El narcotráfico y la delincuencia
La percepción popular de la delincuencia no suele apuntar a los grandes negocios de aquellos que se aprovechan del Estado y su debilidad para “ejercer su libertad”
Hace unos días un conocido analista y asesor que jugó un papel clave en el gobierno de Jeanine Áñez escribía con sorpresa y casi indignación que la inseguridad ciudadana no es un problema para los ciudadanos bolivianos y apenas un 1,4% lo consideraba el principal problema del país, situación que contrasta con otros sondeos del estilo en países aparentemente similares como Ecuador o Perú.
El analista pasaba a describir después algunos de los grandes delitos que se cometen en el país a la vista de todos: incendios y deforestación, minería ilegal, autos chutos, corrupción policial, contrabando a mansalva, etc., aumentando su sorpresa indignada no tanto por el delito como por la escasa identificación y reacción popular a tal evento, algo que se entiende mejor si se acepta que Bolivia es un país esencialmente libertario donde quien puede “le mete nomás” y por ende, no se identifica al delincuente como tal, sino como un superviviente o, en el peor de los casos, un “vivo” aprovechando su cuarto de hora.
Ocho asesinados a sangre fría en solo dos meses, además de otros tantos en las cárceles del país, dan cuenta de que no se trata de casos aislados
Más allá de esta apreciación sociológica, el dato es sin duda relevante y sujeto de análisis desde varios puntos de vista. Por ejemplo, es esperanzador que en casi dos años de crisis económica en el país (o quizá muchos más), no se haya experimentado un incremento de la delincuencia común, ni por la vía de robos o atracos, ni por el de la violencia urbana común. Al menos no se ha registrado y no ha tenido impacto en la opinión pública.
Alguien podría tener el arrojo de considerar esta situación como un éxito del gobierno y en particular de su ministro del área y responsable de la Policía, sin embargo, más parece tener que ver con la capacidad desarrollada por el boliviano para defenderse por sí mismo y no meterse en problemas innecesarios ni esperar nada del Estado ni su policía.
Ahora, esta tendencia puede cambiar rápidamente si los hechos se siguen sucediendo a la actual velocidad: ocho asesinados a sangre fría en solo dos meses, además de otros tantos en las cárceles del país, dan cuenta de que no se trata de casos aislados, sino de grupos operando de forma organizada que probablemente no son nuevos, sino que se han hecho visibles porque algunas condiciones han cambiado.
El narcotráfico está anidado en el país, obviamente. Los cambios de parámetros de consumo en Estados Unidos han cambiado las grandes rutas del tráfico y ha abierto nuevas luchas de poder; el incremento de controles en las fronteras europeas y los cambios de protocolos en Brasil y Argentina también han contribuido a que Bolivia se vuelva un escenario para desarrollar esa guerra de bandas a gran escala, que también se reproduce a escalas menores en un tiempo en el que el valor de la vida se ha relativizado demasiado.
Seguramente una mayor reacción ciudadana ante el problema obligaría a las autoridades a tomar medidas más contundentes y convertiría el tema en un caballo de batalla electoral, pues no faltan los candidatos “modo patrón” que gustan prometer mano dura a una sociedad tradicionalmente acaudillada. Es posible que la inmensa mayoría tampoco entienda esto como un problema de inseguridad pública, sino como otra derivada necesaria de los negocios de riesgo, aún así, es tiempo de tomar medidas inteligentes para evitar que la situación se desborde y los daños colaterales nos acaben por llevar a todos al precipicio.