Del Libro ” Cuentos para un ave
PREMONICIÓN Federico Camponovo se despertó aquella madrugada del seis de septiembre, con la certeza que su muerte llegaría ese día. En su sueño se vio a si mismo con un traje de lino blanco acostado sobre veinte pétalos de rosa. Una paz llenaba el ambiente mientras una mujer permanecía a...



PREMONICIÓN
Federico Camponovo se despertó aquella madrugada del seis de septiembre, con la certeza que su muerte llegaría ese día.
En su sueño se vio a si mismo con un traje de lino blanco acostado sobre veinte pétalos de rosa. Una paz llenaba el ambiente mientras una mujer permanecía a su lado. Su rostro se había perdido en su memoria, sólo recordaba que sus ojos lo miraban con tristeza y amor. Al despertar, supuso inmediatamente que era un ángel que lo acompañaría en sus últimos momentos. Agradeció a Dios por permitirle avisarle el momento de su partida y se dispuso a preparar la llegada de la muerte.
Se quitó toda la barba dispareja y se colocó gel para el cabello. Eligió su mejor traje, lo plancho con el cuidado que su madre le enseñó y se dirigió directamente a la terminal de buses Federico decidió que si iba a morir, lo haría en las orillas do la laguna de su pueblo, lugar donde alguna vez conoció el amor y el dolor que este puede producir. En el preciso momento cuando se disponía subir a su último bus, vio una rosa en el suelo. Se agachó a recogerla y como si el destino hubiera coordinado movimientos, junto a él se agachó también una mujer. Se miraron a los ojos y él reconoció la mirada de sus sueños.
Veinte años después, en su lecho de muerte, Federico Camponovo sujetó la mano de su esposa, mientras ella lo miraba con todo el amor de una vida y en medio de sus frágiles suspiros murmuró - Mi ángel. Y se entregó a su final sabiendo que ya lo había retrasado lo suficiente.
BING BANG
Cuando despertó, sintió que ella lo abrazó con tanta fuerza que sus latidos se fueron sincronizando segundo a segundo y su destino se dibujó como se dibuja su sonrisa cada mañana, junto al café y el pan negro. En sus venas empezaron a correr las mismas alegrías y en sus lágrimas se reflejaron las mismas tristezas. Sujetó su mano con la delicada fuerza del amor y la miró con los ojos de un bebé que ve por primera vez a su madre y se sintió flotar en el universo, con la seguridad de que siempre habría una cuerda invisible entre su corazón y el suyo.
ESTRATEGIAS PARA ABRIGAR UN CORAZÓN
Si usted, querido lector, a pesar de las altas temperaturas de la región en la que vive, siente que un estremecimiento helado recorre su cuerpo interiormente y lo hace tiritar como si estuviera en algún lugar de la Antártida, no desespere, no se trata de ningún resfrío, enfermedad rara tropical ni mucho menos psicosomática, este padecimiento no se arregla con abrigos, bufandas de lana, ni mucho menos con polainas de abuelo.
Usted primero, antes de poder resolver este extraño problema, deberá entender la situación en la que nos encontramos en este preciso momento. A pesar de la globalización que nos permite estar al tanto de las injusticias del mundo, los hombres y mujeres han resumido sus cualidades humanitarias a una simple “like” y compartir en redes sociales y hay algunos mucho más osados que utilizan el “Hashtag”
Como arma a favor de un mundo mejor, creyendo así que demostrar preocupación puede solucionar una realidad que se oculta detrás de una pantalla pero al llegar el momento, nosotros, los seres humanes preferimos hacer la vista gorda .a los problema del mundo, este mundo que nos ha dado ya bastantes problemas personales como para ver el de los demás, salvo aquellos problemas que se vuelven digitalmente virales, claro está.
No le ha pasado a usted, estimado lector que al caminar por una céntrica calle de la ciudad o detener su vehículo en algún semáforo, al sentir a alguien con la mano extendida acercarse a su persona, inmediatamente por acto reflejo, sube la ventanilla y sitúa su mirada al frente, como entrando en un trance de despreocupación y así, habiéndose alejado siguiendo su camino, una brisa helada estremece su pecho tanto que le hace cerrar los ojos y apretar sus dientes, si usted ha sentido esto, ha caído dentro de lo que muchos investigadores del alma humana denominan “Síndrome del corazón frió”. Pero tranquilo, no deje de leer esto y corra a la farmacia, por suerte su cura es mucho menos complicada de lo que parece. Solo debemos abrigar nuestro corazón. Si, aunque suene incoherente, es la única forma de solucionar este mal. Pero ojo que no se refiere a abrir el pecho quirúrgicamente y llenarlo de frazadas, como lo hizo un entusiasmado Carlos Pérez de Saratuga, Borneo (QEPD), es mucho menos peligroso que eso. Para llegar a una cura definitiva deberá realizar inmediatamente los procedimientos diarios e individuales que le comentaremos a continuación:
Al despertar, salude al sol y agradezca a la madre tierra y a su Dios de preferencia por un día más en este planeta. Esto es muy importante debido a que necesitamos estar vivos para realizar los siguientes pasos.
Una de las ideas en común en todas las religiones de la historia es el amor. El amor es capaz de sanar todo y es por esta razón, que es el ingrediente principal de la medicina que necesitamos para nuestro malestar. Pero no confundir con un amar romántico, el amor es mucho más amplio que eso. Es preocupación y humanidad hacia nuestros semejantes.
