Los espejos de Marta

Dos días después de la ruptura definitiva con su novio, tras un prolongadísimo romance platónico, de más de doce años, Marta se miró en el espejo y sólo vio su propia belleza rodeada de un entorno difuso, casi inexistente. El dolor no se reflejaba. Sus cabellos lacios, oscuros, caían con...

Dos días después de la ruptura definitiva con su novio, tras un prolongadísimo romance platónico, de más de doce años, Marta se miró en el espejo y sólo vio su propia belleza rodeada de un entorno difuso, casi inexistente. El dolor no se reflejaba. Sus cabellos lacios, oscuros, caían con elegancia.

Giró su cabeza en busca de algo, sin saber qué, pues había imaginado que una sombra fría se acercaba para abrazarla. No había nadie, nada se movía, sólo silencio y la luz encendida del baño. El calor aumentaba y una ligera sudoración apareció sobre su rostro tan suave.

Repitió la mirada y se renovó la visión de un medio cuerpo.  Se notó hermosa, bien proporcionada, con buen porte, pechos armoniosos, cuello distinguido. Pudo contemplar los contornos que afirmaban su presencia atractiva.

Quiso sonreír y no pudo. Quiso ver más allá y tampoco lo logró ya que un desasosiego, con movimientos inseguros, caminaba muy cerca del corazón memorioso y la futura sonrisa se transformó en una única lágrima. Cerró la puerta y apagó la luz antes de caer, sin fuerzas, sobre la cama en donde, unos minutos antes, había llorado.

Hacía veintisiete años que respiraba, que vivía y ya dos días que le costaba ser. La confusión, tras el adiós de su amor, no la abandonaba. Todo se negaba a existir, nada le interesaba.

Sola, alejada de su familia, muy descompuesta y desolada fue a una consulta médica y con pastillas en los bolsillos regresó a la cama, regresó al espejo. La hermosura externa permanecía intacta. Marta murmuró entre dientes: “Sólo hermosa por fuera”.

Internada en el principal hospital de la ciudad, los profesionales estudiaban con ahínco y sorpresa tal enfermedad ausente de manifestaciones en la piel de ese cuerpo tan apuesto. La preciosidad visible se mantenía.

Un día, ya casi agonizante, pero bonita como siempre, balbuceó sin energía: “Hernán”. Un médico le preguntó quién era y con esfuerzo dijo: “mi amor”.

Lo buscaron: estaba de viaje, regresaría en unos pocos días más. Llegó él. Se miraron. Él la abrazó y ella, sin fuerzas, apenas sonrió al ver que en uno de los espejos se reflejaba su corazón vacío. También notó que su delicado rostro, se afeaba, que sus cabellos se ensortijaban y que en sus ojos amanecía la muerte.

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