La memoria de Colodro

La muerte del funcionario debe ser esclarecida con rigurosa profesionalidad y, en la misma medida, se debe transparentar la gestión del banco Fassil; ambas están íntimamente relacionadas

La muerte de Carlos Alberto Colodro el pasado sábado en el barrio Equipetrol ha dado un giro inesperado y turbio a un proceso que, de por sí, ya lo era: la quiebra del banco Fassil. Colodro se precipitó al vacío desde la planta 14 del edificio Ambassador al que había ido a trabajar en la tarde del Día de la Madre, del que disfrutó en familia, movido básicamente por las urgencias del trabajo, que evidentemente, no era un trabajo cualquiera.

Colodro asumió el 26 de abril la responsabilidad de constituirse en el interventor del Banco Fassil, cuya quiebra a aquellas alturas ya era inevitable. Los rumores de la iliquidez ya habían azotado a la entidad desde principios de año hasta que las dudas con el dólar acabaron haciendo aflorar una serie de irregularidades que afectaban a los pilares mismos del banco, y que de no tratarse con celeridad y certeza, podía afectar a todo el sistema bancario.

Cualquier lego en el oficio se podía dar cuenta de lo que suponía aquella intervención y difícilmente se le podía escapar al ojo experto de un profesional que había hecho carrera en el Banco Central, donde llegó a ser gerente general, y después en la Autoridad de Supervisión de Servicios Financieros (ASFI) donde fue gerente de operaciones antes de asumir este cargo concreto. Tenía 64 años.

Colodro había logrado lidiar con el calendario y encajar la resolución de las principales urgencias. La primera, atender a los ahorristas, que después de un mes lograron acceder a sus ahorros ya transferidos a otra entidad bancaria. La segunda, atender a los trabajadores que acabaron siendo víctimas de los desmanes de sus superiores. Para ellos se había puesto fecha ya para cobrar sus liquidaciones en esta semana. Por el camino se habían ido constituyendo soluciones en forma de fideicomisos y otros instrumentos financieros para tratar de arreglar la situación sin afectar demasiado a las arcas del Estado, que al final suelen ser las que pagan este tipo de excesos.

El éxito de una intervención de este tipo se mide, sobre todo, en la capacidad de aislar el problema y evitar un contagio masivo a otras entidades y lo cierto es que en este momento, no solo se había logrado superar el trauma de la quiebra del Fassil sino que también taponar en gran medida la vía de la desconfianza que se cernía sobre el sistema y el dólar.

Atendidas las urgencias, el siguiente paso era el de depurar responsabilidades. Auditar toda la trayectoria de las entidades involucradas, cada uno de esos movimientos y ponerlos a disposición del juez. Todos saben que esto se puede hacer de muchas maneras.

La muerte del funcionario debe ser esclarecida con rigurosa profesionalidad y, en la misma medida, se debe transparentar la gestión del banco Fassil que llevó a su fracaso. Ambas investigaciones están íntimamente relacionadas y solo la transparencia absoluta de la segunda podrá dar más pistas sobre la primera. Solo la transparencia escrupulosa podrá acabar con los rumores, especulaciones y mentiras planificadas que se arrojan sobre el caso con el único objetivo de enterrar la verdad y convertir el asunto en la enésima arma arrojadiza entre unos y otros donde cada cual cree lo que quiere.

El asunto es lo suficientemente grave como para dejar de lado los apasionamientos. El Estado de Derecho debe prevalecer.


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