De camino a su trabajo, salude con una sonrisa a cuanta persona vea, podrá notar que su sonrisa es contagiosa e inmediatamente produce un feedback de bienestar entre usted y el destinatario. Si puede, acompañe su caminar con una canción, la música ayuda a la correcta mezcla de ingredientes. Deténgase un momento y observe su entorno, observará que detrás de los autos y de las personas corriendo hacia sus destinos, existen personas necesitadas pidiendo limosna, acérquese a ellos, meta su mano en el bolsillo y entréguele esa moneda que usa para su cigarro o chicle diario, ellos se lo agradecerán más que la doñita de la tienda del barrio. Preocúpese por esa realidad y piense en estrategias para resolver esas problemáticas sociales. Con ésta combinación de amor y preocupación por el prójimo, podrá notar que la cura se elaborará casi mágicamente y se inyectará a su corazón mediante sonrisas y agradecimientos de las personas que ha ayudado de alguna u otra manera, dando así calor a ese órgano congelado.
Espero que hayamos podido ayudar a solucionar su condición, ya nada extraña en el mundo en que vivimos. Recuerde que el primer paso es aceptarla y seguir con este tratamiento toda la vida. Si la realiza correctamente su corazón dejará de vivir en la Antártida y pasará a vivir cómodamente en la playa tropical de su preferencia.
¡DUERMA BIEN, MI GENERAL!
Gilberto Carrasco abre los ojos y se encuentra de nuevo en la calle de su infancia, aquella donde jugaba a las canicas, organizaba partidos de fútbol y alguna u otra pelea entre compañeros de salón. La calle sigue igual que en sus recuerdos, la única diferencia es que las paredes de las casas ya no son blancas y lisas, se han convertido en muros semidestruidos, teñidos con una mezcla de graffiti, pegamento para afiches y manchas de sangre, las cuales emanan en borbotones de los huecos producidos por balas de grueso calibre. Esos hilos sangrientos, se conectan como un puente construido involuntariamente a los cuerpos tirados de estudiantes universitarios, quienes junto con una que otra llanta ardiendo, van adornando un escenario apocalíptico ante sus ojos. De pronto, Gilberto escucha un grito que lo saca de su visión bélica. - ¡Ahí hay uno! Localiza el origen de la voz y mira corriendo hacia él, tres soldados componiendo un ritmo de muerte con sus botas. El solo corre, alejándose de ellos como ciervo ante sus cazadores. Una que otra vez, en medio de la desesperación de la huida, tuerce el cuello tanto como puede, rogando que en cada intento vea a sus perseguidores desapareciendo. Dobla la esquina, esa esquina donde robó su primer beso y recibió también su primera cachetada de rechazo. Esa esquina donde exclamaba ideas de revolución para la realización de una utopía. Dobla esa esquina donde su madre se despedía de él con un abrazo y un padre nuestro antes de comenzar su nueva vida.
Gilberto pasa la esquina llena de recuerdos y mira por última vez hacia atrás, los soldados han desaparecido. Al momento de volver su rostro hacia el frente, él y sus recuerdos se desvanecen al chocar sorpresivamente contra un hombre. Gilberto cae al suelo, mira a su muro humano y trata de reconocer a aquella figura. El contra luz producido por el sol, ha convertido a aquel hombre en una sombra siniestra.
-¿No me reconoces? Le susurra la figura. Gilberto niega con los ojos lo que no entiende.
La sombra vuelve a hablar con un tono de decepción - Te he acompañado toda la vida, en todos tus actos, en todos tus anhelos y ahora me desconoces. Antes de que él pueda contestar, siente las manos de los soldados que lo arrastran. Trata de soltarse pero es inútil, lo único que puede hacer es ver cómo aquel hombre desconocido para él, se va haciendo cada vez más pequeño, mientras lo arrastran a la oscuridad. Gilberto deja de poner resistencia y cierra los ojos tratando de escapar a su realidad.
Cuando los vuelve a abrir, la calle se ha convertido en un estadio de luces apagadas, oscuro, solo con las estrellas alumbrando el césped. Ese es el mismo estadio, que él frecuentaba, cuando era joven y la vida solo era fútbol y amigos. El lugar donde se gritaba por pasión, ahora solo es un recinto macabro.
No está solo, cientos de jóvenes sentados, mirándolo a él, sólo a él, como si fuera el único en el lugar. Entre ellos, lo ve de nuevo, es la misma figura de la calle de su infancia, ahora lo ve un poco mejor, distingue un uniforme militar, pero aún no lo reconoce. Hay algo en él, que le es muy familiar, pero aun así, tan distante como su mismo pasado. - ¿Quién eres? Gilberto pregunta a aquella silueta extraña - Tú me conoces. Le responde el hombre. Gilberto se aproxima a él para observarlo mejor y tratar de reconocerlo, pero algo lo detiene. Un grito se oye escondido en la multitud, seguido por un llanto de desesperación. Es claramente una mujer. La figura, la sombra con uniforme militar apunta a un lugar. Gilberto se acerca y la busca entre las miradas de la gente, llega donde ella y la reconoce, es Julia, su esposa, la abraza, la besa, pero ella no reacciona, solo llora y apunta a unos militares con un bebe en brazos, él grita, y corre hacia ellos, como si fuera su hijo el robado de los brazos de su madre. Un culatazo fulminante lo desmaya antes de llegar a su objetivo. Reacciona al golpe. El estadio ha desaparecido, ahora se encuentra sentado en una silla, amarrado, desnudo. El hombre misterioso con uniforme militar lo mira desde una esquina de aquella habitación. Gilberto ha estado ahí antes, vagamente lo recuerda, el color de la pared, un azul frió descascarado, recuerda hasta la misma silla, pero dentro de su recuerdo, en aquella silla, el que está sentado no es él.
