Diez películas para volver a ver

Regatearle reconocimientos a una película es un gesto rutinario de la cinefilia, subcultura contenciosa y pasional como pocas. Por eso se ha dicho, exagerando, que en la discusión de ningún otro arte los disensos son tan frecuentes, extremos y militantes: las que para algunos son “obras maestras” evidentes para otros son minuciosas imposturas cinematográficas que hay que denunciar. Lo aconsejable en las reyertas de cine es mantener la calma: en teoría, las disputas cinéfilas se resuelven hablando, construyendo argumentos a favor o en contra de esta o aquella película. Aunque tengamos límites: a mí, por ejemplo, me basta que un interlocutor diga que El club de la pelea es su película favorita –o Amélie o El lado oscuro del corazón–, para que le pierda el respeto por unos segundos.

Prejuicios –propios o ajenos–, lejanías históricas, contextos equivocados: son muchas las razones que nos empujan a subvalorar una película. Pero el tiempo –que por otra parte no cura nada– nos da de cuando en cuando una segunda oportunidad, es decir, nos invita a volver a verlas y rescatarlas de un mal recuerdo, probablemente borroso o injusto. Al hablar de ellas, y recomendarlas, buscamos identificar y combatir aquello que nos impedía apreciarlas con claridad.

Esta es pues una lista de viejas películas que pueden volverse a ver aprovechando las dispensaciones y tolerancias de la pandemia y sus rutinas sedentarias. He comprobado que no pocas no sólo aguantan las revisiones y relecturas sino que se enriquecen con ellas. Varias son cintas que he considerado obras maestras sin entender por qué otra gente no pensaba lo mismo. Otras, son películas que han sido opacadas por su director (que dirigió obras más famosas). Las más, fueron perjudicadas por prejuicios sistemáticos: formales (“es silente”, “es en blanco y negro”) o ideológicos (“es latinoamericana”, “es antigua”, “es cine político”, “es un musical”).

 

Ahí van, en ningún orden de preferencia:

 

1. Fiebre de sábado por la noche (John Badham, 1977). Olvidada por un mal recuerdo: la ropa de poliéster, los peinados apuntalados con laca, las caricaturas de un baile fulero. Y por la falsa impresión de que era una película sobre concursos de danza, discotecas y música de los Bee Gees (música que ha envejecido bien). En los hechos, es un preciso y violento retrato de clase, la antropología urbana de un barrio newyorquino: sus maneras de hablar, sus sofocaciones familiares, su destino limitado, sus pequeñeces, su desempleo. En una de las mejores epifanías del cine norteamericano de los setenta (que, desde ya, fue un gran cine), el protagonista, Tony Manero, apunta al pasar: “Sí, leí Romeo y Julieta en colegio. Lo que nunca pude entender es por qué Romeo no esperó, por qué no aguantó un poco más antes de tragar el veneno”. En esta película, todos parecen estar aguantando antes de tragar el veneno. El director, John Badham, sólo había hecho televisión antes de esta película; se topó entonces con un guion basado en un breve texto sociológico: “Ritos tribales de los sábados por la noche”.

 

2. Capullos rotos [Broken Blossoms] (D.W. Griffith, 1919). Una chica abusada y un inmigrante chino entablan una amistad, en un clásico que también tiene un título alternativo, políticamente incorrecto: El hombre amarillo y la chica. De Griffith, uno de los inventores del cine, se mencionan obligatoriamente –aunque se vean poco– El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916). Pero la importancia histórica de esas películas –cuestionables monumentos ideológicos– nos hace olvidar que Griffith fue también un buen narrador y que ese talento sigue vivo sobre todo en Capullos rotos. De paso, vemos quizá la mejor actuación de Lillian Gish, según códigos y maneras hoy ya ajenos (los del cine silente), que prueban que “el progreso” es una categoría que rara vez se puede aplicar con provecho al cine (esta cinta de 1919 es mejor, inmensamente mejor, que cualquiera de las películas ahora mismo en cartelera, 102 años después). En la misma categoría: Esposas ingenuas (Foolish Wives, 1922) de Eric von Stroheim (director más famoso por la monumental Avaricia, de 1924).

 

3. Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975). Para sus no pocos devotos,  Kubrick nunca hizo una mala película. Algunas –Odisea 2001, La naranja mecánica–, por sus audacias explícitas y espectaculares, se convirtieron en las joyas mayores de su filmografía (aunque siempre hubo disensos: Julio Cortázar creía que la pseudoprofundidad de Odisea 2001 era hasta chistosa). Ya en los hechos, la belleza pasmosa, pero menos fácil de editorializar, de Barry Lyndon la hace, para mí, su mejor película (de lejos). Esta pictórica reflexión sobre el fracaso es también una de las películas más tristes y menos sentimentales (rara combinación) de la historia del cine. En esta categoría (películas desdeñadas de grandes directores) hay muchas: sospecho que El rey de la comedia (1983) es lo mejor que ha hecho Martin Scorsese (nunca me atrajo esa angustia fácil y amanerada de Taxi Driver) y que el mejor Francis Ford Coppola es el de La conversación, no el de El Padrino.

