La pandemia y la vulnerabilidad

De la solidaridad inicial se pasó al sálvese quien pueda. El egoísmo y la acumulación se impuso y probablemente, no “salimos mejores”, pero al menos sí más conscientes

Hace cinco años la Organización Mundial de la Salud encendió las alarmas por un brote de una cepa de coronavirus, un virus relativamente habitual entre los animales pero que en su paso hacia los humanos había empezado a generar más complicaciones de las normales por su alto nivel de contagio y la virulencia de sus consecuencias, sobre todo entre personas vulnerables. El epicentro de situaba en un mercado de mariscos en la provincia china de Hubei, concretamente en su capital Wuhan, una de esas megaciudades en el corazón de China.

Después vino lo que vino, y no es justo evaluar y juzgar ahora las decisiones tomadas en aquellos meses de incertidumbre y tensión, con los números de muertos multiplicándose exponencialmente y que estuvo a punto de detener el mundo. De aquel virus bautizado como Sars – Cov – 2 que provocaba la enfermedad Covid 19 se sabía muy poco en los niveles científicos, y en general, la humanidad sabía muy poco de epidemias, pandemias y propagación de enfermedades, por lo que el pánico, ciertamente, corrió por todo lado.

Es posible que sea difícil juzgar las medidas tomadas, pero no debemos olvidarnos de narrar lo que sucedió, pues los Estados y las sociedades se pusieron a prueba, y los poderosos acabaron imponiendo su voluntad.

Los países del sur global pronto nos topamos con la realidad: la gente no podía resistir más de dos semanas en sus casas porque se requería pagar las cuentas

China optó por el cierre total de las ciudades con brotes, un desafío complejo pero que tenía caso por el propio sistema centralizado en la toma de decisiones y restricción de libertades en el país comunista, capaz de proveer de los insumos básicos a los inmovilizados. Europa le siguió el ejemplo apoyándose en su Estado del Bienestar: se cerraron servicios y se cancelaron actividades, pero la población siguió recibiendo sus salarios sin sufrir escasez, todo sustentado con impuestos y deuda pública. Mal que bien, Estados Unidos siguió el mismo camino, mientras que los países del sur global pronto nos topamos con la realidad: la gente no podía resistir más de dos semanas en sus casas porque se requería pagar las cuentas, pero, además, los sistemas de salud precarios y mayormente privados no contribuyeron en absoluto a enfrentar la pandemia.

En Bolivia, por ejemplo, se decretó una cuarentena rígida y atroz con apenas tres casos confirmados que se acabó levantando justo en el momento en el que se multiplicaban los casos. Hubo hospitales y clínicas que se negaron a atender. Hubo miles de muertos ocultos porque las familias quisieron velarlos, y aún hoy, sigue siendo un misterio en números: En 2020 murieron 26.000 personas más que las 52.000 que se registran cada año en el país en promedio; en 2021 fueron 33.000 más.

De aquella época también cabe recordar como los países poderosos se lanzaron a comprar todo: equipos médicos, mascarillas, respiradores, y finalmente, vacunas por millones, pero además muchas tras cosas que no tenían que ver con la pandemia y que provocaron severos desabastecimientos en el mundo. La avaricia fue el común denominador en un evento traumático que marcó a varias generaciones, aunque hoy todos intentemos no recordar aquello.

Hoy sabemos que el virus era poco más que una gripe, pero que a las personas más vulnerables les pasaba factura definitiva. De la solidaridad inicial se pasó al sálvese quién pueda. El egoísmo y la acumulación se impuso y probablemente, no “salimos mejores” como indicaban aquellas campañas iniciales destinadas a resistir con alegría, ni tampoco más fuertes, pero al menos salimos más conscientes de las vulnerabilidades del sistema y de las sociedades, y con algunas herramientas nuevas para conectarnos con el mundo. Ahora toca obrar en consecuencia para mejorar lo que fue mal, y utilizar para bien lo que se construyó nuevo.


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