La Leyenda del Jucumari
Era un lejano y apartado pueblo del Chaco, suelo apacible y de gente buena, habitado por indígenas guaraníes, labriegos, personas voluntariosas, cuando se trataba de una obra comunal todos cooperaban, se ayudan los unos a los otros, aún más, en casos de desastre o cuando un nuevo miembro de la comunidad se independizaba en matrimonio, le cooperaban a la pareja a fin de construirle su casa o el pozo de agua, incluso, le proporcionaban semilla o algún ganado para que inicie su nueva vida.
La tierra era de libre disponibilidad y el monte era tan extenso que el hombre solo era parte de la naturaleza. Estaban lejos de la maravillosa modernidad y desarrollo; estaban a miles de kilómetros de la civilización. Las señoras, además de los quehaceres de casa, tenían horas y días para desplazarse hasta el río a fin de lavar la ropa y, con ayuda de los niños y jóvenes, transportaban agua fresca para el día. Era una rutina inalterable de varias generaciones.
Cierto día, mientras lavaban sus ropas y los jóvenes se bañaban, fueron interrumpidos bruscamente por un monstruo mitad humano y mitad bestia, gruñía amenazante, su enorme estatura cubierta de pelos, dejaba ver sus ojos ardientes de furia y espanto, expresados en sus blancos dientes que se blandían como lanzas en asecho. Antes muchos hablaban de él, algunos como un oso, otros como un mono, se lo relacionaba con el demonio, como algo jamás visto. Ahora lo veían tal cual era.
¡El Jukumari..! El Jukumari… Se escuchó decir y el resto de las señoras, repetían de igual manera, mientras corrían a fin de protegerse. Era una persecución de vida o muerte.
En esa estampida, el tiempo y la distancia eran trampas mortales, se sumaba la pedregosa, la amplia playa y el enorme talud. Ahí, a lo lejos estaba el precario camino y la selva como cárcel. La huida era dificultosa y complicada. En este desorden de gritos y carrera; una de las jóvenes, Ivica fue atrapada, la sujetaron esas grandes manos y poderosos músculos, su joven hermano trató de forcejear por recuperarla, pero el Jukumari con un movimiento de rodilla lo dejo fuera de disputa. La gente llegó al pueblo, la alarma cundió y los hombres se organizaron para la búsqueda y rescate de la joven Ivica; armados de herramientas de labranza, hondas, flechas y palos, se dieron a la tarea de perseguir al Jukumari. Muy entrada la noche, retornaron sin resultado alguno. Al día siguiente, al despuntar el alba, nuevamente salieron mejor organizados, se formaron brigadas que se distribuyeron a fin de hacer un barrido de la selva. En días posteriores, repitieron la búsqueda hasta llegar a la montaña, Pero las alturas se hacían inaccesibles. Finalmente, se dio fin a la tarea de búsqueda, temían que Ivica haya sido devorada por la bestia.
El Yucumari, diestro en su propio medio, se desplazó por la selva y sobre los árboles, su habitual manera incursionar en las poblaciones y rancheritos. Su morada era una gran cueva en la montaña, Ivica, impactada por el suceso había perdido el conocimiento. Una vez dentro de aquel laberinto, pudo recuperarse y tomar conciencia y comprender lo difícil de su situación. En su aflicción, veía a la bestia como a su posible asesino, temía ser agredida y convertirla en alimento, puesto que en los alrededores podía observarse huesos y un vestigio lecho para dormir. Sin embargo, el Jukumari se mantuvo vigilante por el resto del día y la noche cansada, llorosa, presa del agotamiento y el hambre, buscó como lecho aquel sitio y se durmió profundamente. Al día siguiente, abrió lentamente los ojos y lo primero que vio fue al Jukumari que depositaba fruto silvestres, conocidos por ella, eran comestibles, era claro que los traía para ella. El Jucumari caminó pesadamente hacia la entrada de la cueva, volvió su mirada hacia adentro, dio otros pasos más y la puerta se cerró. Los escasos hilos de luz del sol que se filtraban, le permitieron correr hacia allí; era una enorme roca que hacía de puerta, bloqueaba el único acceso. Sus intentos por fisgoneará hacia fuera, fueron vanos ante la incomodidad y altura. Retornó a su eventual lecho, lloró, lloró desconsoladamente, con la esperanza de que en cualquier momento llegarían a rescatarla.
