Todos a elecciones

La polarización como estrategia electoral de muchos candidatos está llevando la política hacia unos límites de intolerancia que amenaza la convivencia política, y que además, viene a justificar acciones de anulación nada democráticos

Después de unos accidentados meses de chicanas jurídicas, amenazas, susceptibilidades y riesgos serios de desestabilización, el asunto de la cancelación de la personería jurídica del Movimiento Al Socialismo (MAS) ha quedado postergado hasta después de la fecha electoral, el 18 de octubre, lo que en sí supone un despropósito legal y también un riesgo, pues la voluntad popular puede ser, una vez más, vulnerada a través de los Tribunales, como pasara con el resultado del referéndum de 2016.

La cuestión es que el Tribunal Supremo Electoral (TSE) ya había resuelto hace meses patear el balón de la polémica hacia el Tribunal Constitucional, dueño y señor de los tiempos. La resolución, en cualquier caso, incluía precedentes no solo de Luis Arce y sus torpes comentarios en un programa televisivo de baja audiencia, sino también de otros partidos que difundieron encuestas en soportes fijos, como las redes sociales. El mensaje era claro: café para todos.

El aplazamiento del TCP no puede ser una especie de “as en la manga” por si a alguien no le gustan los resultados. Toca cuidar el voto más que nunca

La misma resolución del TSE advertía sobre la proporcionalidad de la pena respecto al delito electoral cometido: los dichos de un candidato podían anular la personería jurídica de un partido que, por lo bajo según las encuestas, tiene un 40% de intención de voto.

La Ley, evidentemente, es para todos, pero la Ley debe ser justa. El argumento sirve también para aquel antecedente pergeñado por Juan Ramón Quintana en su afán de triunfar en el Beni y que acabó anulando toda la plancha de los Demócratas de Ernesto Suárez, con una excepción: aquello fue una conferencia de prensa con tablas y ficha técnica y no una serie de comentarios y estimaciones.

La decisión no enfrenta el problema de la legislación, pero al menos elimina un más que seguro conflicto preelectoral que hubiera puesto en dificultades la propia realización de los comicios. Esto abre el debate sobre la subordinación a la violencia, pero también sobre la residencia del poder en el pueblo.

El 18 de octubre Bolivia tiene una cita ineludible con la democracia, y que ni la peor pandemia del siglo iba a poder detener sin que mediara el torticero manejo de datos y decretos sobre el Covid. Ese día, las elecciones deben ser impolutas, una tarea compleja para el Tribunal Supremo Electoral, que debe ser acompañada por toda la ciudadanía. Evitar que los ciudadanos opten por una opción u otra solo lograría convertir en ilegítimo cualquier resultado – ejemplo Venezuela 2018 – y agravar una crisis política que está afectando a los pilares esenciales del Estado más allá de la coyuntura del Covid-19.

La polarización como estrategia electoral de muchos candidatos, y de muchos estrategas, está llevando la política hacia unos límites de intolerancia que amenaza la convivencia política, y que además, viene a justificar acciones de anulación que no tienen nada que ver con un planteamiento democrático de la competencia. El Latinobarómetro hace tiempo que viene relegando la democracia como valor supremo; el último informe de IDEA también detecta un 12% de bolivianos dispuestos a sacrificar la democracia. El aplazamiento del TCP sobre la resolución de fondo no puede ser una especie de “as en la manga” por si a alguien no le gustan los resultados. Toca cuidar el voto más que nunca.


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