Lo que Bolivia aprendió de la pandemia
El sistema sanitario, el sistema de acción social y el sistema educativo quedaron expuestos ante la emergencia, pero no se han tomado medidas para corregirlos o reforzarlos
Hace cinco años por estas fechas, como recordábamos en el editorial del martes, el mundo andaba sumido en la incertidumbre por la declaración de emergencia sanitaria que después se convertiría en pánico y casi en psicosis colectiva: el virus identificado como Sars – Cov – 2 dejó de ser un coronavirus rutinario para convertirse en el promotor de la enfermedad Covid-19, que además fue mutando sumando diferentes síntomas y secuelas en función de las personas y cebándose en las personas más vulnerables.
En general el mundo reaccionó de forma egoísta, cada país tomó sus decisiones, cerró sus fronteras, acaparó todos los insumos que pudo y esperó a que pasara la tormenta en función de sus recursos disponibles. Los poderosos emitieron deuda pública y los más pobres admitieron la irreversibilidad de la muerte de algunos por el bien común. Darwinismo social del que se aplica sin corazón y que algunos pretenden mantener incluso sin emergencia de ningún tipo.
Las medidas paliativas – rebajas en algunos servicios básicos y la promesa de un mísero bono – no alcanzaban y pronto se abrió la mano para que la gente volviera a la calle
Bolivia vivía en aquellos días una situación atípica, de emergencia política de hecho. Evo Morales había huido a México en noviembre después de 14 años en el poder luego de ser intimado por policías y militares. Jeanine Áñez había sido posesionada interinamente para canalizar el retorno a la vía democrática, pero en enero había decidido lanzarse como candidata para unas elecciones inicialmente previstas para mayo, pero que la pandemia obligaría a postergar hasta septiembre primero y octubre después.
Con el gobierno interino en carrera, las principales decisiones de la emergencia se tomaron con la cabeza puesta en lo electoral. Los estrategas insistían en proyectar la imagen de una presidenta “fuerte” que enfrentaba los problemas con contundencia, y así es que decretó una cuarentena rígida con apenas media docena de casos detectados.
La realidad no tardó en imponerse a las ilusiones electorales. Las medidas paliativas – rebajas en algunos servicios básicos y la promesa de un mísero bono – no alcanzaban y pronto se abrió la mano para que la gente volviera a la calle. Los muertos se contaban por miles y aún faltaba lo peor: entre los cumpleaños VIP que sortearon las rigideces de la cuarentena y los negociados alrededor de las compras de respiradores, laboratorios y hasta vacunas, se acabó dilapidando cualquier opción política del gobierno que pretendía mostrar que tenía el asunto controlado mientras la gente elaboraba sus mascarillas y buscaba oxígeno por todo el país.
El sistema de salud quedó absolutamente desbordado, pero no es seguro que se haya aprendido demasiado de aquella emergencia: el personal de atención primaria sigue siendo escaso y, en general, los usuarios desconfían del procedimiento de derivación. Además, siguen faltando protocolos y camas de Terapia Intensiva, además de personal suficientemente capacitado.
Además de la salud, Bolivia sigue sin tener un método objetivo para medir las necesidades de cada familia, un vacío recurrente en los casi 20 años de gobierno supuestamente socialista, donde los beneficiarios se han seleccionado por sus vestimentas más que por sus patrimonios.
Y el tercer asunto que quedó en evidencia fue el de la educación. Fuimos los primeros en cortar la educación regular y los últimos en reponerla, pese a que los niños nunca fueron grupo vulnerable de la enfermedad, sino todo lo contrario. El tiempo perdido no se ha compensado, pero lo hará a través del PIB en algún momento.
Ha pasado el tiempo y nadie quiere recordar aquel momento de penurias y dificultades, sin embargo, es preciso que se tomen las medidas necesarias para que aquello no vuelva a suceder.