Gas y autonomía

El problema de la estructura del Estado es haber diseñado un modelo sobre recursos volátiles y no haber distribuido las competencias de forma precisa

El año que viene, cuando haya elecciones para la Gobernación de Tarija, el departamento llevará prácticamente diez años en crisis económica. Los precios del barril de petróleo, que rondaba los 100 dólares, empezaron a caer a finales de 2014 y estuvieron en retroceso hasta que en enero de 2016 marcaron un mínimo con apenas 30 dólares por barril. En los siguientes años se fueron levantando muy lentamente ya en 2018 se estabilizaron sobre los 70 dólares. Después llegó la pandemia y volvió el carrusel a la baja, pero en la salida, y a pesar de las tensiones en Oriente Medio y en Ucrania, involucrando a uno de los grandes productores mundiales como es Rusia, salvo unos meses en invierno de 2022, tampoco ha logrado superar los 100 dólares y más bien se ha vuelto a estabilizar sobre los 70.

A nivel mundial hay, aparentemente, una causa que provoca estos precios bajos: que los Estados han empezado a apostar por otras formas de energía menos contaminante, aunque también hay otra: la inmensa cantidad de gas y petróleo no convencional que se está poniendo en producción una vez “vencidos” los temores ambientales que provocaron el rechazo inicial.

A este problema de orden internacional se une el específico: los pozos bolivianos se han ido agotando, los contratos expirando, la industrialización olvidándose, y a estas alturas, apenas hay reservas que extraer ni mercados que abastecer.

El problema no sería tan grave para la administración departamental si el sistema autonómico no hubiera sido diseñado tan ridículamente para depender casi en exclusiva de esos recursos petroleros sobre los que no tenemos ningún tipo de control o si los administradores del tiempo de bonanza hubieran tenido una visión a largo plazo y se hubieran constituido los fondos necesarios para darle sostenibilidad a las iniciativas.

Eso no pasó y más bien al contrario, se apuraron en contratar obras sin pies ni cabeza e impulsar proyectos tortuosos que después no se completaron. Hace diez años que el discurso es de crisis y la solución planteada siempre es recortes y ajustes. Hoy se puede concluir que no han funcionado, porque el problema es esencialmente de ingresos, pero la solución tampoco pasa por crear nuevos impuestos o vender nuevos recursos, sino por organizar de verdad el territorio y las competencias.

La autonomía es la mejor opción para un país enorme y despoblado como el nuestro, con características tan diferentes, y desde una solidaridad nacional que nadie debería poner en duda, es necesario que se ordenen los servicios y necesidades ciudadanas para asignar las responsabilidades y financiarlas suficientemente. No se puede seguir a estas alturas decidiendo el destino de enfermeros, médicas y maestros en La Paz, pero tampoco se puede sostener una infraestructura de salud con los recursos de los “clientes”.

Pase lo que pase en agosto, Bolivia necesita repensar su estructura de arriba abajo y hacer las apuestas pertinentes y de fondo, apuestas de Estado que no se importan de otros países, apuestas que no consisten por cambiar unos reyes por otros. Entre tanto discurso apocalíptico y tanto relato mesiánico, ojalá haya un tiempo para poner sobre la mesa las necesidades reales del Estado para buscarles soluciones.


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