En los párpados del alba
Tarija



Siempre se percibe una impresión de serena belleza en el contorno ciudadano y en la vida de los hombres de Tarija.
Techos de líneas torcidas por el tiempo y de rojas tejas coloniales desvaídas por muchos soles y aguaceros. La verde pujanza de las añosas palmeras con senos de rojos dátiles y de los naranjos parloteadores de trinos que emergen de sus plazas y de los frescos patios andaluces. Las torres de sus viejas iglesias dibujando su perfil en el diáfano telón azul del cielo. Las lejanas cordilleras hundiéndose difuminadas por todos los confines de la hoya valluna, mostrando por el poniente diminutas estelas de polvo levantadas por los vehículos en la cuesta de Sama y perdiendo hacia el sudeste la altiva prestancia de las alturas imponentes y yertas. suavizando su lomo hirsuto.
Sus calles angostas, enmarcadas en el centro por viejos caserones señoriales y en los extremos por las huertas fecundas que se van transformando lentamente en domicilios residenciales sus viejas paredes de adobe, sus, jardines y soleadas plazas, su amplia avenida ribereña y todos sus lugares públicos, mostrando todavía el grato oficio de la vida de sus gentes compartida a plenitud.
El bullicio y tipicidad de su mercado hacinado y democrático. Los barrios tradicionales de Las Panosas, El Molino, San Roque y La Pampa con sus añejas y admirables peculiaridades, sus personajes populares, sus cuentos, sus leyendas, sus costumbres, su música. Los nuevos barrios que vitalizan el anillo urbano con el sacrificado y tesonero esfuerzo de sus moradores.
Los policromos rosales de los jardines familiares. Las amancayas y las albahacas aprisionadas en los tiestos y liberadas en su aroma prendido en el ambiente. Los durazneros descolgando sus ramas repletas sobre los ventrudos muros tapialeros. La callecita torcida del molino trepando hasta la capilla de San Juan y hasta el Cristo que se yergue desde el mirador de La Loma contemplando con bondad a su pueblo bueno.
Toda esa su presencia rezuma y se sedimenta en el alma de su pueblo que laboriosamente amasa las urgencias de su olvidado destino, en el canto de sus poetas trascendentes que yace perdido en las amarillas hojas de ediciones agotadas, en el dejo tranquilo y sin urgencias de su castellano colectivo, en el rumor apagado de su vida serena y en el apegamiento de sus gentes a los valores más vitales y más simples que deben enmarcar a la actitud humana.
Y así prosigue el tiempo de su vida buena caminando a la ventura, sobre un dolor de siglos, cantando siempre el viejo canto de la Patria y buscando mansa y tercamente hacer más densos los débiles lazos de la urdimbre nacional.
Carlos Ávila Claure, abogado, es docente de la Universidad de Tarija.