- ¿Todavía no me reconoces, Gilberto? Pregunta el militar mientras camina hacia él. Gilberto no puede mirar su rostro, quiere reconocerlo, pero no puede. El sonido de sus botas aumenta como si él lo provocase intencionalmente mientras camina en círculos alrededor de la silla. - ¿Por qué me hacen esto? Pregunta Gilberto mientras el hombre se coloca detrás de él y presiona fuertemente sus hombros - Es graciosa la vida. Un día te encuentras en lo más alto del reino animal y al minuto siguiente, solo eres una rata asustada en un laberinto de cemento. Gilberto responde tratando de soportar el dolor que le produce las manos del extraño hombre en sus hombros. - Yo no me merezco esto. Todo lo que hice, no fue por mí, fue por la patria, fue por mi gente, por nuestros ideales
- ¿Pero a qué precio, Gilberto?
- A lo más alto, hice todo lo que fuera posible para que mi sueño se vuelva real.
- ¿Silenciar voces? La pregunta retumba su oído. Gilberto puede sentir un olor a putrefacción saliendo de la boca de su acompañante -¿Ocultar verdades? El hombre se acerca cada vez más a su rostro -Fue necesario. Le responde escapando de ese olor que se introduce poco a poco en sus fosas nasales - ¿Quién eres tú? Tienes uniforme de oficial. Te ordeno que me dejes hablar con tu superior. Este es un error - No hay errores en la vida. Todo es acción y reacción. Le responde aquel soldado desconocido mientras dos de sus compañeros entran y desatan a Gilberto.
Los soldados lo conducen a empujones a un baño destruido. Le quitan la ropa y una manguera se encarga de lavar la suciedad y la sangre mezclada en su rostro. El agua helada apenas deja que Gilberto respire. Grita, maldice, llora, ya nada importa, dentro de sí.
Colocan su cuerpo desnudo en una celda, se acomoda en posición fetal en una esquina. Cientos de ojos lo miran. Personas desnudas como él, le hacen compañía en la oscuridad. A las horas, soldados entran a la celda grupal y sacan a un joven. Se escucha un disparo, inmediatamente realizan la misma operación. Un joven, un disparo. A los minutos la habitación se hace más grande. Quedan pocas personas. Gilberto espera solo el momento en que sea su cuerpo, el protagonista del disparo. Solo quedan dos. Un joven en la esquina opuesta de la habitación y él. El disparo se escucha, los soldados entran a la celda y levantan del brazo a su última compañía. Lo reconoce, es su hijo, Fabián. Gilberto se levanta con las fuerzas que le quedan y corre hacia él, no dejará que se lo lleven. Es su único hijo, un hijo rebelde quizás, un hijo que nunca estuvo en sus planes. Un hijo que siempre fue la segunda opción de la agenda del día. Tenían diferencias. Fabián amaba su libertad sobre todo. Gilberto no creía en una libertad absoluta. Esa no es razón para matarlo. Gilberto trata de arrancar a su hijo de los brazos de la muerte, - Espera tu turno. Le dice el soldado luego de empujarlo hacia el piso. Gilberto se queda mirando a su hijo. No puede hacer nada. Sus ojos se despiden con un hasta pronto en la eternidad. Un disparo retumba en el lugar.
Solo le queda esperar su destino. Esta amaneciendo. Un haz de luz entra por un pequeño hueco de la venta tapiada. Ese pequeño regalo de luz es suficiente para ver la pared cubierta por palabras unidas entre sí, palabras formando frases y estas frases, verdades. Verdades escritas con cinceles sobre el cemento y la piedra. Símbolos que no podrán ser borrados sin antes destruir el lugar. Los tatuajes de una realidad oculta. Cada frase que Gilberto lee hace una herida en su corazón. Ahora lo entiende, pero ya es tarde, no hay forma de rehacer el pasado.
Entran a la celda. Gilberto se levanta voluntariamente. Ya no hay nada por qué luchar. Todo lo que creía terminó derrumbándose como una torre mal construida. Sale de la celda. Su amigo, la figura, la sombra con traje militar lo mira mientras camina a su fusilamiento. Gilberto le devuelve la mirada y cada vez va viendo algo más familiar en su rostro. Llega a un patio con olor a muerte y pólvora. Lo acomodan frente a sus verdugos. Detrás, una pared con más historias, con más arrugas y con más cicatrices que las de su alma. Rechaza que le tapen los ojos con un pedazo de tela mal cortada. Si es que va a morir, quiere morir con la vista al frente, mirando el punto final de su destino, cortado por la velocidad de una bala.
