El León Negro que olvidó rugir
Un joven león, distinto desde su nacimiento, se alejó de su manada en un momento de confusión. Caminó por tierras extrañas, sin rumbo, sin guía, hasta que cayó agotado bajo la sombra de un viejo árbol, con el alma hecha pedazos.
Cuando abrió los ojos, se encontró entre ovejas. Lo rodearon con curiosidad, pero no lo rechazaron. Una de ellas, movida por ternura, lo alimentó con lo que pudo. Con el paso del tiempo, las demás lo aceptaron como uno más del rebaño, enseñándole a vivir con miedo, a seguir sin cuestionar, a callar su instinto.
Un día, mientras pastaban en silencio, un estruendo quebró la calma. Desde lo alto de una colina apareció una silueta imponente: un león negro, caminando con fuerza, con la sombra del pasado y el brillo de la verdad en los ojos. Las ovejas huyeron aterradas, y el joven león también lo hizo. Su cuerpo temblaba, su corazón palpitaba con miedo. Se escondió, creyendo que debía hacerlo.
El León Negro lo observó en silencio. No lo atacó. Bajó despacio, paso a paso, hasta quedar frente a él. No rugió, no mostró los colmillos. Solo habló con voz firme, profunda y serena:
—¿Qué haces oculto? ¿Por qué vives como algo que no eres?
El joven león respondió con la voz rota:
—Por favor… no me hagas daño… yo… yo solo soy una oveja.
El León Negro lo miró con una mezcla de asombro y tristeza. —¿Una oveja? Mírate bien.
Le señaló un lago cercano. El joven dudó, pero se acercó. Al ver su reflejo, sus ojos se abrieron como si despertaran de un largo sueño. No era una oveja. Era un león. Un guerrero. Un hijo del fuego y de la noche. Su melena era oscura como la tormenta, su cuerpo fuerte como la tierra misma.
Y entonces ocurrió. Algo dentro de él rugió antes que su garganta lo hiciera. Alzó la cabeza, sus patas firmes, su espalda recta. Y por primera vez, rugió. No fue solo un sonido, fue una promesa. El valle entero tembló. Ya no había miedo, ni disfraz, ni dudas.
Desde ese día, nunca más volvió a ocultarse. Supo que siempre había sido un león. Solo necesitaba recordarlo.