El capitalismo como burdel

En el capitalismo no hace falta identificarse de prostituta para serlo. En él se compra y se vende el cuerpo, pero esa compraventa es lo de menos. Tan habitual como vender y comprar el cuerpo es la compraventa de voluntades, de sentimientos, de deseos, de aspiraciones, de propósitos y, sobre...

En el capitalismo no hace falta identificarse de prostituta para serlo. En él se compra y se vende el cuerpo, pero esa compraventa es lo de menos. Tan habitual como vender y comprar el cuerpo es la compraventa de voluntades, de sentimientos, de deseos, de aspiraciones, de propósitos y, sobre todo, de conciencias. La misma religión católica participa de ese mercadeo. ¿Qué hacen sus administradores si no traficar con la doctrina del fundador?

Hay que hacer un esfuerzo extraordinario para no infectar las relaciones humanas en el sistema. Ni el amor, ni la amistad, ni la vecindad, ni la fraternidad se libran del influjo del materialismo y del dinero. Todo se hace por cualquier motivo menos por desinterés. Y hasta el desinterés inicial encierra la silenciosa expectativa de un posible trueque de futuro. El humanismo y la filantropía en el capitalismo están envenenados. La religión y las ongs son artilugios hechos con dinero que, solapadamente, buscan más dinero. El interés por el ser humano de quienes se las creen, sale tarde o temprano manchado por el interés bastardo de los que maniobran subrepticiamente. Y los que en la sociedad capitalista nacen ingenuos y van de buena fe, acaban emponzoñados por el egoísmo extremo y el vil metal. La propia pedagogía del capitalismo enseña que “el otro” es un rival al que hay que desbancar, un enemigo al que hay que saquear o un tonto al que hay desplumar.

Y si antes el capitalismo atizaba la envidia y el egoísmo para luego enmendarlos malamente con la religión cómplice, hoy al capitalismo financiero ya no se le puede corregir. La religión, sea católica o cristiana, ha perdido todo su ímpetu, y la ética capitalista se reduce al código penal: el mínimum del mínimo moral. La pureza de intenciones es risible e incompatible con él. Sólo es de individuos aislados que no suelen contar en los destinos de la sociedad. Aunque nazcan inmaculados los propósitos, millones de fuerzas que recorren el capitalismo impiden que reine la confianza, la auténtica simpatía y la afabilidad. Todo es zozobra, pocos se pueden fiar entre sí. Se desconfía de todo y de todos. Y si confiamos demasiado, somos devorados. Ni entre la familia misma, a punto de extinguirse la tradicional, hay ya natural confianza. Sólo si hubo un día una tenaz influencia de padres virtuosos y un comportamiento ejemplar puede labrarse el verdadero afecto y la verdadera confianza. Las familias ricas litigan entre sí, y las familias pobres ya no se resignan a ser sólo honradas. La resignación, impuesta por la cristiandad a los sectores de la sociedad marginados, ya no funciona. Y la ambición desmedida, avanza. Con lo que el control social es un problema cada vez más arduo. Hay que tener mucha paciencia para encontrar en las relaciones humanas del capitalismo una fuente de paz y de concordia. Por algo la revolución francesa hizo de la fraternidad un lema. Sabía lo que había en juego… No es una reflexión desde el pesimismo gratuito. Es el sistema el que destila pesimismo en cuanto pensamos un poco a fondo en él. Hay placer, pero no gozo.

Pero tampoco el capitalismo y los capitalistas se conforman con militar en la degradante miseria de la injusticia social. Forma parte del núcleo de su filosofía desembarazarse de todo lo que tiende al colectivismo, al cooperativismo, al socialismo real o al comunismo. Y también el perseguirlos. Unas veces son las dictadores que forman parte del cristiano-capitalismo, pero otras son las propias democracias, y a la cabeza de ellas el imperio. Ni siquiera la religión, que forma parte de su columna vertebral, disuade al individuo de su atracción más por el dinero que por ella misma. Al contrario. El capitalismo inicial, el industrial, ése con el que se inició el saqueo del planeta, nació con un colosal señuelo: ser el máximo propulsor del progreso. Y no tuvo rival hasta la aparición del marxismo que lo desenmascaró. Pero el actual, el financiero, es venenoso: sólo goza con el goce, sólo gana si lo gana todo, de la caza sólo le interesa la captura... Y al planeta como tal lo va descomponiendo.

El culto a la personalidad los lleva a extremos grotescos e indecentes. Famosos por nada, famosos fabricados y famosos por sus mafiosas fechorías convertidas en virtudes, están en el vértice de la pirámide social al lado de los opulentos oficiales y de los desahogados que apuntalan el sistema. Y no sólo -ni mucho menos- nuestra aversión al capitalismo viene del estudio de Marx, de otros socialistas y hasta de distintos padres de la Iglesia. Viene de la conciencia social que en el capitalismo se reduce a bolsas para la pobreza. El mismo Aristóteles afirma que “beneficiar a alguien es matarlo”, según cierta expresión de su país. Ese beneficio hay que entenderlo como algo gratuito que debilita o anula. No son limosnas sino justicia lo que deseamos sus enemigos. Todo lo que toca el capitalismo lo pervierte. El hombre del sistema está corrompido desde la cuna, o desde luego antes de corromperse del todo.

Odiamos el capitalismo cuando empezamos a pensar por cuenta propia. Todos los que resuelven zafarse de la educación en sumisión, de los prejuicios adquiridos en la escuela o la universidad o en la lectura de los que lo refuerzan, llegan a parecidas conclusiones. Porque no se precisa de estímulos crematísticos si la pedagogía es sana y si la sociedad genera cuerpos y mentes sanos. La codicia y el egoísmo extremo, es decir, el vicio por el dinero y la riqueza sólo echan raíces en las almas enfermas. Si desde la cuna y luego en la escuela y luego en la universidad se excitan los valores humanos por encima de los materiales -y eso es socialismo de verdad-, el capitalismo queda en evidencia y se ve hasta qué punto es indeseable o deseable para pocos a costa de muchos…

El máximo defecto del capitalismo, aparte de los enumerados, todos ellos nefastos, es que se niega a asumir que en conjunto la sociedad puede progresar inteligentemente, sin necesidad del mercado libre ni de leyes restrictivas y punitivas promulgadas para ser burladas; que es posible prosperar con conciencia colectiva y justicia social, mucho más y más armónicamente que por ansia y por envidia: los dos motores de un sistema que cada día que pasa se manifiesta más siniestro, más destructor y más devastador.

 

Y luego tantos se preguntan por qué tantos miles de millones en el mundo preferimos el socialismo real que asienta desde la cuna el principio de igualdad. No existen sociedades puras y menos perfectas. Pero siempre seguirá habiendo grados y categorías en esto de organizar a la sociedad y al Estado. Pero las intentonas de establecer en el mundo la máxima justicia social son abortadas por las democracias capitalistas, o las acosa y persigue con todos los ejércitos y policías de las naciones que lo protegen. Maldito sea.


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