El acompañante de su calvario está ahí, detrás del pelotón de fusilamiento, preparado para dar la orden que cegará su vida para siempre. Un silencio sepulcral envuelve el ambiente. Solo se escucha la respiración agitada de Gilberto como queriendo apurar los segundos de su limitado tiempo. El silencio se rompe con la voz del hombre. - Gilberto Carrasco, se le acusa de ocultar verdades, robar inocencias, matar recuerdos, violar dignidades, secuestrar ideales. Se le condena al fusilamiento de su alma y del eterno castigo de su conciencia. Porque la conciencia nunca olvida. Que Dios se apiade de usted y le otorgue el perdón eterno. Gilberto traga saliva y respira con violencia, como tratando de aspirar valentía del aire - Soldados, apunten. Gilberto cierra los ojos, el valor de ver a sus asesinos se ha esfumado. Solo quiere salir de ahí. Que esta pesadilla termine lo más rápido posible - ¡Fuego! Su verdugo grita con todas sus fuerzas y sus hombres obedecen.
Toda su vida en un segundo. Su niñez en la calle de su infancia, los partidos de fútbol con los amigos, los amores, los desamores, su madre, la guerra, Julia, Fabián y por ultimo su verdugo, la voz de aquel hombre misterioso. - ¡Fuego! Reconoce la voz, pero no puede ser posible. Ese tono de voz, el propietario de ese tono de voz. Él lo conoce. Gilberto sabe exactamente quién es. La bala toca su pecho y todo se oscurece.
Abre los ojos, mira para todos lados, está recostado en una fosa y en ella cuerpos de hombres y mujeres inertes junto a él, acompañándolo en su terror. Lleva su mirada hacia arriba como buscando una salida, pero lo único que ve es un hombre con pala en mano, es la figura, la sombra que lo acompañó hasta el final. Gilberto lo reconoce totalmente. ¿Cómo pudo haber sido tan tonto? El hombre es él. El espejo de sus acciones, el clon de sus actos. El sorbo de su propia medicina. El mismo se devuelve la mirada. El hombre, el Gilberto del espejo responde al moribundo con un saludo militar y un grito de guerra. - ¡Duerma bien, mi General! -.Gilberto grita mientras la tierra va tapando poco a poco la luz y su voz.
El General Gilberto Carrasco se despierta agitado aquella mañana del 24 de marzo. Es la tercera pesadilla esta semana, la 17 de este mes y la número 210 este año. Él las cuenta bien, sirve como dato preciso para su psiquiatra de cabecera, el mismo que le proporciona esas pastillas color ámbar que le permiten seguir su vida como si nada, en una mansión de grandes jardines y una piscina pagada con voces acalladas.
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DONDE ESTÁN LAS NUBES
Carlos Miranda se despertó aquella mañana de Junio en el sillón desgastado de su cuarto. La luz mañanera que entraba por la ventana actuó como una bofetada a la realidad. Al abrir los ojos lo primero que vio fue la pequeña urna blanca encima del televisor. Se quedó mirándola un buen tiempo como tratando de entender cada espacio de su silueta. Levantó una carta que dormía en sus rodillas y la leyó, suspiró y volvió a cerrar los ojos.
A las diez en punto de la mañana llegó a la estación de buses con un pequeño maletín café en una mano y en la otra, a la altura del pecho, la urna blanca. Compró un pasaje hacia Aiquile e inmediatamente se acomodó en el bus. Abrazaba la urna como si tuviera el miedo de que si se la arrebataran de algún modo, el perdería una parte de sí mismo, como si este envase estuviera conectado por venas hacia su propio corazón y tal vez era cierto, porque en ocasiones lo sentía latir al unísono con el suyo, como si tuviera vida propia.
Llegó al pueblo pasada la media noche, tocó la puerta del hostal más cercano a la estación de buses. A su llamado contestó la voz de una anciana que en cuestión de minutos abrió la pesada puerta de madera. Al encontrarse con Carlos, lo miró como quien ve un fantasma en medio de la oscuridad del altiplano. Dejó caer una lágrima. - ¿Lo traes contigo? Le preguntó la mujer. Miranda tardó en comprender la pregunta, le dio la sensación de que esa mujer lo había esperado durante décadas. Le mostró la urna y ella pasó su mano acariciándola mientas la segunda lágrima caía por su mejilla.
- Conocí muy bien a tu padre. Le dijo la anciana, mientras le servía un mate de coca. Carlos recibió la pequeña taza y en su mente se preguntó si en realidad aquella hoja podía predecir el futuro. - Yo no, en realidad nunca lo vi en vida. Le respondió. - Todas las personas son escapistas de closet, pero yo sé que él siempre quiso volver a tu lado - Lo miró con esos ojos que se confunden con verdades. - Y al final lo hizo, ¿No? Aunque sea en una urna. - La miró con esos ojos que se confunden con heridas.
Carlos durmió aquella noche en la misma cama que perteneció al hombre del envase, sentía que su cuerpo cabía perfectamente en aquel colchón y se imaginaba que él era su padre y sonrió. Había esperado tantos años para que se encontraran y ahora estaba ahí, sin poder contestar ninguna de las preguntas que tenía guardadas desde hace tanto tiempo en algún rincón de su pecho.
Al despertar encontró la mesa servida, pero no había nadie. A lado del café, una nota: Despídeme de él y detrás de la nota una foto despintada. Pudo ver una versión de sí mismo y su sangre lo reconoció. Era su padre y junto a él, la anciana que le regaló el desayuno. Carlos se dio cuenta que ella era una víctima más de ese abandono que lo persiguió siempre. Dejó la foto sobre la mesa y prosiguió el camino que le ordenaba la carta que apareció una noche en su puerta junto a la urna blanca.
