permitir que tome decisiones es una excelente forma de fomentar la independencia. Dejar que tropiece, que pruebe y cometa errores aunque no haga las cosas bien a la primera. Que se enfrente a la frustración y se responsabilice de las consecuencias de sus elecciones.
2 Autoconfianza
Potenciar su autoconfianza para que sienta seguridad en sí mismo haciendo crecer así su autoestima. Cuando un joven se siente seguro es más probable que asuma riesgos de forma responsable y sea capaz de resolver los problemas que vayan apareciendo. Ayudarle a reconocer sus fortalezas y a establecer metas realistas y alcanzables potenciará sus ganas de aprender y mejorar a diario.
3 Explorar
Permitirle explorar cosas y lugares nuevos, conocer a nueva gente, aprender de manera autónoma siendo consciente de los pros y contras de sus conductas y decisiones. Establecer en casa límites claros y consensuados ayudará al adolescente a desarrollar el espíritu crítico, la escucha consciente y el autocontrol.