Quienes se dedican al activismo se han convertido en parte crucial
Un refugio de la violencia en un rincón olvidado de Colombia
Luz Mary se describe a sí misma como una piedra en sus zapatos, porque le ofrece refugio a los pequeños a los que estos grupos intentan reclutar: niños y niñas desde los ocho o nueve años a quienes los grupos utilizan como vigías o mensajeros para realizar pequeñas tareas



A mediados de marzo, cuando Colombia anunció una cuarentena obligatoria para controlar la propagación del coronavirus, Luz Mary ya sabía qué tenía que hacer. Ya había tenido que confinarse. Esta madre de dos, quien cuenta con el don de la palabra, selló su casa y comenzó a vivir de habitación en habitación.
Cuando tuvo que encerrarse antes, Luz Mary se escondía de otro tipo de amenaza de muerte. Los hombres armados que controlan su barrio lo habían dejado claro: si no se iba por un tiempo, podría desaparecer para siempre.
“Ha habido días y semanas en los que no podía salir de casa”, recordó. “Uno aprende comportamientos, aprende a leer comportamientos en el barrio que indican cuando las cosas están calientes afuera”.
Luz Mary es una activista comunitaria, alguien a quien los colombianos llamarían “líder social”. Su trabajo, además de su familia, está dedicado a los niños del barrio de bajos recursos donde vive. Dirige un programa para mejorar sus condiciones de vida llamado Semillas y Raíces que introduce a los niños a la música y al teatro mientras les enseña habilidades básicas como modales e higiene.
Semillas y Raíces les da más que clases a sus participantes. También les brinda refugio. La casa de Luz Mary mira hacia una loma empinada con carreteras sin pavimentar y desagües que aparecen al azar a través de los caminos de tierra entre las viviendas. Delincuentes rondan el barrio y amenazan a sus habitantes. Se rumora entre los residentes que los grupos de maleantes tienen vínculos con los carteles nacionales del narcotráfico.
Luz Mary se describe a sí misma como una piedra en sus zapatos, porque le ofrece refugio a los pequeños a los que estos grupos intentan reclutar: niños y niñas desde los ocho o nueve años a quienes los grupos utilizan como vigías o mensajeros para realizar pequeñas tareas, a cambio de comida o dulces que los padres de los niños no les pueden comprar.
Semillas y Raíces “es una forma de evitar las drogas y la calle”, dijo una adolescente sentada en el improvisado teatro de la azotea de Luz Mary. “Si yo no estuviera aquí, estaría en la calle”.
El trabajo de Luz Mary no es remunerado y el programa no genera dinero, por lo que ella lo financia a través de trabajos esporádicos, la venta de materiales reciclables desechados que recoge en la calle y pequeñas donaciones ocasionales.
El trabajo también es inseguro. Ha recibido numerosas amenazas de muerte. Cuando puso el denuncio ante las autoridades, dice, esencialmente se encogieron de hombros. Entonces ella hace lo que puede para protegerse. Los niños del programa le avisan a Luz Mary si se enteran de amenazas en el barrio, y ella gastó sus ahorros instalando un circuito cerrado de cámaras de seguridad alrededor de su casa.
A menudo, a altas horas de la noche, se sienta a mirar las distorsionadas imágenes, temerosa de irse a dormir. No puede imaginarse lo que sería abandonar a los niños de su programa, pero aún así todos los días considera huir de Altos de Cazucá.
Por extraordinaria que parezca, la historia de Luz Mary se repite en toda Colombia.
En casi todas las comunidades urbanas y rurales hay líderes sociales, ofreciendo servicios y defendiendo derechos que un Estado ausente ha olvidado. Los activistas y líder sociales son un elemento tan esencial de la vida comunitaria del país que el histórico acuerdo de paz del 2016, entre el Estado y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), los reconoció y prometió protección estatal para su labor.
El acuerdo también prometió reformas profundas para combatir la desigualdad y proteger a las comunidades de la depredación violenta.
Sin embargo, en lugar de obtener protección, muchos líderes como Luz Mary se han enfrentado a un peligro creciente desde el 2016. Una ola de asesinatos ha cobrado la vida de más de 415 líderes sociales en los últimos cuatro años.
La pandemia de Covid solo ha acelerado esta tendencia. La cuarentena nacional de seis meses convirtió a aquellas personas que podrían ser objetivo militar, como Luz Mary, en presas fáciles, quietas en casa. Los activistas no podían salir de sus residencias para denunciar a la policía amenazas o ataques y, a menudo, no contaban con conexión a internet para hacerlo de forma remota.
Los formuladores de políticas, ya propensos a pasar por alto la difícil situación de lugares como Altos de Cazucá, se vieron aún más distraídos por la crisis de salud pública.
Luz Mary se convirtió en líder por accidente, después de mudarse a un barrio pobre en los cerros de Soacha, un municipio al sur de Bogotá, sin saber la miseria que encontraría allí. A los pobladores les gusta decir que para entender por qué Soacha ha atraído durante tanto tiempo a traficantes armados, milicias y guerrillas, basta con mirar un mapa.