Miranda caminó por la senda indicada, levantó su rostro y lo encontró. “Donde están las nubes”. Se acordó de la última frase con la que su padre terminaba la carta, mientras miraba un cerro con las nubes atravesadas. Llegó a la cima, abrió la urna y vació el contenido. Una vez más él llegaba y se iba mezclándose con el viento.
Federico Camponovo se despertó aquella madrugada del seis de septiembre, con la certeza que su muerte llegaría ese día.
En su sueño se vio a si mismo con un traje de lino blanco acostado sobre veinte pétalos de rosa. Una paz llenaba el ambiente mientras una mujer permanecía a su lado. Su rostro se había perdido en su memoria, sólo recordaba que sus ojos lo miraban con tristeza y amor. Al despertar, supuso inmediatamente que era un ángel que lo acompañaría en sus últimos momentos. Agradeció a Dios por permitirle avisarle el momento de su partida y se dispuso a preparar la llegada de la muerte.
Se quitó toda la barba dispareja y se colocó gel para el cabello. Eligió su mejor traje, lo plancho con el cuidado que su madre le enseñó y se dirigió directamente a la terminal de buses Federico decidió que si iba a morir, lo haría en las orillas do la laguna de su pueblo, lugar donde alguna vez conoció el amor y el dolor que este puede producir. En el preciso momento cuando se disponía subir a su último bus, vio una rosa en el suelo. Se agachó a recogerla y como si el destino hubiera coordinado movimientos, junto a él se agachó también una mujer. Se miraron a los ojos y él reconoció la mirada de sus sueños.
Veinte años después, en su lecho de muerte, Federico Camponovo sujetó la mano de su esposa, mientras ella lo miraba con todo el amor de una vida y en medio de sus frágiles suspiros murmuró - Mi ángel. Y se entregó a su final sabiendo que ya lo había retrasado lo suficiente.
BING BANG
Cuando despertó, sintió que ella lo abrazó con tanta fuerza que sus latidos se fueron sincronizando segundo a segundo y su destino se dibujó como se dibuja su sonrisa cada mañana, junto al café y el pan negro. En sus venas empezaron a correr las mismas alegrías y en sus lágrimas se reflejaron las mismas tristezas. Sujetó su mano con la delicada fuerza del amor y la miró con los ojos de un bebé que ve por primera vez a su madre y se sintió flotar en el universo, con la seguridad de que siempre habría una cuerda invisible entre su corazón y el suyo.
ESTRATEGIAS PARA ABRIGAR UN CORAZÓN
Si usted, querido lector, a pesar de las altas temperaturas de la región en la que vive, siente que un estremecimiento helado recorre su cuerpo interiormente y lo hace tiritar como si estuviera en algún lugar de la Antártida, no desespere, no se trata de ningún resfrío, enfermedad rara tropical ni mucho menos psicosomática, este padecimiento no se arregla con abrigos, bufandas de lana, ni mucho menos con polainas de abuelo.
Usted primero, antes de poder resolver este extraño problema, deberá entender la situación en la que nos encontramos en este preciso momento. A pesar de la globalización que nos permite estar al tanto de las injusticias del mundo, los hombres y mujeres han resumido sus cualidades humanitarias a una simple “like” y compartir en redes sociales y hay algunos mucho más osados que utilizan el “Hashtag”
Como arma a favor de un mundo mejor, creyendo así que demostrar preocupación puede solucionar una realidad que se oculta detrás de una pantalla pero al llegar el momento, nosotros, los seres humanes preferimos hacer la vista gorda .a los problema del mundo, este mundo que nos ha dado ya bastantes problemas personales como para ver el de los demás, salvo aquellos problemas que se vuelven digitalmente virales, claro está.
No le ha pasado a usted, estimado lector que al caminar por una céntrica calle de la ciudad o detener su vehículo en algún semáforo, al sentir a alguien con la mano extendida acercarse a su persona, inmediatamente por acto reflejo, sube la ventanilla y sitúa su mirada al frente, como entrando en un trance de despreocupación y así, habiéndose alejado siguiendo su camino, una brisa helada estremece su pecho tanto que le hace cerrar los ojos y apretar sus dientes, si usted ha sentido esto, ha caído dentro de lo que muchos investigadores del alma humana denominan “Síndrome del corazón frió”. Pero tranquilo, no deje de leer esto y corra a la farmacia, por suerte su cura es mucho menos complicada de lo que parece. Solo debemos abrigar nuestro corazón. Si, aunque suene incoherente, es la única forma de solucionar este mal. Pero ojo que no se refiere a abrir el pecho quirúrgicamente y llenarlo de frazadas, como lo hizo un entusiasmado Carlos Pérez de Saratuga, Borneo (QEPD), es mucho menos peligroso que eso. Para llegar a una cura definitiva deberá realizar inmediatamente los procedimientos diarios e individuales que le comentaremos a continuación:
Al despertar, salude al sol y agradezca a la madre tierra y a su Dios de preferencia por un día más en este planeta. Esto es muy importante debido a que necesitamos estar vivos para realizar los siguientes pasos.
Una de las ideas en común en todas las religiones de la historia es el amor. El amor es capaz de sanar todo y es por esta razón, que es el ingrediente principal de la medicina que necesitamos para nuestro malestar. Pero no confundir con un amar romántico, el amor es mucho más amplio que eso. Es preocupación y humanidad hacia nuestros semejantes.
