Santa Anita, el humor y la libertad

El humor y la política nunca han estado reñidos, pero en estos momentos la toxicidad de las redes y sus totalitarismos lo está complicando todo: nada puede hacerse ni decirse sin tomar partido

Vivimos tiempos polarizados y frenéticos, mediatizados por el tremendismo de las redes sociales y su disposición al absoluto, al blanco o negro, al conmigo o contra mí y otras mecánicas que por lo general tienen víctimas concretas: la verdad. El pretendido homicidio al sentido del humor parece enmarcarse en estos tiempos donde reina la intolerancia y la sensibilidad está a flor de piel.

Es verdad que en Bolivia no estamos muy habituados a reírnos de nosotros mismos; que por lo general, por el trauma de la colonia, por la frustración, por una torpe competitividad, porque las bromas no son buenas o por lo que sea, las reacciones no suelen ser de lo más tolerante más allá de las apariencias.

La cuestión es que de un tiempo a esta parte, ni eso. Antes, aunque fuera por pudor, cualquiera podía aguantar una broma sana, cualquier sátira que, como bien es sabido, son risibles porque contienen buena parte de verdad, porque ese es el secreto del chiste, radiografiar una realidad con un punto de vista humorístico. Pero últimamente, solo se lleva el enojo.

Hace unos pocos días hemos asistido a una suerte de auge y caída de un humorista de los que se lo trabajan, Pablo Osorio, al que se le viralizó un chiste de Tik Tok muy mordaz sobre la atención en el Servicio de Impuestos Nacionales, en el que recordaba sus absurdos procedimientos informatizados en un país con una exagerada brecha digital y sobre todo, las excepciones que se realizan para algunos sectores, como los cocaleros, amigos del régimen.

El chiste se viralizó después de que el gerente de Impuestos le amenazara con tomar acciones legales si no retiraba el contenido que por entonces habían visto una milésima parte de los bolivianos que lo vieron después. Osorio se convirtió momentáneamente en una especie de Juana Azurduy de los críticos de régimen hasta que alguien repasó su timeline y se dio cuenta de que Osorio repartía a manos llenas tanto a unos como a otros. Por el momento lleva adelante una gira, aunque el sector más extremista de las redes sociales trata de incinerarlo en las redes… a un humorista.

Algo parecido viene pasando estos días con Albertina Sacaca, la influencer más relevante y original del país que suma en su Tik Tok seis millones de seguidores, es decir, mucho más de lo que sumamos todos los demás medios de comunicación del país juntos, y cuyo contenido básicamente es humorístico, describiendo vivencias del mundo altiplánico donde nació y creció, y donde al parecer algunos creen que debía continuar hasta morir sin salir. Desde el primer video su objetivo declarado ha sido comprarle una casita a su mamá, algo que aún no ha hecho, y sí, sus videos han ido subiendo de calidad, hasta los niveles profesionales que exhibe ahora. Es un éxito sin parangón de alcance mundial, pero a alguno le ha parecido excesivo que quiera cobrar mil dólares por una cápsula publicitaria en sus redes sin parar a pensar cuanto costaría eso, por ejemplo, en CNN. De repente, el éxito de Albertina se ha convertido en una suerte de causa política entre los que la defienden y la atacan y donde el hedor racista supura por todos lados.

El humor y la política nunca han estado reñidos, pero en estos momentos la toxicidad de las redes y sus totalitarismos lo está complicando todo. Reírse es lo más sano que hay y no es fácil vivir, informar y expresarse en un mundo en el que los inquisidores se esconden detrás del anonimato de las redes y la intrascendencia de sus perfiles.

¿Y a qué viene todo esto hoy? Pues a que hoy es Santa Anita y en Tarija se ha vuelto tradición, como en Alasitas, convertir los diarios en terreno humorístico del de verdad. Lo hacemos de corazón con el único afán de reír y pasar un buen rato, y si alguien se ofende ya sabe, puede acudir a las redes a vociferar, que siempre habrá alguien que le siga la corriente.


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