La casa

La mesa, hijo, está tendida

en blancura quieta de nata,

y en cuatro muros azulea,

dando relumbres, la cerámica.

Ésta es la sal, éste el aceite

y al centro el Pan que casi habla.

Oro más lindo que oro del Pan

no está ni en fruta ni en retama,

y da su olor de espiga y horno

una dicha que nunca sacia.

Lo partimos, hijito, juntos,

con dedos duros y palma blanda,

y tú lo miras asombrado

de tierra negra que da flor blanca.

 

Baja la mano de comer,

que tu madre también la baja.

Los trigos, hijo, son del aire,

y son del sol y de la azada;

pero este Pan «cara de Dios»(*)

no llega a mesas de las casas.

Y si otros niños no lo tienen,

mejor, mi hijo, no lo tocaras,

y no tomarlo mejor sería

con mano y mano avergonzadas.

 

Hijo, el Hambre, cara de mueca,

en remolino gira las parvas,

y se buscan y no se encuentran

el Pan y el hambre corcovada.

Para que lo halle, si ahora entra,

el Pan dejemos hasta mañana;

el fuego ardiendo marque la puerta,

que el indio quechua nunca cerraba,

¡y miremos comer al Hambre,

para dormir con cuerpo y alma!


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