De camino a su trabajo, salude con una sonrisa a cuanta persona vea, podrá notar que su sonrisa es contagiosa e inmediatamente produce un feedback de bienestar entre usted y el destinatario. Si puede, acompañe su caminar con una canción, la música ayuda a la correcta mezcla de ingredientes. Deténgase un momento y observe su entorno, observará que detrás de los autos y de las personas corriendo hacia sus destinos, existen personas necesitadas pidiendo limosna, acérquese a ellos, meta su mano en el bolsillo y entréguele esa moneda que usa para su cigarro o chicle diario, ellos se lo agradecerán más que la doñita de la tienda del barrio. Preocúpese por esa realidad y piense en estrategias para resolver esas problemáticas sociales. Con ésta combinación de amor y preocupación por el prójimo, podrá notar que la cura se elaborará casi mágicamente y se inyectará a su corazón mediante sonrisas y agradecimientos de las personas que ha ayudado de alguna u otra manera, dando así calor a ese órgano congelado.
Espero que hayamos podido ayudar a solucionar su condición, ya nada extraña en el mundo en que vivimos. Recuerde que el primer paso es aceptarla y seguir con este tratamiento toda la vida. Si la realiza correctamente su corazón dejará de vivir en la Antártida y pasará a vivir cómodamente en la playa tropical de su preferencia.
¡DUERMA BIEN, MI GENERAL!
Gilberto Carrasco abre los ojos y se encuentra de nuevo en la calle de su infancia, aquella donde jugaba a las canicas, organizaba partidos de fútbol y alguna u otra pelea entre compañeros de salón. La calle sigue igual que en sus recuerdos, la única diferencia es que las paredes de las casas ya no son blancas y lisas, se han convertido en muros semidestruidos, teñidos con una mezcla de graffiti, pegamento para afiches y manchas de sangre, las cuales emanan en borbotones de los huecos producidos por balas de grueso calibre. Esos hilos sangrientos, se conectan como un puente construido involuntariamente a los cuerpos tirados de estudiantes universitarios, quienes junto con una que otra llanta ardiendo, van adornando un escenario apocalíptico ante sus ojos. De pronto, Gilberto escucha un grito que lo saca de su visión bélica. - ¡Ahí hay uno! Localiza el origen de la voz y mira corriendo hacia él, tres soldados componiendo un ritmo de muerte con sus botas. El solo corre, alejándose de ellos como ciervo ante sus cazadores. Una que otra vez, en medio de la desesperación de la huida, tuerce el cuello tanto como puede, rogando que en cada intento vea a sus perseguidores desapareciendo. Dobla la esquina, esa esquina donde robó su primer beso y recibió también su primera cachetada de rechazo. Esa esquina donde exclamaba ideas de revolución para la realización de una utopía. Dobla esa esquina donde su madre se despedía de él con un abrazo y un padre nuestro antes de comenzar su nueva vida.
Gilberto pasa la esquina llena de recuerdos y mira por última vez hacia atrás, los soldados han desaparecido. Al momento de volver su rostro hacia el frente, él y sus recuerdos se desvanecen al chocar sorpresivamente contra un hombre. Gilberto cae al suelo, mira a su muro humano y trata de reconocer a aquella figura. El contra luz producido por el sol, ha convertido a aquel hombre en una sombra siniestra.
-¿No me reconoces? Le susurra la figura. Gilberto niega con los ojos lo que no entiende.
La sombra vuelve a hablar con un tono de decepción - Te he acompañado toda la vida, en todos tus actos, en todos tus anhelos y ahora me desconoces. Antes de que él pueda contestar, siente las manos de los soldados que lo arrastran. Trata de soltarse pero es inútil, lo único que puede hacer es ver cómo aquel hombre desconocido para él, se va haciendo cada vez más pequeño, mientras lo arrastran a la oscuridad. Gilberto deja de poner resistencia y cierra los ojos tratando de escapar a su realidad.
Cuando los vuelve a abrir, la calle se ha convertido en un estadio de luces apagadas, oscuro, solo con las estrellas alumbrando el césped. Ese es el mismo estadio, que él frecuentaba, cuando era joven y la vida solo era fútbol y amigos. El lugar donde se gritaba por pasión, ahora solo es un recinto macabro.
No está solo, cientos de jóvenes sentados, mirándolo a él, sólo a él, como si fuera el único en el lugar. Entre ellos, lo ve de nuevo, es la misma figura de la calle de su infancia, ahora lo ve un poco mejor, distingue un uniforme militar, pero aún no lo reconoce. Hay algo en él, que le es muy familiar, pero aun así, tan distante como su mismo pasado. - ¿Quién eres? Gilberto pregunta a aquella silueta extraña - Tú me conoces. Le responde el hombre. Gilberto se aproxima a él para observarlo mejor y tratar de reconocerlo, pero algo lo detiene. Un grito se oye escondido en la multitud, seguido por un llanto de desesperación. Es claramente una mujer. La figura, la sombra con uniforme militar apunta a un lugar. Gilberto se acerca y la busca entre las miradas de la gente, llega donde ella y la reconoce, es Julia, su esposa, la abraza, la besa, pero ella no reacciona, solo llora y apunta a unos militares con un bebe en brazos, él grita, y corre hacia ellos, como si fuera su hijo el robado de los brazos de su madre. Un culatazo fulminante lo desmaya antes de llegar a su objetivo. Reacciona al golpe. El estadio ha desaparecido, ahora se encuentra sentado en una silla, amarrado, desnudo. El hombre misterioso con uniforme militar lo mira desde una esquina de aquella habitación. Gilberto ha estado ahí antes, vagamente lo recuerda, el color de la pared, un azul frió descascarado, recuerda hasta la misma silla, pero dentro de su recuerdo, en aquella silla, el que está sentado no es él.