 

4. Ahí está el detalle (Juan Bustillo Oro, 1940). Con el cine de Cantinflas sucede algo similar que con películas como Fiebre de sábado por la noche: los prejuicios nos impiden disfrutarlas. Recordamos, además, el deslucido y pedagógico Cantinflas tardío (El patrullero 777, etc.) y creemos que lo suyo fue un teatro popular al servicio del PRI. Pero Cantinflas sea acaso el único gran genio del humor verbal que ha dado el cine en lengua castellana. Y ninguna mejor película para comprobarlo que Ahí está el detalle (de la que se pueden memorizar diálogos enteros). Si me dieran a escoger entre los Hermanos Marx y Mario Moreno, me quedo con el segundo. Ponga aquí atención a los detalles: la versión que Cantinflas intenta de la historia del Génesis (que le sirve para justificar su alergia al trabajo) o sus explicaciones en el juicio que le hacen por el asesinato de un hombre (que él cree un juicio por la muerte de un perro).

 

5. Embriagado de amor [Punch Drunk Love] (Paul Thomas Anderson, 2002]. Se supone que una película protagonizada por Adam Sandler debe ser, por definición, una huevada (noción que la reciente Diamantes en bruto desmiente generosamente). Pero esta no la dirigió Sandler, sino Anderson, el mejor director norteamericano de su generación (nacido en 1970, Anderson ha hecho las notables Boogie Nights, Magnolia, Petróleo sangriento y El hilo invisible). Embriagado de amor (mala traducción del título original) es, claro, una historia de amor, pero una de esas que rozan la incomodidad y el ridículo en su retrato de dos personajes limítrofes. En ello, es una versión menos grandilocuente y más disciplinada (en tono y fervor alegórico) de Contra viento y marea [Breaking the waves] de Lars von Triers. En esta categoría, la de memorables romances cinematográficos subvalorados, hay otras: Eterno resplandor de una mente sin mancha (Michel Gondry / Charlie Kaufman), Dos amantes (James Gray), por ejemplo.

 

6.. Todo lo que Ud. siempre quiso saber sobre el sexo y no se atrevió a preguntar (1972). Woody Allen no era un director que necesitara recomendaciones: su fama y prestigio crítico estaban asegurados por cuatro obras: Zelig, Manhattan, Annie Hall y Hannah y sus hermanas. Pero ese núcleo de grandes obras se fue rodeando, hasta la confusión, de un abundante Allen menor: proyectos fallidos, repeticiones, gruesas comedias farsescas. Aunque solo a ratos cumplan su objetivo, seis de los siete sketches que conforman Todo lo que quiso saber son agradablemente fáciles, vehículo de buenos chistes más que de buena comedia. Con una misteriosa excepción: el segmento dedicado a un doctor (el Dr. Ross) que se enamora, hasta las patas, de una oveja. Lo que en esta historia apuntaba a más del mismo show de variedades se transforma de pronto en una melancólica fábula amorosa, en una exacta combinación de absurdos y tristeza. Todo el mejor Allen posterior está prefigurado en este breve sketch.

 

7. El gatopardo (Luchino Visconti, 1963). Quizá porque apareció el mismo año que 8 ½ de Fellini, quizá porque adapta una gran novela histórica (de Lampedusa), lo cierto es que El gatopardo suele perderse entre tantas buenas películas italianas de los sesenta. A ratos, se piensa incluso que es un “drama de época”, una lujosa y estática reconstrucción de un mundo social perdido. Pero, como Barry Lyndon, es de hecho uno de los pocos intentos exitosos, en la historia del cine, de narrar transformaciones históricas (el fin de algo) en tanto íntima biografía de sus personajes. La fotografía de Giuseppe Rotunno (que luego lograría la del Satyricon de Fellini) amerita, por sí sola, la inversión de tres horas y pico.

 

8. Érase una vez en el Oeste (Sergio Leone, 1968). Sin mucho inglés, Leone (entre otros) retomó el western gringo para convertirlo en algo diferente: un western de segundo grado, operático, excesivo, saturado de pathos y perfectas (por su simetría) alegorías del destino. Su película más famosa, El bueno, el malo y el feo, de 1966, palidece frente a esta, una especie de summa teológica del espagueti western: tres horas completas de un antología de motivos ya formalizados, lugares comunes en su esencia, gestos arquetípicos. Es como una saga mítica filmada.

 

9. Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1964). Sí, este Favio es el mismo de “Y corté una flor” [“y llovía y llovía”] o “Unos aires de condesa” [“te quieres dar”]. Pero lo de cantante se le dio más bien después (su primer disco es de 1968, Fuiste mía un verano): primero fue actor (en las películas de su maestro, Leopoldo Torre Nilsson) y luego director de cine, figura central del llamado Nuevo Cine Argentino. Aunque irregular, su filmografía incluye dos obras maestras: Crónica de un niño solo (que, a ratos, es mejor que Los 400 golpes de Truffaut) y El romance del Aniceto y la Francisca (1967).

10. El ejército de las sombras [L'Armée des ombres] (Jean Pierre Melville, 1969). Distraídos con Godard y Truffaut, poca atención le prestamos a Jean-Pierre Melville, director de género que, en esos mismos años, realizó las más grandes “películas de acción” del cine francés. Esta película –sobre la resistencia francesa a los nazis– no fue estrenada fuera de Europa sino hasta el año 2006. Se puede ver, con provecho, junto a la otra gran película de Melville, Bob le flambeur (1956).

Para seguir la charla, invito a los lectores a contribuir a una lista ampliada de “grandes películas para volver a ver”. Sólo tienen que nombrar la película, justificar su valoración (en un pequeño párrafo) y firmar. Y mandar todo a: [email protected]


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