En horas de la tarde, probó algunos frutos con los que calmó el hambre, acostumbrada a la penumbra, pudo percibir una pequeña corriente de agua que corría y salía hacia el exterior, con ayuda de sus manos, puedo saciar la sed. El llanto, era inevitable, pensaba en sus padres, hermanos y temía por su propia vida. Recostada en su precario lecho de cuero y hojas, cerró los ojos cuando sintió movimientos y ruidos fuera de la cueva; era el jukumari, hizo a un lado la gran piedra, ingreso y volvió a colocarla en su sitio.
El Jucumari caminó hacia ella, la contemplo por un instante y luego se retiró hasta su lugar habitual; se alimentó y se durmió. Mientras Ivica, de reojo lo había observado todo. Sollozando se durmió también.
Al siguiente día, fue despertada por el ruido de la roca que hacía de puerta de la cueva; el Jukumari, salió, se estiró, emitió un largo y agudo bostezo, volvió entrar, acercó frutos frescos hacia ella en señal de invitación a comer. Estaba paralizada de pies a cabeza, sin embargo, estudiaba las actitudes del animal, quien se paseó por la caverna, como revisando que todo esté en orden. Se dirigió hacia la boca de la cueva, volvió a estirarse con los brazos en alto, bostezó agudamente, empujó la roca hasta cubrir la entrada. El silencio indicaba que se había marchado. La muchacha, de inmediato corrió hacia ese lugar, pero fueron nuevamente vanos sus intentos por mover la roca o poder treparla para observar hacia el exterior.
De mala gana, tomó los frutos y los fue consumiendo, mientras lloraba de impotencia, sus gritos de auxilio se perdían en la nada. Esa noche y madrugada fue igual, la rutina se repetía, Ivica le perdió el miedo, podía intuir que el peligro de muerte había pasado. Se consideraba una mascota del Jukumari. Podía caminar, comer, beber agua en su presencia, bajo la inquisidora mirada del animal.
Pasaron los días y los meses, la bestia no pronunciaba palabra, a veces sus gruñidos le causaban temor. Al retornar de sus incursiones, más de las veces llegaba con una olla, otras con una batea, cucharas, cuchillos, de tal manera, pudo contar con platos, vasos y otros enseres procedentes de algunas casas de la comarca.
Un buen día, Ivica le habló, le hizo entender que deseaba salir, tomar sol, que no huiría, incluso, suavemente le tomó de la mano; el instinto de ternura, llegó a la docilidad; la Bestia no se pudo resistir ante la caricia de la muchacha. El buen trato que optó, fue la llave de su tranquilidad, en muchas ocasiones accedió a su pedido, pero siempre bajo su atenta supervisión. Cuando la veía llorosa, llegó a acariciarla, la mimaba.
Durante el invierno, Ivica tuvo que recostarse a su lado a fin de soportar el frío, despertaba abrazada del Jukumari o por el peso de su brazo, de sus extremidades que la asfixiaban. Pero sus esperanzas de huir o de ser rescatada no estaban ajenas a sus planes.
Al llegar la primavera, le llegaba junto a los frutos, flores silvestres de alago y, cuando arreciaba el nuevo verano, sintió un extraño movimiento en su vientre, luego supo que estaba embarazada.