- ¿Todavía no me reconoces, Gilberto? Pregunta el militar mientras camina hacia él. Gilberto no puede mirar su rostro, quiere reconocerlo, pero no puede. El sonido de sus botas aumenta como si él lo provocase intencionalmente mientras camina en círculos alrededor de la silla. - ¿Por qué me hacen esto? Pregunta Gilberto mientras el hombre se coloca detrás de él y presiona fuertemente sus hombros - Es graciosa la vida. Un día te encuentras en lo más alto del reino animal y al minuto siguiente, solo eres una rata asustada en un laberinto de cemento. Gilberto responde tratando de soportar el dolor que le produce las manos del extraño hombre en sus hombros. - Yo no me merezco esto. Todo lo que hice, no fue por mí, fue por la patria, fue por mi gente, por nuestros ideales
- ¿Pero a qué precio, Gilberto?
- A lo más alto, hice todo lo que fuera posible para que mi sueño se vuelva real.
- ¿Silenciar voces? La pregunta retumba su oído. Gilberto puede sentir un olor a putrefacción saliendo de la boca de su acompañante -¿Ocultar verdades? El hombre se acerca cada vez más a su rostro -Fue necesario. Le responde escapando de ese olor que se introduce poco a poco en sus fosas nasales - ¿Quién eres tú? Tienes uniforme de oficial. Te ordeno que me dejes hablar con tu superior. Este es un error - No hay errores en la vida. Todo es acción y reacción. Le responde aquel soldado desconocido mientras dos de sus compañeros entran y desatan a Gilberto.
Los soldados lo conducen a empujones a un baño destruido. Le quitan la ropa y una manguera se encarga de lavar la suciedad y la sangre mezclada en su rostro. El agua helada apenas deja que Gilberto respire. Grita, maldice, llora, ya nada importa, dentro de sí.
Colocan su cuerpo desnudo en una celda, se acomoda en posición fetal en una esquina. Cientos de ojos lo miran. Personas desnudas como él, le hacen compañía en la oscuridad. A las horas, soldados entran a la celda grupal y sacan a un joven. Se escucha un disparo, inmediatamente realizan la misma operación. Un joven, un disparo. A los minutos la habitación se hace más grande. Quedan pocas personas. Gilberto espera solo el momento en que sea su cuerpo, el protagonista del disparo. Solo quedan dos. Un joven en la esquina opuesta de la habitación y él. El disparo se escucha, los soldados entran a la celda y levantan del brazo a su última compañía. Lo reconoce, es su hijo, Fabián. Gilberto se levanta con las fuerzas que le quedan y corre hacia él, no dejará que se lo lleven. Es su único hijo, un hijo rebelde quizás, un hijo que nunca estuvo en sus planes. Un hijo que siempre fue la segunda opción de la agenda del día. Tenían diferencias. Fabián amaba su libertad sobre todo. Gilberto no creía en una libertad absoluta. Esa no es razón para matarlo. Gilberto trata de arrancar a su hijo de los brazos de la muerte, - Espera tu turno. Le dice el soldado luego de empujarlo hacia el piso. Gilberto se queda mirando a su hijo. No puede hacer nada. Sus ojos se despiden con un hasta pronto en la eternidad. Un disparo retumba en el lugar.
Solo le queda esperar su destino. Esta amaneciendo. Un haz de luz entra por un pequeño hueco de la venta tapiada. Ese pequeño regalo de luz es suficiente para ver la pared cubierta por palabras unidas entre sí, palabras formando frases y estas frases, verdades. Verdades escritas con cinceles sobre el cemento y la piedra. Símbolos que no podrán ser borrados sin antes destruir el lugar. Los tatuajes de una realidad oculta. Cada frase que Gilberto lee hace una herida en su corazón. Ahora lo entiende, pero ya es tarde, no hay forma de rehacer el pasado.
Entran a la celda. Gilberto se levanta voluntariamente. Ya no hay nada por qué luchar. Todo lo que creía terminó derrumbándose como una torre mal construida. Sale de la celda. Su amigo, la figura, la sombra con traje militar lo mira mientras camina a su fusilamiento. Gilberto le devuelve la mirada y cada vez va viendo algo más familiar en su rostro. Llega a un patio con olor a muerte y pólvora. Lo acomodan frente a sus verdugos. Detrás, una pared con más historias, con más arrugas y con más cicatrices que las de su alma. Rechaza que le tapen los ojos con un pedazo de tela mal cortada. Si es que va a morir, quiere morir con la vista al frente, mirando el punto final de su destino, cortado por la velocidad de una bala.
El acompañante de su calvario está ahí, detrás del pelotón de fusilamiento, preparado para dar la orden que cegará su vida para siempre. Un silencio sepulcral envuelve el ambiente. Solo se escucha la respiración agitada de Gilberto como queriendo apurar los segundos de su limitado tiempo. El silencio se rompe con la voz del hombre. - Gilberto Carrasco, se le acusa de ocultar verdades, robar inocencias, matar recuerdos, violar dignidades, secuestrar ideales. Se le condena al fusilamiento de su alma y del eterno castigo de su conciencia. Porque la conciencia nunca olvida. Que Dios se apiade de usted y le otorgue el perdón eterno. Gilberto traga saliva y respira con violencia, como tratando de aspirar valentía del aire - Soldados, apunten. Gilberto cierra los ojos, el valor de ver a sus asesinos se ha esfumado. Solo quiere salir de ahí. Que esta pesadilla termine lo más rápido posible - ¡Fuego! Su verdugo grita con todas sus fuerzas y sus hombres obedecen.
