Desolación

La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde

me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.

La tierra a la que vine no tiene primavera:

tiene su noche larga que cual madre me esconde.

 

El viento hace a mi casa su ronda de sollozos

y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.

Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,

miro morir intensos ocasos dolorosos.

 

¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido

si más lejos que ella sólo fueron los muertos?

¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto

crecer entre sus brazos y los brazos queridos!

 

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto

vienen de tierras donde no están los que no son míos;

sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos

y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.

 

Y la interrogación que sube a mi garganta

al mirarlos pasar, me desciende, vencida:

hablan extrañas lenguas y no la conmovida

lengua que en tierras de oro mi pobre madre canta.

 

Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;

miro crecer la niebla como el agonizante,

y por no enloquecer no encuentro los instantes,

porque la noche larga ahora tan solo empieza.

 

Miro el llano extasiado y recojo su duelo,

que viene para ver los paisajes mortales.

La nieve es el semblante que asoma a mis cristales:

¡siempre será su albura bajando de los cielos!

 

Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada

de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;

siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,

descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.


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