Íntima

Tú no oprimas mis manos.

Llegará el duradero

tiempo de reposar con mucho polvo

y sombra en los entretejidos dedos.

 

Y dirías: «No puedo

amarla, porque ya se desgranaron

como mieses sus dedos».

 

Tú no beses mi boca.

Vendrá el instante lleno

de luz menguada, en que estaré sin labios

sobre un mojado suelo.

 

Y dirías: «La amé, pero no puedo

amarla más, ahora que no aspira

el olor de retamas de mi beso».

 

Y me angustiara oyéndote,

y hablaras loco y ciego,

que mi mano será sobre tu frente

cuando rompan mis dedos,

y bajará sobre tu cara llena

de ansia mi aliento.

 

No me toques, por tanto. Mentiría

al decir que te entrego

mi amor en estos brazos extendidos,

en mi boca, en mi cuello,

y tú, al creer que lo bebiste todo,

te engañarías como un niño ciego.

 

Porque mi amor no es sólo esta gavilla

reacia y fatigada de mi cuerpo,

que tiembla entera al roce del cilicio

y que se me rezaga en todo vuelo.

 

Es lo que está en el beso, y no es el labio;

lo que rompe la voz, y no es el pecho:

¡es un viento de Dios, que pasa hendiéndome

el gajo de las carnes, volandero!


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