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Geopolítica de la cocaína

El auge de los opioides como el fentanilo en Estados Unidos está cerrando mercados a la cocaína, lo que tendrá consecuencias a nivel microeconómico en los países productores

Uno de los grandes desafíos que se ha marcado el presidente de Colombia, Gustavo Petro, en su corto mandato - pues en el país caribeño los mandatos son de cuatro años sin posibilidad de reelección - es el de propiciar un cambio de paradigma en la lucha contra las drogas a nivel internacional, es decir, cambiar el foco de la responsabilidad desde los países productores a los países consumidores.

El planteamiento no es nuevo, aunque las dotes oratorias de Petro le han dado otro lustre y tal vez una claridad mayor en los argumentos, apoyado con datos y con una mayor determinación: para Petro es un objetivo finalista, mientras que en otros planteamientos similares puestos sobre la mesa en organismos multilaterales como Naciones Unidas por otros líderes, como en este caso el expresidente Evo Morales con el tema de la hoja de coca, el objetivo parecía ser simplemente prender la luz y dejarla ahí, para poder recurrir a ella en momentos de necesidad política.

Sebastián Marset, uruguayo conectado al narcotráfico en Brasil, residente prófugo en Bolivia y acusado de asesinar a un fiscal paraguayo en Colombia es el prototipo de esta nueva lógica del narco

Petro viene señalando algunos elementos muy concretos sobre la realidad del sector y sus consecuencias en un continente que ha vivido con el estigma de la cocaína, siendo a su vez la droga más demandada en occidente. Al menos hasta ahora.

Los tiempos han cambiado en el mercado. Hace ya unos 20 años que los cárteles hiperlocales que expandieron su negocio conquistando territorios a sangre y fuego – tipo Pablo Escobar y compañía - entraron en declive en Colombia y cedieron el protagonismo a los cárteles similares de México, que además aumentaron su cartera de oferta de drogas disponibles para optimizar su sistema logístico: marihuana, opioides y drogas sintéticas se unieron a la cocaína y también se establecieron otras conexiones a lo largo y ancho del mundo.

En la actualidad el narco se ha convertido en una empresa transnacional con múltiples actores no necesariamente vinculados al territorio. Sebastián Marset, uruguayo conectado al narcotráfico en Brasil, residente prófugo en Bolivia y acusado de asesinar a un fiscal paraguayo en Colombia es el prototipo de esta nueva lógica que no solo controla territorios, sino que establece centros de distribución y se mueve a toda velocidad no tanto para eludir los controles sino para multiplicar los beneficios con la violencia como “facilitador”.

Ecuador es uno de esos ejemplos de país colonizado en los últimos años: En 2015 las autoridades incautaron 63 toneladas de droga; en 2022 fueron 180, más del doble, cifras que se disparan a partir de la desmovilización de las FARC en Colombia, que de alguna forma centralizaba la producción interna.

Petro ha puesto un acento importante en su diagnóstico actual: el auge de los opioides como el fentanilo en Estados Unidos está cerrando mercados a la cocaína y sus proveedores, obviamente, se han lanzado a la apertura de nuevos mercados en lugares remotos, lo que tendrá múltiples implicaciones sociales y económicas: violencia en el control del territorio, nuevas víctimas de las drogas si se instalan en lo local o decadencia económica en zonas productoras que no se adapten a los nuevos tiempos.

Bolivia está en medio de toda esta encrucijada tanto si aceptamos el argumento del “país de tránsito” como si consideramos que somos un país productor al alza como el resto del entorno. El ministerio de Gobierno, sin duda, tendría mucho que decir en este punto, pero hace tiempo que vivimos en una ensoñación cortoplacista que puede acabar en pesadilla.


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