El tiempo pasó y llegó el nacimiento del niño, aquel fruto de sus entrañas, era más humano que bestia, su cuerpo estaba cubierto de vellos. Fue una época en la que el Jukumari, demostró su instinto paternal, ternura y mayor esmero en sus atenciones a su familia; les procuraba alimentos diversos, por cuya razón jamás pasaron hambre ni ella ni su pequeño hijo. Pero su deseo de huir, de volver junto a los suyos no se borraba de su mente, aunque se desanimaba pensando en su eterno cautiverio. Su llanto era frecuente. El pequeño Jucky, nombre que decidió llamar a su hijo, a medida que pasaba en tiempo, el niño crecía rápidamente, se podía apreciar sus ágiles movimientos y destrezas, aprendió a hablar de la lengua de su madre, era su compañero y su confidente, pero también podía entender el lenguaje de su padre, lo que le permitía a Ivica comunicarse con el Jukumari. Solicitudes de Ivica que eran cumplidas en la medida que le era posible.
En este trance, Jucky era su consuelo y dedicación, a cambio recibía cariño de su pequeño hijo, quien se preocupaba por los sollozos de su madre. A cierta edad, comenzó a contarle la historia de su secuestro. Cierta vez, conmovido, prometió que un día la liberaría y la acompañarla hasta el seno de su familia. En la rutina diaria del Jucumari, conocida por ambos, mientras duraba su ausencia, Jucki probaba su fuerza al tratar de mover la piedra de la entrada; con los años, finalmente pudo moverla, lo que festejaron madre e hijo. Un día, mientras la madre observaba, con alguna dificultad, Jucky pudo deslizarla a un costado, lo ue les permitió salir, tomar sol y contemplar el horizonte desde aquellas alturas. Tuvieron que pasar los días y los meses, hasta que Jucky con suma facilidad podía mover la roca que franqueaba la entrada. Mientras que Ivica, estaba consciente que su hijo debía estar preparado para el descenso y el trajín que significaba la huida, cuyos detalles compartía con Jucky, quien también se entrenaba con ejercicios de montaña y selva.
De acuerdo a los planificado, llegó el día del gran escape, acopiaron alimentos, agua para el trayecto; inmediatamente que el Jucumari salió, se alistaron de la mejor manera y emprendieron la fuga, el descenso fue dificultoso; luego la espesa selva, llena de obstáculos, les impedía avanzar con rapidez, mientras las horas pasaban, preocupado, Jucky desde lo alto de los árboles buscaba el mejor trayecto y observaba el camino recorrido. Por trechos, tomaba su madre en sus brazos y transportaba salvando asi barrancos y riachuelos. El nerviosismo se apoderaba de ambos, puesto que en breve el Jukumari retornaría la cueva; lo que significaría una peligrosa persecución. Tal fue, en las proximidades de la población, sintieron los potentes y amenazadores rugidos del Jucumari, pero las fuerzas de Ivica ya no le respondían, por lo que Jucky la sostenía en sus poderosos brazos. Finalmente, ambos pudieron ver al Jukumari cómo se plantaba frente a ellos, Jucky en su lenguaje le pidió que los deje continuar, su madre necesitaba incorporarse a los suyos. El Jukumari, como macho que era, sentía la obligación de defender lo suyo y su territorio, lo que no dejaba otra opción que el combate. La batalla entre ambos fue brutal, eran colosos en disputa por la supremacía, ley natural de la selva y del reino animal. Al caer la noche; los pobladores anoticiados, observaban el combate de dos titanes; hasta que finalmente el Jukumari, vencido se retiró en medio de la algarabía. La joven madre, Ivica y su hijo, Ingresaron al rancherío y se abrazaron con sus seres queridos. Tiempo después, la joven madre junto a su hijo emigraron sin rumbo conocido.
FIN
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(*) René Aguilera Fierro, Presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Tarija (Bolivia), Secretario General de la Unión Latinoamericana de Escritores (Sede México); autor de veinte obras literarias, promotor y conductor radial de Programas culturales, catedrático universitario, Decano, Ingeniero Forestal, Consultor Ambiental y Periodista profesional; Presidente del Consejo Departamental de Culturas de Tarija. Maestro de las Artes (Ministerio de Educación, 2015); Embajador de Paz (Francia y Suiza); Colabora con varios periódicos y revistas del país y exterior. Organizador de los célebres Coloquios Literarios y los afamados “Encuentros Internacionales de Escritores”. EMAIL: [email protected]