La carretera que corta el municipio por la mitad es la arteria principal que une a la capital con el sur de Colombia, incluido su puerto más grande, Buenaventura. Aún más atractivas para los criminales resultan las porosas y serpenteantes fronteras entre los barrios de Soacha y la propia Bogotá.
La policía monitorea la carga que pasa por la carretera principal, pero nadie vigila el flujo de mercancías y personas en el resto de la frontera sin demarcar que se extiende a través de colinas salpicadas de casas improvisadas.
“Aquí hay un vacío legal y administrativo”, dice un líder juvenil que vive en la frontera. “Este barrio no es de nadie”.
En la década de los noventa, el Bloque Oriental de las FARC consideró el corredor Soacha-Bogotá como esencial para su estrategia de cercar a la capital. El bloque instaló combatientes en lugares como Altos de Cazucá.
Luego, grupos paramilitares del otro extremo del conflicto se unieron a la disputa. Estas milicias de derecha, una fuerza extralegal con vínculos con el Estado, llegaron a Soacha alrededor de 1997 cuando tanto ellas como el gobierno pretendían expulsar a la guerrilla de Bogotá, e impedir que las FARC lograran su objetivo.
Desde entonces, Altos de Cazucá ha sido un epicentro de violencia.
Miles de paramilitares se desmovilizaron entre el 2003 y 2006; sin embargo, en muchos barrios de Soacha, los residentes dicen que estos grupos nunca se fueron. Los nombres de los grupos cambiaron, pero las estructuras permanecieron en su lugar, particularmente las jerarquías ligadas a la economía ilícita. Hoy en día, las calles no son patrulladas por hombres en uniformes camuflados, como antes lo hacían los paramilitares.
Pero los delincuentes no necesitan uniformes de combate para generar zozobra entre los pobladores. Todo el mundo sabe quiénes son y qué hacen: extorsionar negocios y castigar a los residentes que interfieran con su control.
Al igual que para las generaciones anteriores de grupos armados, los barrios de Soacha siguen siendo importantes corredores de tráfico, especialmente de drogas, pero también de armas y otros tipos de contrabando, así como de migrantes. Cocaína, bazuco y marihuana llegan a Bogotá, el mercado interno donde más dinero se mueve. Insumos y productos comerciales necesarios para procesar narcóticos salen.
Las autoridades han incautado pasta de coca, pero también cocaína refinada, lo que indica que es probable que Soacha también alberge laboratorios para el procesamiento de drogas que agregan valor (y ganancias) a lo que entra y sale de Altos de Cazucá.
La misma ilegalidad que ha hecho que las montañas de Soacha sean lucrativas para el tráfico, las ha hecho asequibles para muchas personas que trabajan en Bogotá, pero no pueden pagar sus arriendos, mucho más caros.
Los funcionarios locales llaman a Soacha un “receptáculo de víctimas” porque gran parte de su población llegó luego de ser desplazada internamente durante más de medio siglo de conflicto interno. En los últimos años, el municipio también ha atraído a decenas de miles de migrantes venezolanos.
Oficialmente, Soacha es el hogar de unas 645. 000 personas, pero residentes y la alcaldía le informaron a Crisis Group que la población real supera el millón de personas. Viven (a menudo hacinados) en solo 200.000 unidades de vivienda, muchas de ellas en riesgo de deslizamientos de tierra o inundaciones.
Los barrios marginales de Soacha se conocen localmente como invasiones, porque muchos están construidos en terrenos privados o sin títulos, ocupados por la fuerza.
El desarrollo tiende a seguir un patrón: tierreros (poderosos intermediarios con vínculos con delincuentes armados o políticos corruptos) se apoderan de parcelas de tierra para construir viviendas precarias. Luego, los tierreros venden las parcelas a personas pobres y desesperadas, incluso les ofrecen préstamos para que puedan realizar la compra. Unos años después, los tierreros vuelven a vender el mismo terreno y desplazan a los residentes, que no cuentan con recursos legales para defenderse.
Luz Mary conoce muy bien esta estafa. Ella y su esposo no podían pagar un apartamento en Bogotá, pero en Altos de Cazucá un tierrero los convenció de que podían tener su propia casa. Los vendedores dijeron que la tierra seguramente se legalizaría en un par de años, por lo que consiguieron un préstamo de varios miles de dólares para comprarla. Todavía siguen pagando la deuda, pero ahora entienden que la tierra nunca será realmente suya.
Dado que hay pocos servicios estatales en Soacha, los actores ilícitos buscan sacar provecho de todo, desde el transporte público hasta el agua, acumulando cargas sobre la población vulnerable. Muchos propietarios de tiendas pagan “vacunas” (un impuesto ilícito) a cualquier grupo local que afirme brindar protección. Los grupos se dedican a la extorsión y castigan sin piedad el incumplimiento. Al asesinar a quienes los desafían, envían un mensaje claro sobre quién está a cargo.