El agotamiento de Venezuela
La pelota está en el tejado de Maduro, que tiene bien estudiado lo que le pasó a Evo una vez que aceptó la mediación internacional de la OEA
No corren buenos tiempos para las victorias ajustadas. Y no, no es solo una cuestión de países endebles o poco institucionalizados: En España hablan del fraude de Pedro Sánchez; en Estados Unidos Donald Trump sigue sosteniendo que se manipuló el voto electrónico en su derrota de 2020; Jair Bolsonaro está inhabilitado por impulsar a los suyos a la esplanada de Brasilia en lo que perfectamente se interpretaba como un golpe de Estado híbrido luego de sembrar dudas sobre la victoria de Lula da Silva, y por supuesto se dio en Bolivia, en Chile y también en Argentina. Sembrar dudas suele ser un recurso fácil para el que goza de mejor visibilidad mediática. El objetivo siempre es hacer daño.
Lo de Venezuela no es ni novedad ni impredecible. El chavismo original, el de Hugo Chávez, llegó al poder con un discurso reivindicativo y de clase que impulsaba lo popular por sobre los privilegios de la clase alta, anidada a PDVSA, y desde entonces se impuso el manual populista con altas dosis de utopía para impulsar la movilización. Todo lo heredó Nicolás Maduro, pero lo impregnó de un victimismo insoportable que ha estirado como un chicle hasta el infinito, muy lejos de la idea primigenia y siempre en base a la confrontación y desde la idea del “mal menor”.
La ONU en vez de la OEA, gobiernos de izquierda como el de España o el de Chile y sobre todo, Brasil, están exigiendo la máxima transparencia en una repetición del conteo
Maduro lleva diez años viviendo con un discurso de supervivencia, justificando sus errores agitando amenazas poco tangibles y prometiendo tiempos mejores sin plazos, ni estrategia, ni nada. En paralelo han estallado docenas de casos de corrupción y escándalos de narcotráfico que apenas han permitido saltar de uno mientras PDVSA se convertía de nuevo en el centro de la confrontación: cuando Washington ha necesitado petróleo barato no ha habido problema para levantar sanciones y llegar a acuerdos, incluso para simular elecciones libres.
El domingo se vivieron momentos incómodos y existe un paralelismo evidente con lo que sucedió en Bolivia en 2019. Sin ir más lejos, ni en uno ni en otro país se creía que el gobierno abandonaría el poder ante un resultado adverso, lo que validaba la teoría del fraude antes incluso de que el primer ciudadano pusiera su primera papeleta en la urna.
La mecánica parece perfeccionada. En Bolivia las torpezas del Tribunal y la mala comunicación hizo que se detuviera el cómputo rápido con un resultado ajustado y se reactivara 24 horas después con una holgada diferencia a favor de Morales. En Venezuela se demoraron unas horas en empezar a contar y la primera comunicación del CNE ya dio por irreversible la victoria de Madura con un 80% de las mesas escrutadas. La oposición venezolana, como la boliviana, denuncia que no tiene todas las actas, pues como la boliviana, no pudieron colocar un testigo en cada colegio. Solo en el 30%.
La presión internacional también llega escalonada, pero persistente: la ONU en vez de la OEA, gobiernos de izquierda como el de España o el de Chile y sobre todo, Brasil, están exigiendo la máxima transparencia en una repetición del conteo de votos que puede derivar en cualquier cosa. Lo cierto es que las diferencias entre los resultados de unos y de los otros lo hacen inverosímil.
La pelota está en el tejado de Maduro, que tiene bien estudiado lo que le pasó a Evo una vez que aceptó la mediación internacional de la OEA. Cambiar de tema será difícil, pero el régimen venezolano no parece temer ni a una insurrección de las Fuerza Armadas ni a un motín policial, los dos hechos que acabaron por derrumbar el gobierno de Evo Morales.
Lo que está claro es que la victoria de Maduro es paupérrima: 51% de la votación después de haber sacado del país a casi siete millones de personas, y apenas seis millones de apoyos es demasiado poco para un régimen que quería transformarlo todo.