Toda su vida en un segundo. Su niñez en la calle de su infancia, los partidos de fútbol con los amigos, los amores, los desamores, su madre, la guerra, Julia, Fabián y por ultimo su verdugo, la voz de aquel hombre misterioso. - ¡Fuego! Reconoce la voz, pero no puede ser posible. Ese tono de voz, el propietario de ese tono de voz. Él lo conoce. Gilberto sabe exactamente quién es. La bala toca su pecho y todo se oscurece.
Abre los ojos, mira para todos lados, está recostado en una fosa y en ella cuerpos de hombres y mujeres inertes junto a él, acompañándolo en su terror. Lleva su mirada hacia arriba como buscando una salida, pero lo único que ve es un hombre con pala en mano, es la figura, la sombra que lo acompañó hasta el final. Gilberto lo reconoce totalmente. ¿Cómo pudo haber sido tan tonto? El hombre es él. El espejo de sus acciones, el clon de sus actos. El sorbo de su propia medicina. El mismo se devuelve la mirada. El hombre, el Gilberto del espejo responde al moribundo con un saludo militar y un grito de guerra. - ¡Duerma bien, mi General! -.Gilberto grita mientras la tierra va tapando poco a poco la luz y su voz.
El General Gilberto Carrasco se despierta agitado aquella mañana del 24 de marzo. Es la tercera pesadilla esta semana, la 17 de este mes y la número 210 este año. Él las cuenta bien, sirve como dato preciso para su psiquiatra de cabecera, el mismo que le proporciona esas pastillas color ámbar que le permiten seguir su vida como si nada, en una mansión de grandes jardines y una piscina pagada con voces acalladas.
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DONDE ESTÁN LAS NUBES
Carlos Miranda se despertó aquella mañana de Junio en el sillón desgastado de su cuarto. La luz mañanera que entraba por la ventana actuó como una bofetada a la realidad. Al abrir los ojos lo primero que vio fue la pequeña urna blanca encima del televisor. Se quedó mirándola un buen tiempo como tratando de entender cada espacio de su silueta. Levantó una carta que dormía en sus rodillas y la leyó, suspiró y volvió a cerrar los ojos.
A las diez en punto de la mañana llegó a la estación de buses con un pequeño maletín café en una mano y en la otra, a la altura del pecho, la urna blanca. Compró un pasaje hacia Aiquile e inmediatamente se acomodó en el bus. Abrazaba la urna como si tuviera el miedo de que si se la arrebataran de algún modo, el perdería una parte de sí mismo, como si este envase estuviera conectado por venas hacia su propio corazón y tal vez era cierto, porque en ocasiones lo sentía latir al unísono con el suyo, como si tuviera vida propia.
Llegó al pueblo pasada la media noche, tocó la puerta del hostal más cercano a la estación de buses. A su llamado contestó la voz de una anciana que en cuestión de minutos abrió la pesada puerta de madera. Al encontrarse con Carlos, lo miró como quien ve un fantasma en medio de la oscuridad del altiplano. Dejó caer una lágrima. - ¿Lo traes contigo? Le preguntó la mujer. Miranda tardó en comprender la pregunta, le dio la sensación de que esa mujer lo había esperado durante décadas. Le mostró la urna y ella pasó su mano acariciándola mientas la segunda lágrima caía por su mejilla.
- Conocí muy bien a tu padre. Le dijo la anciana, mientras le servía un mate de coca. Carlos recibió la pequeña taza y en su mente se preguntó si en realidad aquella hoja podía predecir el futuro. - Yo no, en realidad nunca lo vi en vida. Le respondió. - Todas las personas son escapistas de closet, pero yo sé que él siempre quiso volver a tu lado - Lo miró con esos ojos que se confunden con verdades. - Y al final lo hizo, ¿No? Aunque sea en una urna. - La miró con esos ojos que se confunden con heridas.
Carlos durmió aquella noche en la misma cama que perteneció al hombre del envase, sentía que su cuerpo cabía perfectamente en aquel colchón y se imaginaba que él era su padre y sonrió. Había esperado tantos años para que se encontraran y ahora estaba ahí, sin poder contestar ninguna de las preguntas que tenía guardadas desde hace tanto tiempo en algún rincón de su pecho.
Al despertar encontró la mesa servida, pero no había nadie. A lado del café, una nota: Despídeme de él y detrás de la nota una foto despintada. Pudo ver una versión de sí mismo y su sangre lo reconoció. Era su padre y junto a él, la anciana que le regaló el desayuno. Carlos se dio cuenta que ella era una víctima más de ese abandono que lo persiguió siempre. Dejó la foto sobre la mesa y prosiguió el camino que le ordenaba la carta que apareció una noche en su puerta junto a la urna blanca.
Miranda caminó por la senda indicada, levantó su rostro y lo encontró. “Donde están las nubes”. Se acordó de la última frase con la que su padre terminaba la carta, mientras miraba un cerro con las nubes atravesadas. Llegó a la cima, abrió la urna y vació el contenido. Una vez más él llegaba y se iba mezclándose con el viento.